Preso después de muerto (una despedida a Aurelena Merchán)

16/08/2020

Fotografía de Aurelena Merchán

El siguiente texto es un fragmento del libro inédito Leonardo Ruiz Pineda, el compromiso democrático

Aurelena Merchán, la viuda de Leonardo Ruiz Pineda, es una mujer que conmueve  por su vitalidad, alegría y excelente memoria. La entrevisté, cuando ya había arribado a los ochenta y cuatro años de edad, en un modesto apartamento de la urbanización Cumbres de Curumo, Caracas. En compañía de sus hijas Natacha y Magda. Por esos días yo comenzaba a acariciar la idea de escribir una biografía del líder político nacido en Rubio cuya memoria me acompaña desde niño. 

Con una fortaleza interior que evidencia el entrenamiento que vivió en los años de la resistencia clandestina, me contó, con pasión, como si lo hiciese por primera vez, detalles de su vida junto al dirigente político asesinado por la dictadura de Pérez Jiménez. Y entre los tantos hechos que escuché aquella mañana me quedó grabada la imagen de una mujer muy joven, pequeña y menuda –con aspecto de Edith Piaf, pienso ahora– de pie, frente a dos miembros de la tenebrosa cúpula policial del régimen militar, reclamando, al día siguiente del asesinato, el cadáver de su esposo. 

Ruiz Pineda, que para entonces era el secretario general de Acción Democrática en la clandestinidad, ya lo sabemos, había sido asesinado la noche del 21 de octubre de 1952 en una calle del barrio San Agustín de Caracas. Para evitar actos de protesta, el gobierno se adelanta a los hechos y en el anonimato de la madrugada funcionarios de la Seguridad Nacional, la policía política de entonces, apresuradamente, sin ceremonia alguna, entierran sus restos en el Cementerio General del Sur.

Aurelena, la mujer que ahora tengo al frente, no se entera del hecho hasta la mañana siguiente cuando tropieza con la infortunada noticia en la primera plana de un diario. Apenas se recupera del impacto, en compañía de un vecino médico y su esposa, se dirige al centro de la ciudad. A la sede del ministerio de Relaciones Interiores. 

Se anuncia en portería sin aviso previo. El ministro, Laureano Vallenilla Planchart, mano derecha del dictador, previendo la visita, delega la incómoda tarea de atender a la mujer recientemente convertida en viuda en manos de Leonardo Cholet, director general del Gabinete, quien la recibe en su despacho.

—Vengo a reclamar el cadáver de mi marido—, me cuenta Aurelena que le dijo al funcionario con el tono más seguro que encontró mientras las piernas le temblaban.

—Lamento no poder complacerla, señora. A su marido lo enterramos esta madrugada— responde Cholet. Mientras a su lado, tan elegantemente vestido como él, cómodamente sentado en una silla de madera y cuero, inmutable, Pedro Estrada, el jefe de la Seguridad Nacional, sigue en silencio la conversación. Ambos han recibido órdenes precisas que no dejarán de cumplir.

—¿Quiere decir que además de haber asesinado a mi marido, ustedes nos privan a mí y a mis dos hijas del derecho a enterrarlo y despedirlo cristianamente?— replica la mujer peleando contra el llanto que, impertinente, se asoma a sus ojos.

—Esa es su opinión, señora. No la mía— responde, de nuevo, con similar frialdad, el funcionario.

—Entonces— exige ella con su acento inequívocamente tachirense, —¿usted puede tener la decencia de por lo menos decirme dónde está enterrado? 

—De nuevo lamento no poder complacerla, señora. Se trata de un secreto de Estado— responde lacónicamente el director del despacho mientras se levanta de su asiento en señal de que la conversación ha concluido.

Los tres lo entienden. Se dan la vuelta y caminan apresuradamente buscando la salida del edificio. Pedro Estrada, con su traje de botones cruzados como el de un personaje de Casablanca, el legendario filme de Michael Curtiz, le sigue unos pasos atrás. Y, ya en el último momento, cuando los visitantes están a punto de alcanzar la calle, el refinado policía ordena a los dos agentes que resguardan la puerta: 

—¡Me detienen a esos señores! A la esposa del doctor la regresan a su casa. Al doctor lo bajan a uno de los calabozos del sótano. Y a la señora Ruiz Pineda a otro del segundo piso.

Ahora la viuda sabe qué le aguarda. La noche anterior había perdido a su marido, a partir de este momento también su libertad. De ese calabozo no saldrá hasta tres meses después, en diciembre de 1952, cuando el jefe de la Seguridad Nacional en persona le hace entrega de cuatro boletos de avión para que viaje al exilio. A Madrid. Junto a Natacha y Magda, sus dos hijas de 5 y 3 años, respectivamente. Y también a doña Rosa Pineda su suegra, de ochenta y tres.

Aunque decir que en todo ese tiempo no salió de prisión es una verdad a medias. Hubo una excepción. Una mañana de noviembre, sin previo aviso, una joven y atractiva mujer —una “caraqueña típica”, me dice Aurelena, que aún no ha perdido el acento tachirense— vestida muy a la moda, gesticulando sin parar y agitando nerviosamente entre sus manos un llavero con dos letras, una “P” y una “E”, vaciado en una imitación de oro, irrumpe en el calabozo. 

Aurelena rápidamente entiende que se trata de la amante de Pedro Estrada o algo parecido.

—Le prometí a tu prima que te llevaría a visitar la tumba de tu marido. Así que acomódate, chica, que nos vamos al Cementerio— repite mi entrevistada, mientras trata de imitar graciosamente, con gestos pícaros, el acento caraqueño de la época.

La joven viuda se peina. Se pone el mejor de los vestidos que tiene consigo en el calabozo. Y minutos después se desplaza dentro de un flamante y aún oloroso a nuevo Chevrolet 1952. Van camino del Cementerio General del Sur. Adelante abre paso otro automóvil del mismo modelo con cuatro policías armados a bordo. Detrás, otro carro igual, con el mismo número de funcionarios, cierra el particular cortejo. 

Ya en el camposanto, desde el auto estacionado, con los ojos heridos porque han perdido la costumbre de recibir luz solar, la viuda verifica personalmente lo que ya le habían contado. Que todos los días cuatro funcionarios de la Seguridad Nacional hacen guardia junto a la tumba de LRP para evitar que nadie se acerque sin permiso. Para impedir que el lugar se convierta en objeto de culto y de protesta.

Baja del auto. Los cuatro policías, cada uno protegido tras unos lentes Ray-Ban, montura de metal dorado y vidrios verde oscuro, se retiran discretamente para dejar que la viuda se encuentre a solas con su marido.

Aurelena conversa en silencio con el hombre que había conocido en San Cristóbal siete años antes. Recuerda el día en que se encontraron por primera vez y se flecharon de inmediato. En medio de un mitin de Acción Democrática. En una plaza del barrio La Concordia. 

Rememora el revuelo que causó su matrimonio en la Catedral de la capital del Táchira con Rómulo Betancourt como padrino. Las angustias y escondites en medio de  de las persecuciones tras la asonada militar que derrocó al presidente Gallegos en 1948. Le cuenta a Leonardo cómo van creciendo las niñas. Lo calma diciéndole que en medio de todo están bien cuidadas. Reza una oración y se despide. 

Ya de regreso, desde el asiento de atrás del Chevrolet, echa una última mirada a la tumba en el momento justo cuando los cuatro hombres vestidos de negro se ajustan los sombreros, se acomodan los lentes de sol y vuelven a colocarse en sus puntos de guardia en los cuatro ángulos de la tumba. Antes de que el vehículo arranque piensa para sí misma: 

—Dios mío, cuánto odio el de estos militares: ¡A mi marido lo tienen preso incluso después de muerto!

****

Mientras vuelvo a estas notas, porque ayer me enteré de que Aurelena Merchán murió en Miami, recuerdo que ese día de entrevista regresé a nuestro apartamento en las cercanías del Club Táchira, Colinas de Bello Monte, y mientras transcribía sus palabras, no pude evitar —como ahora tampoco—, pensar en Antígona frente al cadáver de su hermano Polinices que el rey Creonte le ha impedido honrar con un entierro digno. 

“Sófocles sabía que la crueldad de los tiranos es eterna”, me dije a mí mismo aquella tarde frente al Ávila imponente. Y ahora, desde este lugar del exilio político que me ha tocado, sin la montaña sagrada de fondo, agrego: “la de los autócratas militares venezolanos también”. 

Algunas veces las tardes bogotanas frías y nubladas pesan más de lo normal. Entonces, como compensación, trato de pensar en la sonrisa alegre de alguien que conocí en Venezuela.  Hoy he encontrado en mi memoria, el rostro complacido  de Aurelena Merchán mientras recuerda a aquella  mujer del entorno cortesano militarista que, con solidaridad femenina cómplice, la llevó al Cementerio General del Sur a despedirse de su amor asesinado. 

Bogotá, 10 de agosto de 2020


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