Perspectivas

Praxágora y sus amigas

20/03/2021

Escena de «Las asambleístas» de Aristófanes. Atenas, 2018

Cremes: ¿Y acaso no debo obedecer a las leyes?
Ateniense: ¿A cuáles leyes, desgraciado?
Cremes: A las decretadas.
Ateniense: ¿A las decretadas? ¡Qué tonto eres!

 

En el escenario, unas antorchas alumbrando unas fachadas muestran que aún es de noche. Sin embargo, el canto de un gallo indica que está a punto de amanecer. En la puerta de una de las casas aparece un anciano con una gran barba y una gran barriga, ridículamente vestido de mujer. Los espectadores estallan en carcajadas. El anciano llama a gritos a su esposa, “¡Praxágora! ¡Praxágoraaa!”. Entonces se asoma otro hombre de la casa contigua, también con ropas de mujer: – “¿Y tú qué haces vestido de mujer?” – “Eso mismo te iba a preguntar yo a ti” – “Ah, es que no encuentro ni mi ropa ni mi mujer, y he tenido que salir porque no aguanto las ganas de cagar” (Khezêtiáô. Ya sabemos, en la comedia ateniense no hay problema con llamar las cosas por su nombre).

En otra escena, Praxágora espera nerviosa por sus amigas. El más mínimo error podría estropear el plan. Al rayar el alba comenzará la asamblea, la ekklesía, en la que piensan colarse disfrazadas de hombres, con las ropas, también las sandalias y el bastón de sus maridos. Han cuidado hasta el último detalle: se han hecho unas barbas postizas muy reales, y hasta han tomado el sol a escondidas para verse morenas, pues todos saben que una mujer de su casa se mantiene siempre bajo techo. La idea es proponer, ya que las cosas van tan mal, que sean las mujeres las que tomen el mando de la ciudad. Praxágora y sus amigas no dudan de que la propuesta será aprobada por mayoría.

A media mañana ya está Praxágora de vuelta en casa. Ha dicho a Blépiro –así se llama su marido- que una amiga ha dado a luz en la madrugada y la ha mandado a llamar, y a Blépiro no le ha quedado más remedio que aceptar la explicación aunque no muy convencido. Entonces pregunta a su mujer si se ha enterado de lo que ha ocurrido en la asamblea, pues su viejo amigo Cremes, que estuvo allí, le ha contado todo. Al principio Praxágora logra disimular y finge que no sabe nada, pero después se deja llevar por la emoción y la “generala” (stratêgís) comienza a explicar el plan que ha urdido con sus compañeras para devolver a la ciudad la felicidad perdida.

“Diré que todos deben hacer comunidad de bienes (koinôneîn pántôn), de modo que todos tengan parte en todo y vivan de los mismos recursos, y no que uno sea rico y el otro miserable” (590-591). “Establezco un solo régimen de vida para todos (koinòn pâsin bíoton) y éste será igualitario (hómoion)” (594). “Haré que la tierra sea común a todos y la plata (t’argyrion), y todas las demás pertenencias de cada uno. Y después, con base en estos fondos comunes, nosotras los alimentaremos administrando, ahorrando y aplicando nuestro buen criterio (gnômen)” (597-600). Por supuesto, el sexo será libre, y cada quién podrá juntarse con quien quiera. “¿Y cómo se hará para que todos no vayan tras la más bella?”, pregunta Blépiro agudamente. Muy fácil, si alguien quiere estar con una bonita primero tendrá que acostarse con una fea (618). Y lo mismo ocurrirá con los hombres: si alguna quiere estar con uno guapo, primero tendrá que juntarse con uno feo y bajito (629). Por supuesto que Aristófanes no pierde la oportunidad para meterse con atenienses particularmente feos, como Lisícrates o Epicuro, según los escoliastas. “¿Y cómo, si vivimos así, podrá reconocer cada quien a sus hijos?”, pregunta Cremes, que se ha unido a la conversación. “¿Y qué falta hace?”, responde Praxágora, “tendrán por padres a todos los que sean mayores”. Entonces surge la inevitable pregunta: “Y la tierra, ¿quién la va a cultivar?”. “Pues los esclavos”, responde sin problema Praxágora. “Tu única preocupación será la de presentarte a la cena puntual y bien perfumado”.

Las asambleístas fue estrenada en el año 392 a.C., cuando las cosas no podían ir peor para Atenas. Hacía unos trece años que la ciudad había sufrido la humillante derrota de Egospótamos, y con ella el fin de su flota, de su imperio y su grandeza. Había tenido que soportar la humillación de ver cómo era ocupada por Lisandro y sus soldados, y se instalaba en la Acrópolis una guarnición espartana. Había tenido que aceptar la demolición de los Muros Largos, que eran su fuerza y orgullo y, como si fuera poco, había tenido que sufrir la imposición de un régimen tiránico filoespartano, la llamada Dictadura de los Treinta Tiranos. Atenas, que por años había llevado la bandera de la democracia y la libertad entre las ciudades griegas, se había convertido en una suerte de protectorado laconio. Y aunque la hegemonía espartana no habría de durar mucho y Trasíbulo llegaría a restituir en la democracia 403 a.C., las cosas ya nunca serían como antes.

Las comedias de Aristófanes reflejan en cierta forma el decadente clima espiritual de aquellos días. Las arcas públicas estaban agotadas después de tantos años de guerras, conflictos internos e inestabilidad. Los campos estaban arrasados, el comercio mermado. Los ciudadanos no solo se habían visto sometidos a la tiranía política, sino también, ésta no menos temible, a la de la pobreza, que es como el gran paisaje que ambienta en general la comedia aristofánica. Desengañados, los atenienses se van desentendiendo más y más de la política y de los asuntos públicos, y se van imponiendo los intereses individuales y las pequeñeces de la vida cotidiana. Es el mundo de los personajes aristofánicos. En los versos 380-381 de Las asambleístas, Blépiro y Cremes se lamentan de no haber podido cobrar los tres óbolos que pagaban por asistir a la asamblea. Blépiro por no haber podido encontrar su ropa, Cremes por haber llegado tarde. En tiempos de Aristófanes, la ciudad pagaba a los ciudadanos tres óbolos (cada óbolo equivalía a la sexta parte de una dracma) por asistir a las asambleas. En la entrada, unos arqueros manipulaban una cuerda empapada en pintura roja con la que iban “empujando” a los asistentes al recinto. Los rezagados y los que llegaban tarde quedaban con las ropas manchadas, y por tanto no podían cobrar el pequeño estipendio. Aristófanes se queja amargamente de tanta decadencia. En otra de sus comedias, Las avispas, lamenta el que los valientes que habían hecho grande a Atenas ahora tengan los cabellos “más blancos que las plumas de un cisne”, y que los buenos remeros del pasado, que supieron destruir la flota de los persas, se hayan convertido en “vulgares demagogos y traidores” (V. 1060-1100).

Las asambleístas es la carnavalización de la utopía, es el mundo al revés. Su vigencia y pertinencia se traduce en las disímiles lecturas que ha tenido a lo largo de los últimos años. Algunos se contentan con repetir la cita de Jacqueline de Romilly (Historia del socialismo en la antigüedad, 1984), donde la cuenta “entre los antecedentes antiguos del socialismo”. Otros prefieren leerla en clave feminista. En realidad, en el año 392 a. C. los atenienses tenían razones para querer sentarse en un teatro a reírse un rato, sin pensar mucho en su terrible realidad ni en cómo salir de ella. La ocurrencia extrema de que se entregue a las mujeres el poder de una ciudad donde su participación política es impensable, en tiempos de Aristófanes no es más que un recurso de lo cómico, el travestismo de la política. Por lo demás, ya conocemos su habilidad para plantear los temas más profundos con aparente ligereza. Elementos como la repartición de la tierra, la confiscación de los bienes y el dinero, la proscripción de la familia, el amor libre y la homologación de la vida de unos ciudadanos que solo pasan el tiempo entre festines y banquetes forman parte, más que de la receta comunista, de la tradición utópica griega, de Homero a Platón y los estoicos. Sin embargo, y Aristófanes lo hace ver, tal sociedad es inviable sin una institución de la que se pretende en las antípodas: la esclavitud. Paradojas del socialismo. Y paradojas también de una utopía que se sostiene sobre la distopía de los otros.


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