Perspectivas

¿Por qué el Antropoceno no cree en cuentos?

FotografÍa de Shinobu Sugiyama | Flickr

22/10/2021

 “Los actos contra la naturaleza engendran disturbios contra la naturaleza.”

William Shakespeare: Macbeth.

Prometeo fue un titán castigado por Zeus por haber robado el fuego divino del Olimpo para después entregárselo a los mortales. Con el fuego llegaron todas las técnicas que permiten que el hombre viva de forma civilizada. El castigo que el padre de los dioses le impuso al filantrópico titán tiene como función la de alertar sobre los peligros de la tecnología en manos de los humanos.

El romanticismo, con su pulsión rebelde, amputó esa profunda lección del mito y pasó a alabar la desmesura prometeica, la desobediencia titánica. Marx llegó a afirmar que la figura de Prometeo destacaba entre los hombres y lo dioses. El entusiasmo marxista tuvo lugar en pleno siglo XIX, donde los positivistas soñaban que la tecnología podría resolver todos los problemas humanos.

En el siglo XX, las dos guerras mundiales nos despertaron abruptamente de ese sueño tecnocrático. Las alarmas sonaron especialmente con los campos nazis de exterminio y las explosiones nucleares sobre Japón. Luego, ya adelantada la segunda mitad del siglo, comenzaron a surgir los síntomas de la crisis ecológica.

Eso nos ha obligado a tomar conciencia de que la historia humana ha transcurrido en un paisaje natural que nos ha sido relativamente amable. Ese tiempo geológico ha sido bautizado como Holoceno. En ese escenario, hemos realizado el periplo de salir de las cavernas hasta enviar sondas e investigar el espacio sideral. Era difícil prever que la evolución humana tuviese consecuencias negativas a escala planetaria.

Si hacemos una revisión de la historia de las ideas que han promovido a la mentalidad positivista, podemos poner a la filosofía de Descartes, a comienzo del siglo XVII, como la piedra fundamental del culto a la ciencia y la tecnología.

La primera regla del método cartesiano es la evidencia, es decir, solo aceptar lo que sea claro y distinto a la inteligencia científica. Por esa razón, las humanidades fueron rechazadas por su afición a las emociones y a la ambigüedad.

La segunda regla del método cartesiano es el análisis, es decir, reducir el problema a sus elementos primarios, lo cual será la declaración de principio del reduccionismo. Nada se puede entender si no se divide hasta alcanzar sus componentes básicos, y resulta que dichos componentes son materiales y su forma de comportamiento es mecánica. En otras palabras, el materialismo y mecanicismo serán los supuestos de esta nueva metodología.

La formulación del método cartesiano será la partida de nacimiento de la modernidad. Si bien a la modernidad le debemos el desarrollo de la ciencia, esta vendrá acompañada por su ideología: el cientificismo, la tentación de negar que puede haber explicaciones fuera de la ciencia física y de las matemáticas.

El cientificismo se convirtió en la licencia para explotar la naturaleza. Adiós a los bosques mágicos y sagrados. La explotación industrial más el consumismo condujeron a la crisis ecológica. Todavía hay más. La capacidad humana por modificar al medio ambiente ha dado lugar a una nueva era geológica: el Antropoceno.

¿Qué es el Antropoceno?

El Antropoceno es un término construido a partir de las palabras griegas “anthropos”, hombre o humano, y “kainos”, nuevo. Desde el punto de vista etimológico, vendría a significar algo así como época reciente caracterizada por la acción humana. Mientras que, desde el punto de vista científico, dicho termino designa el concepto de una época geológica para suceder o reemplazar al denominado Holoceno, la época actual del período Cuaternario en la historia terrestre.

Dicho concepto ha sido propuesto por una parte de la comunidad científica para dar cuenta del significativo impacto global que las actividades humanas han tenido sobre los ecosistemas terrestres, especialmente el fenómeno de las extinciones masivas. El concepto ha resultado algo polémico. Algunos lo consideran más político que propiamente geológico. Tampoco hay un acuerdo definitivo sobre sus límites temporales. Algunos identifican su comienzo con el de la revolución industrial, es decir, a finales del siglo XVIII. Otros prefieren identificarlo con el comienzo de la agricultura en la prehistoria.

Lo que sí resulta evidente es su alusión a la crisis ecológica, la cual se ve corroborada por el continuo aumento del nivel de dióxido carbono, y el hecho de que no se avizore freno en esa subida. De la misma manera, hay un progresivo calentamiento global. A esto se agrega el aumento de la acidificación en los océanos. Por si fuera poco, sigue en progreso la destrucción de los hábitats naturales y el colapso de especies y ecosistemas. Se escuchan voces que alarman que vamos hacia el abismo y que hay no punto de retorno.

Todo parece indicar que hemos trasgredido con creces aquellas advertencias que formuló el famoso informe de 1972, Los límites del crecimiento, redactado por un equipo de especialistas del MIT, encargado por el Club de Roma. La conclusión del informe fue la siguiente: “Si el actual incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantiene sin variación, alcanzará los límites absolutos de crecimiento en la Tierra durante los próximos cien años”.

Somos culpables del pecado de la soberbia, pues no hemos respetado los límites de la naturaleza. La imprevisión gobernó nuestra conducta durante estas décadas. Se puede pensar que nuestra actitud respecto al planeta no parece diferente a la de un parásito que fagocita al organismo anfitrión hasta llevarlo a la muerte.

Fotografía de SEYLLOU | AFP

Negacionistas y pesimistas

Ante la realidad, una actitud posible es la de los negacionistas.  Frente a los hechos demostrados científicamente, que corroboran la realidad del cambio climático, hay quienes se muestran desconfiados. Las motivaciones van desde el cinismo hasta el autoengaño ideológico. En todas ellas hay mucho de disonancia cognitiva. El expresidente Donald Trump parece encarnar todos estos motivos. En 2018, ante un reporte de la misma Casa Blanca sobre los riesgos del calentamiento global, Trump expresó un despectivo: «No me lo creo». Muy poco le importó al entonces presidente estadounidense que el estudio estuviera respaldado por 300 científicos de 13 agencias federales diferentes.

A pesar del escepticismo malcriado o irracional, parece innegable que un cambio catastrófico está en progreso. Antes de que podamos pensar en soluciones para contrarrestarlo, debemos admitir que hay un problema. Aquí tiene lugar la segunda posibilidad, la cual consiste en la aceptación de lo inevitable. Esta actitud estoica está representada por Roy Scranton, escritor de prestigio y profesor de la Universidad de Notre Dame, donde ocupa el cargo de director de la Iniciativa para las Humanidades Medioambientales.

Scranton es autor del libro Aprender a vivir y a morir en el Antropoceno. Reflexiones sobre el cambio climático y el fin de una civilización (la edición original en inglés es del 2015). Ya el título tiene un tinte pesimista. Nos presenta la situación actual con matices oscuros. Llega a la conclusión de que no hemos podido evitar el calentamiento global y, como consecuencia, la actual civilización consumista, propulsada por carbono, está virtualmente condenada. Por tanto, no existe ninguna opción alternativa para mantener los mismos niveles de calidad de vida.

La idea principal de este texto es que, si aprender a morir como individuos implica desapegarnos de nuestra personalidad y aceptar nuestra finitud, aprender a morir como civilización implica desprendernos de la forma de vida consumista a la que estamos acostumbrados y, además, entender que nuestra especie también es mortal. ¿Estamos en capacidad de hacer ese cambio? Scranton parece encontrar una remota posibilidad si la humanidad se adapta a los estrechos límites que establece la naturaleza.

En un artículo reciente Scranton rechaza toda forma de narración optimista sobre el porvenir. Denuncia que las historias que plagan los medios de comunicación son evasivas y no dan cuenta del problema al que nos enfrentamos. Por eso, estamos más dispuestos a seguir una saga sobre superhéroes que en enterarnos de los peligros que amenazan nuestro ecosistema.

En el fondo, Scranton no renuncia a la narración, sino que la sustituye por otra de naturaleza pesimista. Es muy probable que su visión apocalíptica del Antropoceno pueda convertirse en una invitación a la inacción. Si es inevitable su advenimiento, entonces, ¿vale la pena luchar o vivir? Seguramente nos embargaría la depresión. En consecuencia, nos despreocuparíamos de la política y de esforzarnos por embellecer la vida para sumirnos en un estado neurasténico.

La manera que presenta Scranton su pronóstico recuerda a la película Melancolía, de Lars Von Trier, donde la Tierra chocará irremediablemente contra un astro excéntrico. El argumento de ese film gira en torno al terror y la angustia que sufren las personas mientras esperan la llegada de esa catástrofe sideral.

¿Hay esperanza?

Tanto el negacionismo como el pesimismo se basan en las expectativas. En un caso, se evaden las probabilidades negativas, en el otro se exaltan hasta la desesperación. En ningún caso se asume la esperanza.

En tal sentido, parece mucho más inteligente la posición de Manuel Arias Maldonado, politólogo y profesor de la Universidad de Málaga, en su libro Antropoceno (2017). Arias está tan consciente de la realidad como Scranton, pero cree que es importante introducir en la conciencia planetaria la “esperanza social” de la que habla Richard Rorty, quien insiste en que una sociedad exige una visión positiva de su porvenir basada en la solidaridad humana.

Debemos agregar que, para lograr esa visión, se requiere una nueva narrativa. Una que vea la situación en términos de desafío. El historiador británico Arnold Toynbee llamaba la atención sobre el hecho de que las civilizaciones que han logrado sobrevivir y, además florecer, son aquellas que no se han quedado lamentándose frente a las adversidades, sino que han sido capaces de aceptar los retos a que los ha conducido el destino.

Se puede estar de acuerdo en que no es aceptable una fabulación de optimismo panglosiano, pues es necesario enfrentar el hecho y luego disponernos a responder con acciones inteligentes y realistas. No es asunto de mero optimismo, sino de coraje para cambiar la forma de pensar y confiar en nuestras capacidades para producir cambios en nosotros mismos que repercutan en nuestra forma de adaptarnos a las nuevas condiciones.

Además del cambio de actitud, se requiere también desarrollar un nivel superior de conciencia. La crisis ecológica ha sido producida por la mentalidad modernista, la cual Ken Wilber ha descrito como propia de la cosmovisión “Planilandia”, pues supone un mundo chato, donde todo ha sido reducido a materia y a explicaciones cuantitativas.

Esto supone que hay salida si podemos pasar de la conciencia modernista a la transmoderna, la cual nos anuncia Jean Gebser con el nombre de “estructura integral”. El posmodernismo no es más que la conciencia de la insuficiencia de la modernidad, pero sin superarla. En todo caso, nuestra apuesta debería ser por una mutación mental que sea capaz de trascenderla.

Todo esto requerirá una nueva narración. Para eso, volvamos al mito de Prometeo. Zeus castigó al titán encadenándole a una roca donde cada día un águila le comía el hígado, el cual se regeneraba espontáneamente. Por otra parte, también la humanidad recibió un castigo. El padre de los dioses creó a una hermosa mujer de nombre Pandora y le encargó una caja que no debería abrir de ninguna manera. Al final, la curiosidad la indujo a abrirla. Inmediatamente salieron todas las desgracias que aquejan a la humanidad. En el fondo de la caja quedó un lindo pajarito que simbolizaba la esperanza. En consecuencia, ante la realidad ineludible del colapso medioambiental, debemos aprender de la sabia frase de Martin Luther King: “Si supiera que el mundo se acaba mañana, hoy todavía plantaría un árbol”.


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