Porfirio, detalle del Árbol de Jesé. Fresco del Monasterio de Sucevița. Fotografía de Ymblanter | Wikimedia
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Para mi profesor de filosofía en la universidad, el doctor Teodoro Laskaris, consciente de que la cultura griega durante el imperio romano distaba de ser conocida y apreciada, era urgente recordar que la importancia de un filósofo como Porfirio habría sido poco menos que determinante en la formación de la cultura occidental. Para el ilustre docente -en realidad primogénito de Eugenio II y, como Teodoro IX, príncipe real de Grecia y Chipre, príncipe imperial de Constantinopla, príncipe de Tracia, Nicea, Macedonia y Trebizonda, y descendiente directo de Constantino el Grande, quien, por las vueltas de la historia, había llegado a Venezuela a enseñar en la Universidad de Carabobo-, sin Porfirio no habría habido Plotino, sin Plotino no habría habido San Agustín y sin San Agustín no habría habido cristianismo. Profirio nació en Tyro, la antigua Fenicia, en el año 234. En su juventud marchó a Atenas a estudiar con el gran Longino, quien, a su vez, lo enviaría a Roma, donde se convertiría en el más distinguido discípulo de Plotino, de cuya obra se convirtió en el editor y, además, biógrafo oficial del mítico pensador. En la Urbe, Porfirio sería reducido por una crisis nerviosa con intentos de suicidio que solo logró superar realizando, de acuerdo a los consejos del maestro, un largo viaje a Sicilia. A Roma regresaría después de la muerte de Plotino, para sucederlo como jefe de la influyente escuela neoplatónica. A los sesenta y seis años, contrae matrimonio con Marcela, viuda de un filósofo amigo y madre de siete criaturas, quien accedería a la inmortalidad como recipiente de la carta que le escribiera su distinguido esposo. Diez años después, muere en Roma dejando una obra considerable de la que no todo se conserva. Escribió un tratado sobre la abstinencia que le ha dado fama entre ascetas y vegetarianos de viejo y nuevo cuño. No exageraba mi dinástico profesor de filosofía cuando insistía en la grandeza de Porfirio. Si sus argumentos resultaran insuficientes para los escépticos, no estaría de más recordar que, sin su biografía de Plotino, estudiada y comentada por Marcelo Ficino en el jardín florentino de Lorenzo el Magnífico, el Renacimiento italiano habría sido menos brillante e influyente.
En estos tiempos de preapocalipsis global, de desintegración planetaria de la vida, de olvido unánime del espíritu y de que su único alimento es la belleza, la reciente reedición de la versión al francés (Editions Belles Lettres, 2019) de la Carta a Marcela es la más oportuna (edición castellana en Biblioteca Clásica Gredos). Su lectura nos recuerda nuestra fatal atracción por el Mal. Una deriva perversa cuya superación no la encontaremos, como piensan los líderes mundiales del momento, en un tratado de economía política, sino en la convicción de que el Bien y la Belleza son los fundamentos de una sociedad justa y una polis ejemplar. La Carta a Marcela es un opúsculo precioso de un hombre convencido de estos argumentos que expone de la manera más afectuosa y clara a su fecunda compañera. Porfirio, a comienzos del año 303, es llamado al Concilio de Nicea convocado por Dioclesiano para enfrentar la irresistible difusión de la fe cristiana. La larga carta es una “consolación” a través de la filosofía, no otra que el neoplatonismo heredado de su maestro, y cuya vigencia era indiscutible, si recordamos que Platón era el filósofo más difundido y respetado en el imperio durante ese ansioso siglo IV. Desde el principio, Porfirio expone su teoría, según la cual las religiones, como el cristianismo, se ocupan de las deidades inferiores (kakos daimona), mientras que a la filosofía le correspondían los verdaderos dioses (theos). Aun en en la precariedad económica en la que deja a Marcela y sus siete hijos, insiste en la necesidad de aferrarse a la “única cuerda de confianza que es la filosofía”. Y le recuerda lo que saben todos los ascetas, que “no es llevando una vida fácil como los hombres adquieren los bienes verdaderos”. Y que es con los “ojos de la razón y no con los de la pasión” como el hombre puede regresar del exilio del alma en que se encuentra. No es fácil el camino hacia el verdadero bien. Y en esto recuerda a C.G. Jung, quien, de acuerdo a Hillman, recuerda a su vez a Plotino, “inventor del inconsciente” y del inconsciente colectivo, con su teoría de la “psique universal”. Para Porfirio, como para el psiquiatra suizo, el alma debe descender a lo más bajo, “el descenso al exilio de la tierra”, una especie de opus nigrun en los términos alquímicos de Jung, para que, gracias a la filosofía, se cumpla el ascenso hacia los dioses, la cura en el caso del análisis. Un itinerario no exento de riesgos:
Así como no es posible alcanzar las cimas de las montañas sin peligros y grandes esfuerzos, no se podría regresar de los abismos del cuerpo a través de sus caídas que son el placer y el facilismo. La ruta pasa por el trabajo y el recuerdo de la caída… De allí que los más sabios hayan concluido en que el dolor, más que el placer, contribuye a sernos virtuosos, y que sufrir puede ser bueno para hombres y mujeres para evitar antes que se hinche el alma ablandada por el placer. Porque es necesario que la adquisición de todo bien haya estado precedido por difíciles pruebas… Y no son los hombres que viven en el placer los que se remontan hacia Dios, sino aquellos que han aprendido a soportar noblemente grandes pruebas.
Las enseñanzas de Porfirio, tal como las expone a Marcela, recuerdan de manera inquietante la prédica fundamental del cristianismo, tal como la expusieron Origines, a quien Porfirio parece haber conocido, y Agustín. Estas coincidencias no habrían sido completamente de su agrado. Convencido de la superioridad de su teología y consciente de la creciente amenaza de nuevos cultos, escribió, durante su estadía siciliana, contra los cristianos, un tratado hoy desaparecido. Para el discípulo de Plotino, el cristianismo no podía considerarse una verdadera religión. Era demasiado lo que había tomado indebidamente del judaísmo para que pudiera ser considerada de ese modo. En su opinión, los escritos fundadores del judaísmo nada tienen que ver con la exposición cristiana. Por otra parte, los evangelios, no sin buenas razones, le parecían incoherentes y habrían deformado las enseñanzas de Cristo. Le parece absurda, irracional e inaceptable la concepción que tenían de Dios. Nada de esto impidió que los teóricos de la tradición crisitana se hiciesen de sus intuiciones y de las de su maestro Plotino para adaptarlas a la doctrina. No deja Porfirio de exponerle a su esposa, viuda y madre de siete hijos, su teoría de las pasiones, hablando más como un psicoterapeuta que como un filósofo:
¿Acaso no es cierto que las pasiones son enemigas de la salud del alma, que la incultura es la madre de todas ellas y que la cultura no reside en la adquisición de un conocimiento enciclopédico sino en el rechazo de todas las pasiones del alma? En el origen de las enfermedades del alma se encuentran las pasiones. Es decir, el vicio y todo vicio es vergonzoso y enemigo de lo Bello. Y habida cuenta que lo Divino no es otra cosa que lo Bello es imposible acceder a él a través del vicio.
Hacia el final, le recuerda a Marcela uno de los preceptos de Epicuro: “Despojándonos de todo apetito y de toda esperanza por las cosas efímeras nos convertimos en dueños de nosotros mismos. Porque se es infeliz por miedo o por un anhelo ilimitado y vano”. A su regreso a Roma, le quedaban a Porfirio unos años para disfrutarlos al lado de Marcela, la afortunada destinataria de este texto iluminado, verdadero “testamento del paganismo”.
Alejandro Oliveros
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