Notas con caneta

Poética personal de la Gran Guerra

Fotografía de Daily Mirror

07/04/2018
“Uno nunca debe poner un rifle cargado en el escenario si no se va a usar”
Antón Chéjov

La primera conversación perdurable con Amanda fue sobre Walter Benjamin y la Primera Guerra Mundial. Amanda sentía una fascinación por Benjamin casi exasperante. En ese entonces, yo no lograba captar ni comprender del todo las razones de ese interés tan apabullante. Muchos años después, no sólo pude comprender mejor a aquella Amanda sino su forma fragmentaria de pensar y de decir se convirtió, retrospectivamente, en una especie de formación incesante para mí, una verdadera educación sentimental y sobre todo política. Porque para ella este pensador judío era la izquierda en estado puro. Lo recuerdo con claridad, solía decir: “tanto amo a Benjamin como detesto a Adorno”. Yo asentaba con la cabeza y fingía penosamente que comprendía lo que quería decir, fingía también que no hacía falta explicar nada, y por supuesto, fingía que concordaba de forma absoluta con esa idea y, en realidad, con todas sus ideas.

Aquella vez fuimos a ver un documental sobre la Primera Guerra Mundial en el CELARG. El documental era extraordinario: una serie de imágenes rescatadas, editadas, coloreadas y sonorizadas. Pero lo verdaderamente sublime era el guion. Se trataba del documental francés dirigido por Jean François Delassus con una ilación tan brillante que ambos opinábamos que no quedaba nada más que decir. Aunque esto último más bien lo dije yo, ella lo completó diciendo: “exacto, es el problema al que aludía Benjamin, los jóvenes que lucharon en esa guerra y regresaron, quedaron mudos. La experiencia les había sido arrebatada y por lo tanto, no podían contar nada. La experiencia y el arte de narrar habían muerto de la forma más atroz y cruel. No era posible la transmisión, en el sentido tradicional; no era posible develar lo que sea que esa trágica generación vivió. Porque era una experiencia radicalmente nueva no sólo para ellos, sino para toda la humanidad”.

Yo volvía a poner mi cara de que entendía perfectamente todo lo que ella decía y comprendía la postura de Benjamin, mientras me reprochaba a mí mismo, en silencio, no haber comprado aquel par de volúmenes que había visto hacía quince días atrás en la librería Lectura de Chacaíto. En ese momento ni recordaba el título. Hoy puedo decir que se trataba de la edición de Taurus de las “Iluminaciones”. Amanda empezó entonces a contarme detalles y anécdotas de Benjamin y de la Gran Guerra. Percibí en ella la pasión por el dolor o por la evocación del dolor. De verdad lo padecía. “Fíjate, fue la primera vez que el ser humano constató en carne viva que los avances industriales y tecnológicos no representaban únicamente progreso y bienestar, sino que abrían la puerta al apocalipsis. Gas mostaza, metralla automática, lanzallamas, aviones, submarinos, barcos destructores, tanques, obuses, artillería pesada de alto calibre, minas, bombas racimo, armas químicas y todo eso combinado con la caballería, el sable, la bayoneta, los cañones antiguos, uniformes decorativos y generales que habían sido formados siguiendo los ejemplos estratégicos de las guerras napoleónicas y que pretendían que los conceptos de patria y honor podían tener algún significado. La Primera Guerra Mundial fue el fin de la humanidad. Esto que hemos vivido estos últimos cien años es una especie de confuso post-scriptum. El apocalipsis ya sucedió”. Yo escuchaba con genuino entusiasmo y además comprobaba que estaba terriblemente enamorado de ella, lo cual hacía que mis respuestas fuesen torpes y débiles. Le pregunté tontamente si había visto Senderos de gloria de Kubrick. Pero ella en ese momento sólo quería ser escuchada, y yo era tan bueno en eso que ahora me doy cuenta de que no fueron mis palabras, sino mi silencio lo que terminó conquistándola.

Ella seguía: “Benjamin era un inquebrantable optimista….¿sabes en qué consistía su optimismo? En que era un fracasado, en que todo lo que había vivido era frustrante, todo le había salido mal, su época desoladora y opresiva terminó aniquilándolo literalmente, pero todas esas penurias lo sostenían en la ardiente pasión pensadora, en la persistencia de anhelar una forma auténticamente liberadora para la cultura de masas. Básicamente era eso: Benjamin creía que el ser humano podía mejorar, en el sentido de convertirse en un ser más sensible, más curioso, más solidario y que el arte masificado podría ayudar a ese proceso. Aunque la historia había sido escrita por los vencedores, alguna vez le llegaría la palabra a los vencidos, a los no interpretados”. Allí quise tratar de contradecirla, un poco para darle más ánimo y para que desarrollara su discurso, porque yo amaba escucharla hablar de Benjamin. Para mí ese era el placer más rotundo posible: escucharla hablar sobre Walter Benjamin. Fingiendo no estar afectado, dije: “Tal vez Adorno tenía razón. El optimismo de Benjamin ha sido refutado por la historia, no sólo la historia europea, las dos guerras, etc., sino la propia historia personal de Benjamin. Adorno sobrevivió y llevó su doctrina a la forma completa”. Esperaba que ella reaccionara, que me contradijera, que sus ojos se encendieran en llamas, casi colérica, y tomara impulso para idear un discurso que me arrasaría. Pero sucedió algo triste: sus ojos se apagaron y con mirada compasiva me dijo: “Es cierto”. Luego, adelantó el paso. Fuimos a beber algo y la noche se tornó irrelevante. Supe que lo mejor ya había sucedido y que, a pesar de haber metido la pata (como siempre), no podía pedirle nada más a esa noche tan extraña, tan fragmentada, tan benjamiana.

Pocos años después recuerdo haber visto una imagen de T.S. Eliot proyectada en la pared del aula 201 de la Escuela de Letras. Se trataba de una clase llamada “Tendencias literarias contemporáneas” que dictaba el poeta Alejandro Oliveros. En esa ocasión llevó sus magníficas diapositivas sobre poetas norteamericanos. Eliot aparecía sosteniendo un sombrero, un paraguas y un portafolio. Miraba fijamente a la cámara con esa placidez que otorga la rigidez voluntaria. “Mírenlo allí, queriendo ser más británico que el Big Ben” decía Oliveros que decía alguien más. Y empezó a recitar algunos versos de la Tierra Baldía, para después detenerse en una de las famosas notas. Alguno de estos pasajes llevó a Oliveros al nombre de Jean-Jules Verdenal. Explicó que se trataba de un joven médico francés que murió en 1915 en los Dardanelos durante la Gran Guerra. Al parecer había vivido en la misma pensión que Eliot en París y compartían una profunda inclinación por la poesía, además de una estrecha amistad. Oliveros añadía que algunos críticos habían tratado de insinuar una relación homoerótica entre ambos de forma más bien penosa, y pensaban que así podrían ayudar a esclarecer algunos de los rasgos más oscuros del poema oscuro por excelencia. Lo que era innegable fue el dolor y la impresión desoladora que esta muerte produjo en Eliot y por ello evocó ese entrañable encuentro entre Estacio y Virgilio en el purgatorio dantesco marcado por el abrazo imposible: “comprenderás ahora,/ cuánto amor por ti me quema,/ cuando olvido nuestra vanidad”. En ese momento, no atendí más a la clase: evoqué de golpe a Amanda hablando sobre Benjamin. Mencionó a dos amigos del filósofo alemán que murieron también en la Gran Guerra. Este hecho volcó a Benjamin en la desazón. Su airada crítica al militarismo y su adhesión al pacifismo de la izquierda más radical representado por Jean Jaures y su airado asesinato, lo perturbaron de tal modo que pudo imaginar fragmentariamente la pesadilla infernal de las trincheras. Eso que Eliot pudo atisbar en el verso: “Tú sólo conoces un montón de imágenes rotas, donde el sol bate, /y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela/ y la piedra seca no da agua rumorosa”.

Amanda había desaparecido de mi vida; fue una especie de desvanecimiento que no sabría explicar y temo que ella tampoco. Pero durante años yo seguí conversando con ella todos los días imaginariamente y entonces supe que eran conversaciones más amplias y profundas de las que tuve en la realidad, porque ahora yo sí sentía que tenía una opinión genuina y además había desarrollado una obsesión exasperante, no por Benjamin, sino por la Gran Guerra. No paré de leer fuentes documentales sobre el Somme y Verdún. Empecé a fascinarme por la psicología y las patologías de las trincheras: la gripe, el pie de trinchera, los piojos, las ratas, la humedad, el frío, el shell-schock, las bombas racimo, las minas, los lanzallamas serpenteando su rayo dentro de las cavernas. Cada vez que alguien hablaba de alguna guerra cualquiera, yo no perdía la ocasión de explicar algo sobre las trincheras en el frente occidental. Sobre todo el pie de trincheras: “¿sabías que en la Gran Guerra, durante otoño e invierno de 1914 los soldados alemanes y franceses pasaron meses con los pies hundidos en el fango y los pantanos? Incluso las noches. Eso hacía que los pies literalmente se pudrieran, se gangrenaran y se deshicieran. Muchachos de 18 años veían cómo sus dedos ennegrecidos se desprendían de los pies al quitarse medias y botas. Nunca hubo una guerra como esa”. Así le contaba a cualquier incauto que osara hablar de violencia o guerra delante de mí. Pero mi ansiedad por la Gran Guerra tomó otro cariz cuando en septiembre de 2003 recibí la oportunidad de convertirme en profesor de la Escuela de Letras y la cátedra consistía fundamentalmente en ocuparme de la Ilíada de Homero y las tragedias áticas. Fue una especie de éxtasis: durante años hablé de Homero para hablar de la Gran Guerra o hablé de la Gran Guerra para hablar de Homero, como se quiera ver. Insistía en que para Homero el hombre era asombroso, porque podía dedicarse a la autodestrucción, y comprendía que no había nada más absurdo que una guerra, pero al mismo tiempo, la guerra era un motivo tan poetizable que había que aferrarse a la noción ciega de que, aún en el peor de los escenarios posibles, el ser humano podía sobreponerse, porque era capaz de sobreponerse a todo. Por ello ese final con un ligero toque de gracia entre Príamo y Aquiles en el poema. Aunque los dioses nos destruyan y nos enfrentemos a un destino aciago, nada podía despojarnos de la dignidad que otorga el dolor definitivo y ante eso, incluso los dioses guardan silencio y respeto.

 

Así pasaron algunos años. Siempre dediqué una o dos frases de la clase a Amanda. Era una especie de tonto ritual secreto, pero aquello me daba entereza para adentrarme cada vez más en las historias secretas del infierno de 1914. Mucho tiempo después, asistí a un curso libre sobre poesía y arte de la profesora María Fernanda Palacios. Todo lo que ella decía era fascinante para mí, pero no sólo por los contenidos, sino también porque me hacía recordar aquella sensación de mis primeras conversaciones con Amanda. Yo había sido recurrente asistente a sus cursos, dentro y fuera de la universidad desde hacía muchos años. Pero cuando ella me invitó a uno en particular sobre la Gran Guerra a propósito del centenario, supe que no podría aguantarlo, así que me vi obligado a inventar un pretexto. La profesora Palacios tenía muchas obsesiones. Yo trataba de rastrear algunas, y en mi moleskine negra tenía cartografiadas todas las señales de esa especie de itinerario secreto. Desde Mariana Pineda, Bernarda Alba y el ritmo trágico de las cinco en punto de la tarde del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, pasando por la madriguera kafkiana, el subsuelo dostoievskiano, el tono enaltecidamente trágico de Ajmátova, hasta la dulzona imaginería mítico-criolla de Lezama o Teresa de la Parra. Y sin embargo, aunque todo aquello me fascinaba hasta lo indecible, mi relación personal con María Fernanda se centraba en una especie de pasión política compartida. El temple político, por así decir, y el valor casi poético de la negociación en cualquier ámbito en el que confluyan poderes que comprenden la importancia trascendental del acto de ceder. Nunca supe bien por qué, pero mi forma de hablar de literatura con ella partía siempre desde la Política, así, con mayúsculas. Porque era otra de nuestras obsesiones comunes: siempre me comentaba sobre frases y detalles de Stalin, matices en las estrategias del bando republicano durante la guerra civil española, curiosidades repugnantes de algún líder nazi o, incluso, anécdotas tragicómicas de algún venezolano de otrora en algún cargo público. Bastaban veinte minutos de conversación con ella para dejarme semanas pensando en el asunto, cualquiera que fuese.

Aquella vez, en el curso libre sobre arte y poesía, María Fernanda tuvo un arrebato. De esos que en ella eran más bien frecuentes: toda la clase mantuvo un ritmo, una ilación, unos contornos y una forma redonda tan sostenidos que abrumaban. Desde el gusto por lo primitivo según Gombrich, dilucidó sobre los leves sentidos del conocimiento que siempre tiene un pie en la curiosidad y otro en la ansiedad, decía. Dando vaivenes por la noción mistérica de la belleza, apoyada a veces en Camus, en Brodsky, en Calasso, nos descubría que el humanismo renacimental había vislumbrado el cristianismo como misterio y aquello entroncaba con el neoplatonismo de Plotino, con el misterio de la caverna rojiza de Altamira. Entonces me ocurría el amandazo, como me gustaba llamarlo en mis apuntes: empezaba a confundirlo todo: las conversaciones, las clases y las lecturas se fundían, anegándose en mi memoria. Mientras María Fernanda hablaba, yo superponía sus palabras a las de Amanda y justo cuando eso pasaba pensaba en la Gran Guerra, en esa generación perdida, en esa tristeza de Amanda un poco misteriosa y sinsentido. Confluían todas las imágenes y volvían una y otra vez las trincheras, la noche de las trincheras. Y escuchaba a Amanda decirme: “imagínalos tratando de dormir, con la humedad pesada, los piojos, el asma, la fatiga, el dolor físico, los calambres, la tos, la gripe, la gastritis, el estupor, la paranoia, el miedo al gas mostaza…la humedad de la tierra carcomiéndolos, y cuando dormían por la extenuación soñaban con metralla y ratas. Imagínalos. ¿los ves?¿percibes el desgarramiento psíquico? Están rotos. Se descubren rotos a sí mismos”. Amanda podía además usar un tono de voz tan arcano que era como si asestara un puñal en el pecho de quien la escuchara. Mientras mi manoteada memoria discurría en esa marea de imágenes, ocurrió la más pasmosa de las sincronicidades, que mejor llamarla de una vez hierofanía. María Fernanda decidió terminar su clase en aquella oportunidad con la proyección de una imagen: la fotografía de un joven soldado de unos dieciocho o diecinueve años que, con una mirada de honda vitalidad, partía con leve sonrisa a la Gran Guerra.

Fotografía de Ernest Brooks / Imperial War Museums

Quedé en el sitio, ausente. Roberto Martínez, que se había sentado junto a mí en el salón de clases, intentó sacarme del espasmo al notar que yo no me encontraba bien. Pude reaccionar y me incorporé con dificultad a la secuencia de la normalidad de la vida y pensé que todo estaba entrelazado y todo tenía que ocurrir por alguna razón. Decidí en vano que todo ocurriera como si nada tuviese mayor relevancia para mí. Tuve la suerte de que Mario Morenza y Erika Roosen me invitaban unas cervezas en las Sardinas, donde ya nos esperaban Mata y Cuevas. El rato agradable atenuó mi conmoción y pude fingir frente a los amigos que no me pasaba nada. Walter Benjamin y Amanda, una vez más, tenían razón: la experiencia no es comunicable.

Tiempo después, ya en Lisboa, una mañana de noviembre, mientras iba regresando a casa después de la clase, me percato de que tengo varios mensajes en el teléfono celular. Se trata de Luis. Está en la estación de Chamartín en Madrid y está a punto de tomar un tren a Lisboa. Le respondo: “Vente. Acá te espero. Bájate en Santa Apolonia”. Al llegar, nos fuimos a comer y a conversar. Mientras esperamos la picanha, lo primero de lo que Luis me habla es del documental de David Mauas “¿Quién mató a Walter Benjamin?” Como es natural, vuelvo a ver a Amanda proyectada en el techo del restaurante. “Se trata de una elucubración sobre los misteriosos hechos que rodean a la muerte de Benjamin en Portbou”, me dice entusiasta como siempre. Aunque el documental ya lo había visto hacía algunos años, decidí decirle que no lo conocía. No quise interrumpir el tono maravillado de su descripción y, además, nunca quiero romper el aura amandiana siempre que aparece de improviso. Disfruté de su expresividad y su narración de las ideas sugerentes que ese documental presenta sobre la extraña muerte del filósofo. Quedó en que en su próxima visita a Lisboa me traería la película. En ese momento pensé que su siguiente visita sería quién sabe cuándo, pero resulta que Lisboa lo enganchó de tal forma que decidió volver dos semanas después con Rebeca. En una de esas noches estupendas en Bairro Alto, descubrimos el Pavilhao chinese, una especie de bar de otrora, que es en realidad un museo encubierto, repleto de objetos antiguos y colecciones de muñecos de guerra. Con estupor, me quedé mirando la mini-réplica del avión biplano albatros del Barón Rojo que colgaba justo sobre nosotros mientras bebíamos unos mojitos lamentables y teníamos unas conversaciones recurrentes sobre los atavismos venezolanos que se escapan en las historias mujeriegas de nuestros abuelos, que tanto molestan a Rebeca, siempre asertiva en sus convicciones. En ese momento, Luis me dice: “ya sé a dónde iremos mañana en la mañana. Hay una exposición de fotografía estereoscópica sobre la Primera Guerra Mundial en el Archivo Municipal. Cuando salgas de clases, te acercas y nos encontramos allí”.

Aquello lo tomé con mucha naturalidad. Era lógico: había llegado hablándome de Benjamin, nos habíamos sentado bajo el avión del Barón Rojo y al día siguiente tocaba ir a ver las trincheras de forma estereoscópica. Esa noche, por culpa de los tragos y de la ansiedad por las trincheras, soñé con Amanda.

Cabaret Voltaire. Fotografía de Michael Faris

Estábamos sentados en la Galería de Arte Nacional, en la parte exterior que da hacia los Caobos y esperábamos para entrar a la Cinemateca para ver “Solaris” de Tarkovski. Ella me hablaba de la Mano negra, de la opulencia guerrera de los Balcanes, de cómo fue que el archiduque Francisco Fernando fue asesinado de forma casi ridícula, tras una serie de desafortunados eventos. El atentado organizado por los terroristas serbios había fallado previamente; el asesino se encontró con el archiduque de frente, por casualidad y simplemente haló el gatillo. Fue como si toda Europa viera en ese evento un fatum que los condujo primero a una somnolencia subyugante que duraría semanas, y luego a un despertar de forma abrupta y carnavalesca a alistarse porque había llegado la hora casi festiva de destruir el mundo, tal como lo conocían. Las razones de esa guerra fueron muchas, pero prevaleció la sensación alemana de encontrarse rodeada por rusos y franceses, y sin colonias para su imperio. La primera Guerra Mundial sepultó a la “Belle Epoque”, produjo las vanguardias artísticas, mató a 9 millones de combatientes, defenestró cuatro imperios de golpe, desplazó el liderazgo mundial europeo para siempre, precipitó la Revolución rusa, transformó la realidad política del Medio Oriente (que aún sufre las consecuencias), destrozó la concepción cultural europea tal como era entendida y lo peor de todo: fue el origen de la Segunda Guerra Mundial. Las palabras de Amanda empezaban a mezclarse en el sueño con mis lecturas y con las imágenes lacerantes, y luego llegó la batería de preguntas que decía ella, pero las decía yo también al unísono en el sueño . ¿Sabías que Tolkien vislumbró la tierra de Mordor en las trincheras? ¿Sabías que el poeta alemán George Trakl optó por el suicidio semanas después de haber atendido como médico a cientos de soldados cuyas heridas escalofriantes nunca habían sido vistas antes? ¿Sabías que los rostros deformados por la metralla eran exhibidos en los cines propagandísticos? ¿Sabías que muchos soldados con estrés postraumático fueron fusilados por desertores? ¿Sabías que muchos soldados se auto-mutilaban para ser desmovilizados y algunos médicos detallaban las formas de esas heridas para descubrirlos? ¿Sabías que el poeta Apollinaire recibió un disparo en la cabeza en 1916 y murió dos años después mientras seguía convaleciente? ¿Sabías que los turcos acometieron el genocidio armenio aprovechando la conflagración continental? ¿Sabías que los austro-húngaros crucificaron a civiles serbios en las primeras incursiones? ¿Sabías que los franceses humillaban en exceso a los alemanes rendidos? ¿Sabías que los alemanes arrasaron aldeas belgas íntegras y utilizaron el gas mostaza por primera vez en la villa de Ypres? ¿Sabías que muchas catedrales góticas fueron arrasadas y muchos curas fueron ejecutados de forma cruel sólo porque eran de la nacionalidad “equivocada”? Luego terminaba ella diciendo: “Esos muchachos atrincherados en el Cabaret Voltaire de Zurich acuñando el dadaísmo, sabían lo que hacían; “dadá” era la palabra que les quedaba, esa escogencia casual, ese sinsentido en forma de aliteración, esa forma expresiva del bebé, ese recordatorio vejatorio de la barbarie y brutalidad humanas sólo conducían a las trincheras del inconsciente, como buscando explicación, respuestas o turbia evasión”.

Desperté malhumorado y maldiciendo a Amanda, fui a clases y con cierta reticencia me dirigí después al Archivo Municipal en la Avenida Almirante Reis. Como era de esperarse, allí parecía que no habría casi nadie, salvo la gente que trabajaba en el museo. Por supuesto, el pase era gratuito. Subí y finalmente encontré a Luis, que ya se veía claramente saturado por las trincheras: “te espero abajo” me dijo. Me quedé solo con todas esas imágenes rodeándome. Me colgué los lentes estereoscópicos y detallé cada uno de los relieves que ofrecía el efecto sobre las fotografías. La profundidad de las trincheras, su humedad, su sonido hueco, su macabra esterilidad que, sin embargo, necesita devorar almas. Me detuve en una imagen: era un muchacho francés, muy joven, bien parecido, de expresión vivaz, que no podía contener la sonrisa amplia y la mirada certera, mientras parecía lavar una camisa al borde de la trinchera. Me veía con tal simpatía, con tal irradiación de sosiego, que no pude evitar pensar que lanzaba un mensaje, que quería decir algo, casi susurrarlo: “no te preocupes, tú también vivirás tiempos interesantes”.


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