Perspectivas

De cuando un Premio Nobel fue feliz e indocumentado

30/07/2020

Gabriel García Márquez y su esposa Mercedes. Fotografía de Isabel López. Revista Momento. Caracas, 11 de abril de 1971.

“Cuando García Márquez arribó a Caracas por primera vez, entendió que había llegado a la que para ese momento era la gran, y quizás la única, metrópoli moderna del Caribe, y eso lo enamoró”.  Ésa fue una de las afirmaciones con las que Jaime Abello, director general de la Fundación GABO, comenzó a responder las interrogante que el sábado 25 de julio, fecha aniversaria de la fundación de Caracas, le fui planteando a lo largo de un poco más de una hora en la charla que sostuvimos a distancia para cerrar el ciclo “Caracas y los escritores latinoamericanos”, programado por la Cátedra permanente de Imágenes Urbanas para conmemorar el mes aniversario de nuestra capital.

Abello, quien sostuvo una relación de amistad cercana y cooperación profesional intensa con Gabriel García Márquez desde 1989, fue desarrollando una a una las razones por las cuales el legendario autor de Cien años de soledad escribió en 1982: “Porque Venezuela fue por poco tiempo, pero de un modo inolvidable en mi vida, el país más libre del mundo, y yo fui un hombre feliz, tal vez, porque nunca más desde entonces me volvieron a ocurrir tantas cosas definitivas”.

Cinco fueron, según la explicación de Abello, esas “cosas definitivas”. Primero, el haber sido testigo de lo que el propio García Márquez llamó una revolución verdadera: la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y el estallido de júbilo popular que por varios días tomó a Caracas por asalto. Segundo y tercero, haber contraído matrimonio con la que sería su compañera de toda la vida y, además, por primera vez en su vida adulta haber dejado la vida nómada y haberse establecido formalmente en un apartamento de San Bernardino, una urbanización de la clase media pujante caraqueña. 

Cuarto, el haber encontrado la madurez de su escritura periodística con la escritura de reportajes como “Caracas sin agua” y “La lucha de los curas”, que, años después, el también narrador y periodista Tomás Eloy Martínez consideraría como el punto de quiebre que marcaría el nacimiento de lo que luego se conoció como “nuevo periodismo”.  

Y, quinto, no menos importante, el haber encontrado las referencias iniciales que lo llevaron a escribir ese tratado sobre los tiranos latinoamericanos titulado El otoño del patriarca, en buena medida inspirado en la figura de Juan Vicente Gómez.

Pero, en Caracas, le ocurrieron a Gabo muchas más cosas decisiva. En 1967, asistió  a nuestra capital como invitado a la entrega de la primera edición del Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos” y fue allí donde se inició su amistad, también decisiva, con Mario Vargas Llosa, ganador del certamen de ese año con su novela La casa verde

Siete años después, en 1972, volvería a la ciudad, esta vez para recibir personalmente la medalla y el metálico correspondiente a la segunda edición del Premio Rómulo Gallegos, cuyo dinero -100 millones de bolívares, unos 25 mil dólares de entonces- donó por entero, ni un dólar más ni uno menos, al recién nacido Movimiento al Socialismo, el MAS, un partido dirigido por Teodoro Petkoff, resultante de una división del Partido Comunista.

Aproveché entonces una pregunta que me hizo Abello para contar que, tal y como lo escribí en un artículo publicado en El Tiempo de Bogotá, que en esa oportunidad García Márquez confesó que se había traicionado a sí mismo varias veces, pues hizo por primera vez en su vida cosas que había declarado que no haría jamás: aceptar un premio, dar un discurso y ponerse una corbata. 

En ese discurso quedó clara otra fase de su relación con Caracas y Venezuela: la red de buenos amigos que había tejido durante su estancia en el tránsito de las décadas de 1950 y 1960. Tratando de justificar la aceptación del premio, dijo, sin grandilocuencia, que lo había aceptado sólo “por un acto de cariño y solidaridad con mis amigos de Venezuela, amigos y generosos, cojonudos y mamadores de gallo hasta la muerte”. “Por ellos he venido”, concluyó.

Efectivamente, fueron muchos los buenos amigos con los que mantuvo relaciones por años. De la amistad con Miguel Otero Silva y su encuentro en Arezzo, Italia, en un viejo palacete -propiedad del escritor y propietario del diario El Nacional-, ha quedado como testimonio un relato titulado “Espanto en agosto”, incluido en el libro Doce cuentos peregrinos. 

También es conocido que el historiador y, años más tarde, presidente encargado de Venezuela, Ramón J. Velásquez -autor de un libro clave para entender a Venezuela: Conversaciones imaginarias con Juan Vicente Gómez-, fue una de sus fuentes de consulta permanente mientras escribía El otoño del patriarca. 

Igual de estrecha fue su relación con el especialista en literatura latinoamericana Domingo Miliani, con el también cuentista y novelista Salvador Garmendia y con Margot Benacerraf, cineasta y fundadora de la Cinemateca Nacional de Venezuela mientras hacían la preproducción nunca concluida de la versión cinematográfica de La cándida Eréndira. 

Pero, sin lugar a dudas, la amistad más entrañable y extensa en el tiempo fue con Teodoro Petkoff, a quien conoció en los prolegómenos de los años 1970, interesado por descubrir quién era ese hombre que sin haber abandonado aún las filas del Partido Comunista había escrito y publicado, en 1968, un libro –Checoslovaquia: el socialismo como problema– que había desatado la ira de los jerarcas del comunismo soviético, incluyendo al propio Leonid Brezhnev, quien lo excomulgó de la iglesia marxista en un Congreso de Partido Comunista de la URSS.

El tiempo previsto para la conversación con Abello se agotó rápidamente. Apenas si nos quedó espacio para ratificar que la entrega del “Rómulo Gallegos” a Cien años de soledad fue decisivo tanto para García Márquez como para el premio mismo. 

Para Gabo porque, aunque ya era un autor conocido, y un auténtico bestseller, el premio significó su consagración definitiva como uno de los grandes escritores en la historia de nuestra lengua. Y para el premio porque, con el respaldo de sus primeros dos nombres premiados, Vargas Llosa y García Márquez -quienes, no por casualidad, serían ambos dos décadas después premios Nobel-, el “Rómulo Gallegos” se consolidó como el más importante en su género en el espacio cultural iberoamericano.

Al final de la charla volvimos al lugar por donde habíamos comenzado, a la nativa Aracataca y a la influencia que en la infancia del Gabo había ejercido la presencia en aquella pequeña población de un grupo de inmigrantes venezolanos entre quienes destacaba su vecina Juana de Freites.

Cerramos aquel diálogo -que ninguno de los dos, ni Abello ni yo, quería terminar- citando, como regalo a la ciudad cumpleañera hoy herida, la frase en la que el Premio Nobel nacido en Aracataca describió la influencia que, en su infancia, ejerció aquella venezolana, gracias a cuyos cuentos García Márquez creció con la certidumbre mágica de:

(…) que  Genoveva de Brabante y su hijo Desdichado se refugiaron en una cueva de Bello Monte, que Cenicienta había perdido la zapatilla de cristal en una fiesta de gala del Paraíso, que la Bella Durmiente esperaba a su príncipe despertador a la sombra de Los Caobos, y que la Caperucita Roja había sido devorada por un lobo llamado Juan Vicente el Feroz. Caracas fue desde entonces para mí la ciudad fugitiva de la imaginación, con castillos de gigantes, con genios escondidos en las botellas, con árboles que cantaban y fuentes que convertían en sapos el corazón, y muchachas de prodigio que vivían en el mundo al revés dentro de los espejos.

No picamos una torta, pero traer al presente esos amorosos recuerdos garciamarqueanos fue la manera que encontramos de celebrar el cumpleaños de esta ciudad donde un Premio Nobel, por entonces anónimo, fue feliz e indocumentado y a donde regresó triunfante diez años después. 


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo