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Política de las pasiones

19/06/2021

Baruch Spinoza. 1665

La fuerza de una pasión o afecto puede superar las demás acciones del hombre.

Spinoza, Ética.

Hubo una época feliz e ingenua -que si no fuera ingenua no hubiera podido ser feliz- en que se pensaba que la política era asunto de la razón. Se creía que el régimen feliz era un problema de magnitudes, de equilibrios, de proporciones, de simetrías. Se pensaba que el recto proceder y la conducta ciudadana eran cuestión de informar, de educar, y en todo caso de castigar. Que la felicidad de la patria consistía simplemente en encaminarla hacia el bien. Que con eso, nada menos, era más que suficiente. Sócrates dijo, cómo olvidarlo, que había un solo bien, el conocimiento, y un solo mal, la ignorancia. Según esto, para que un fumador deje de fumar basta con informarle de los nefastos efectos del cigarrillo. Después vino Platón, y dijo que la República ideal debía tener tres partes, para imitar las tres partes de la vida, las tres partes del universo, la perfección del cuerpo humano (cabeza, tronco y extremidades). Y dijo también, cómo no, que a la cabeza de esta patria etérea tenían que estar gobernando los filósofos. Más tarde fue Aristóteles, con su probada vocación de aguafiestas, el que mandó a todos a poner los pies sobre la tierra. Dijo que la ciudad ideal no era cuestión de ideas, sino más bien de cosas más concretas como el tamaño del territorio (mégetos), la posibilidad de autoabastecerse (autárkeîa) y el número de los ciudadanos. Que la perfección de la ciudad tenía que ver más bien con su buen funcionamiento. Era, digámoslo así, un asunto más bien fisiológico. Todas estas teorías tenían como centro y protagonista a la razón, porque en aquellos tiempos felices y remotos se creía de veras que la razón bastaba y sobraba para alcanzar la felicidad, individual como colectiva.

Pero el mayor de los aguafiestas fue Spinoza, el filósofo judío y holandés descendiente de sefarditas castellanos que emigraron primero a Portugal y después a Ámsterdam. Russell dijo que fue “el más noble y más amable de todos los grandes filósofos”. “Ningún filósofo fue tan digno; pero tampoco tan injuriado y odiado”, dice Deleuze en la biografía que le dedica. Spinoza, se atrevió a desmentir por primera vez a los griegos. Había leído cuidadosa y críticamente a los estoicos y sabía que para ser verdaderamente feliz había que saber dominar las pasiones. Los estoicos habían dicho que había que eliminar las pasiones porque ellas eran una “enfermedad del alma” (psykhôn nóson). Que había que extirparlas, arrancarlas de raíz como si se tratara de un tumor. Spinoza pensaba, por el contrario, que era imposible acabar con las pasiones, que era vano luchar contra ellas, y que no quedaba otra que aprender a convivir con ellas y dominarlas en el mejor de los casos.

Spinoza sabía mucho acerca de la felicidad porque había sido profundamente infeliz. Escribió algunos de los tratados racionalistas más brillantes jamás escritos. Había leído muy bien a Parménides y aprendió que todo cuanto existe es Dios, o lo que es lo mismo, naturaleza. Como el maestro de Elea, también se atrevió a decir que Dios lo es todo. Que Dios está en todas partes, aun donde no lo podemos percibir, y que también nosotros somos parte de Él. Consecuentemente pensaba que las pasiones, aun las más inconfesables, también forman parte de Dios, de la mente de Dios. Incomprendido por los de su tiempo, a los veinticuatro años fue apartado, desterrado y maldito por sus correligionarios, los judíos de una ciudad que se jactaba de ser de las más tolerantes de Europa, como era Ámsterdam en el siglo xvii. Recuerdo que hace años pude visitar la sinagoga donde fue leído su herem, su anatema. Simplemente quería conocer el lugar donde fueron pronunciadas semejantes palabras:

“Excomulgamos, expulsamos, execramos y maldecimos a Baruch de Spinoza… con la excomunión con la que Josué excomulgó a Jericó, con la maldición con que Eliseo maldijo a sus hijos y todas las execraciones escritas en la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito durante el sueño y maldito durante la vigilia; maldito cuando salga y maldito cuando regrese. Que el Eterno jamás quiera perdonarlo. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra él abandonándolo al maligno con todas las maldiciones del Libro de la Ley. Que su nombre sea borrado de este mundo. Ordenamos que nadie tenga ningún tipo de comunicación con él, oral ni escrita, ni prestarle ningún favor, ni estar con él bajo el mismo techo, ni acercársele a menos de cuatro codos, ni leer nada escrito por él”.

Entonces Spinoza se puso muy triste. Se encerró y se dedicó a escribir y a pulir lentes, que era su oficio, quizás por ver mejor a Dios e interrogarlo, y que le dijera si estaba equivocado. Tan triste se puso que pensó en emigrar a Curazao o a Coro en Venezuela (si es que queremos creerle a alguna frase perdida en una de sus cartas), donde entonces había muchos judíos que hubieran podido acogerle.

Está claro que la filosofía no pudo volver a ser la misma después de Spinoza. Irremediablemente había dejado de pertenecer al límpido y preciso mundo de la razón para convertirse en algo mucho, muchísimo más complicado. Digámoslo así, después de Spinoza la filosofía perdió su inocencia. Tampoco la política pudo ser la misma. A partir de Spinoza se entendió que el dominio de las pasiones era parte fundamental en los asuntos del poder. Que el gobierno y el apoyo de las masas dependía de las pasiones de una forma mucho más directa y decisiva de lo que jamás se había pensado. Así, la manipulación de las pasiones pasó a convertirse en parte fundamental de la política, a medida que se iba alejando de la ética. Hoy las estrategias de la manipulación y el marketing político alcanzan unos niveles de sutileza y perversidad insospechados, para consumo y deleite de populistas, tiranos y demagogos. Ni en los más procaces sueños del florentino Maquiavelo.


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