Prometeo en la Guajira

Fotografía de Gustavo Rivas Valderrama | Flickr

16/11/2019
Wayúu piá, suúmain Wayúu tüú puumainkat.
Nójot púnjulüin Wayúin piá
Aká ja’ayáin sünain pu’upúnaa shia.
“Sois guajiro, tu tierra es la tierra guajira.
No podéis negar que sois guajiro
porque en tu cara misma se ve lo que sois”.
Del refranero guajiro.

En la compilación de Ramón Paz Ipuana, Mitos, leyendas y cuentos guajiros (Caracas, 1972) se encuentran las tres versiones del mito guajiro del origen del fuego. En la segunda versión se cuenta que en el principio los hombres no conocían el fuego. “Eran seres imperfectos que comían cosas crudas, tanto carnes como tubérculos, raíces y frutos silvestres (…) La carne no la ahumaban, no la asaban, sino que la hacían cecina, la tendían al sol y la consumían seca”. Así las cosas, la suerte del género humano era tan triste como la de los demás animales: vivían ateridos, guarecidos en cuevas, en troncos y huecos donde en vano trababan de abrigarse. Solo Maleiwa, el dios supremo, poseía el fuego, pero lo guardaba celosamente, convencido de que los hombres no poseían el juicio ni la prudencia para darle un uso correcto.

Una noche Maleiwa, mientras calentaba su cuerpo junto a una fogata, vio que se le acercaba un joven muerto de frío. Junuunay se llamaba. Al verlo llegar, Maleiwa lo increpó de mala manera: “¡Qué venís a hacer aquí, muchacho intruso! ¿Acaso no sabéis que este lugar está vedado a los mortales?”. Entonces Junuunay le respondió: “No te molestéis, abuelo. Solo vengo a calentar mi cuerpo junto a vos. Compadécete de mí, que no he querido ofenderte. Ampárame, que no aguanto este frío. No más coja un poquito de calor, me marcho”. Y mientras decía, el audaz joven hacía todo tipo de morisquetas y simulos: hacía crujir los dientes, erizaba la piel “como carne de gallina muerta” y temblaba “como un machorro”, que es como llaman en el Zulia a las iguanas pequeñas. Maleiwa finalmente aceptó, aunque no sin reservas, porque el candoroso muchacho le inspiraba más desconfianza que conmiseración.

Se sentaron, pues, los dos junto a la fogata, pero el Gran Padre no le quitaba los ojos de encima. Junuunay buscaba conversación e intentaba entretener al dios sin conseguirlo. En eso, un golpe de brisa hizo sonar las ramas de un cují y Maleiwa volteó para ver de qué se trataba. Entonces Junuunay aprovechó, metió dos brasas en su mochila y echó a correr entre la maleza. “Me ha engañado el muy bribón”, decía Maleiwa mientras lo perseguía. “Le castigaré dándole el suplicio de una vida inmunda. Le haré vivir en los muladares, en los estercoleros rodando bolas de excremento”. Junuunay corría, pero un humano jamás podrá correr más rápido que un dios. A punto de ser alcanzado, Junuunay llamó a un joven cazador de nombre Kenáa y le entregó una brasa para que la escondiera. Sin embargo, a Maleiwa no le fue difícil descubrir a Kenáa con la brasa en medio de la noche y, en venganza, lo convirtió en cocuyo.

Entonces Junnunay, desesperado, encontró a su paso a Jimut, el cigarrón, y le entregó la última brasa que le quedaba. “Escondela vos en un lugar seguro”, le pidió. “Mirá que el que la encuentre será el hombre más afortunado, sabio y poderoso”. Entonces Jimut, previsivo, escondió un trozo de la brasa en un tronco de caujaro, y después otro trozo en uno de olivo, y después en otro, y en otro, hasta que el fuego se multiplicó en el corazón de los troncos. Casualmente, entre los matorrales jugaba un niño llamado Serumáa, quien vio lo que hacía Jimut y después pudo mostrar a los hombres dónde estaba escondido el fuego: ¡Skii! ¡skii! ¡skii!, gritaba: “¡fuego! ¡fuego! ¡fuego!”. Fue así como los hombres aprendieron a extraer el fuego del corazón de los troncos, frotando dos varitas de caujaro. Pero el robo no podía quedar así. Al niño Serumáa, Maleiwa lo convirtió en un pájaro que los guajiros llaman Sikiyúu, porque va por las ramas piando skii, skii, skii. Y en cuanto a Junuunay, el Gran Padre lo convirtió en escarabajo, condenándolo a vivir en las inmundicias y a alimentarse de excrementos, y llevando por siempre unas manchas brillantes en las patas como marca y castigo por su falta.

El físico y antropólogo francés Michel Perrin, en su clásico estudio El camino de los indios muertos. Mitos y símbolos guajiros (Le chemin des indiens morts. Mythes et symboles guajiro, París, 1976; traducción española de Monte Ávila Editores, Caracas, 1992) ha señalado que “la mitología guajira revela una extraordinaria coherencia”. Perrin convivió con los guajiros entre 1969 y 1973, cuando desarrolló una investigación dirigida por Claude Lévy-Strauss y financiada por el Collège de France y el Centre Nationale de la Récherche Scientifique. Al estudiar los caracteres que orientan la construcción del mundo mítico de los guajiros, considera que éste “toma su modelo del mundo de los hombres”. Y continúa:

Para aprehender las relaciones que ellos mantienen con fuerzas exteriores y oscuras que los superan, bien que ellas emanen de la naturaleza o de la condición humana, los guajiros han creado seres sobrehumanos. Les han prestado una existencia análoga a la de los hombres, al mismo tiempo que les han investido de poderes superiores.

Resulta imposible no pensar en las semejanzas con los dioses de los antiguos griegos. Ya lo sabemos, mythos significa en griego simplemente “relato”, “fábula”, un cuento en el sentido más puro y original. Pierre Grimal, en La mitología griega (París, 1953), afirma que las viejas leyendas griegas se nos presentan como “un sistema, más o menos coherente, de explicación del mundo”. Respecto de los dioses, Grimal observa que sus “poderes sobrenaturales quedan, asimismo, a merced de un devenir que no dominan del todo. Ninguna de sus decisiones es irrevocable. Por encima de su voluntad planea una Fuerza de las Cosas, llamada a veces Destino, que no respeta intenciones ni promesas”. Caos, inconsistencia, sería el término general que definiría al conjunto de estos relatos. “Demasiado humano”, diría Nietzsche, una verdadera decepción para los estructuralistas.

Fue el enfoque antropológico iniciado por J. G. Frazer en su monumental trabajo La rama dorada (The Golden Bought, Oxford, 1890) lo que inició el estudio comparativo del los diferentes mitos en las culturas del mundo. Este artículo también podría llamarse “Junuunay en Grecia”, si no fuera porque es tan difícil remontar las barreras de nuestro propio eurocentrismo. Sorprendentes comparaciones narratológicas surgen entre la mitología griega y otros relatos de la mitología guajira, así como de otras culturas originarias venezolanas, a algunos de los cuales sin duda volveremos en un futuro. 

En lo que respecta a la historia singular del benéfico Titán, quizás si ella no sea del todo griega, y sí mucho más antigua que la narración de Hesíodo, y ni qué decir, que la tragedia de Esquilo. Así lo sugiere G. S. Kirk en su Myth. Its meaning and functions in Ancient and other cultures (Cambridge, 1970), al remontar el mito de Prometeo el previsor (que es lo que significa su nombre en griego) a antiguas leyendas del Oriente Próximo, con las que halla no pocos paralelismos. Tal vez si hace tanto tiempo ya un oscuro presentimiento se cernía sobre aquellos viejos pueblos. Es lo que ambos mitos, el del filántropo Prometeo y el del atrevido joven Junuunay, parecen querer advertirnos: desde el principio, una antiquísima relación ha unido la idea del engaño, la transgresión, la culpa y el castigo con nuestro viejo anhelo de civilización y progreso.


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