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Un interesantísimo artículo ha caído en mis manos recientemente, más bien el capítulo de un libro que busca resituar a una figura fundadora del pensamiento. “Plato in his Time and Place” (The Oxford Handbook of Plato, 2019), persigue en efecto ubicar la producción filosófica y literaria de Platón en su contexto. Su autor es uno de los más importantes clasicistas vivos. A Malcolm Schofield tuve el privilegio de conocerlo hace muchos años en un encuentro en Quebec, cuando ya era un reputado profesor de Filosofía Antigua en el St. John’s College de Cambridge. Su participación en el clásico manual de Kirk & Raven, The Presocratic Philosophers (Cambridge, 1983) le había ganado entonces una sólida fama. Después, sus brillantes estudios The Stoic Idea of the City (Cambridge, 1991) y Saving the City: Philosopher Kings and Other Classical Paradigms (London, 1999) llegaron a ser muy útiles para mi tesis doctoral. Todavía faltaba un año para que publicara, junto con otros, la monumental The Cambridge History of Greek and Roman Political Thought (Cambridge, 2000) y algo más para que publicara su definitivo estudio Plato: Political Philosophy (Oxford, 2006). Podría llamarnos la atención la cantidad de estudios e investigaciones que continúan publicándose acerca de los antiguos griegos, los inicios de la filosofía y particularmente sobre Platón. Estos estudios, salidos de las mentes más brillantes y de las universidades más prestigiosas, deberían ser argumento suficiente para los que tan alegremente anuncian la muerte de las humanidades y la inutilidad de los estudios clásicos.
La exégesis moderna de Platón afronta formidables desafíos. En primer lugar el de acercarnos a una época increíblemente compleja y trascendental, que todavía sigue deparándonos inesperadas sorpresas a medida que avanza nuestra capacidad científica de conocer el pasado. Una época en que se produjo buena parte de las ideas que hoy siguen apuntalando nuestra civilización. En segundo lugar el de vencer nuestros propios prejuicios y deformaciones heredadas, buena parte de ellos a partir del romanticismo alemán que impuso una visión eurocéntrica de una historia que le es lejana y ajena. Todavía hace unos años, en nuestras universidades se pretendía que estudiáramos a los filósofos griegos por las Lecciones de Historia de la Filosofía de Hegel, que fue publicada en 1833 y cuya primera traducción al español fue hecha más de un siglo después, en 1955.
Actualmente, una evolución y una apertura en nuestra forma de concebir la antigüedad nos ha permitido comprender algo que nos resulta totalmente obvio, pero que antes no lo parecía tanto: que la obra de un autor, por genial que sea, está profundamente condicionada por un aquí y un ahora. También nos ha llevado a franquear con más libertad los antes infranqueables límites entre los géneros literarios, ayudándonos a apreciar mejor a ese magnífico escritor que, al margen de sus ideas filosóficas, fue Platón. Y finalmente, nos ha ayudado a comprender que el llamado “milagro griego” no es tan milagroso ni tan específicamente griego como nos enseñaron a creer, sino producto de un dilatado e intenso intercambio entre las culturas del Mediterráneo oriental y del Cercano Oriente. El “milagro” de los griegos, si lo hubo, fue el de haber fundido todas esas tradiciones aportando las propias, y habérnoslas legado de manera crítica en sus escritos. Claro que no es poca cosa.
Platón tuvo la fortuna de vivir, pues, en el lugar y en el momento en que se produjeron muchas de las ideas que todavía hoy sostienen nuestra civilización. Esto no quiere decir que haya sido una época feliz. Antes bien, fue un tiempo dramático marcado por la guerra y los conflictos internos. Provenía de una familia aristocrática. Por su padre era descendiente de los primeros reyes de Atenas, por su madre estaba emparentado con Solón; Critias y Cármides, que serán miembros de la dictadura oligárquica de los Treinta Tiranos, eran su tío y su primo. Comenzó a seguir a Sócrates seguramente cuando todavía era un adolescente, en una época en que la cultura ateniense florecía gracias a la tolerancia y la libertad intelectual que precisamente ofrecía la democracia. Entonces, la filosofía era concebida como una actividad -esto es importante- y no como un “sistema coherente” de ideas y de conceptos al estilo de Spinoza o Kant. Este es un error en el que se ha incurrido: no entender que para los antiguos griegos la filosofía estaba lejos de ser un sistema cerrado, sino más bien una indagación abierta, existencial, humana.
Pronto Platón pasó a formar parte del círculo más íntimo de los seguidores de Sócrates. Los estudiosos están de acuerdo en que el juicio, la condena y muerte del maestro en el 399 a.C. significó para el joven discípulo un violento trauma. Y no solo para él. Además de Platón y Jenofonte, cuyas obras conservamos, otros seguidores de Sócrates como Fedón, Esquines, Euclides y probablemente Antístenes escribieron diálogos ficticios a la manera de las conversaciones que solía mantener el maestro, con el propósito de mostrar su carácter, personalidad y los verdaderos temas de su filosofía. Con el fin sin duda de lavar su imagen. Sin embargo, nadie como Platón escribió tantos sôkratikoí lógoi, como les llamó Aristóteles (Poet. 1147 b 11). En palabras de Schofield, Sócrates se convirtió en una continuing and dominating obsession para Platón, de manera que prácticamente toda la producción del más vigoroso y fértil pensador de Occidente se puede entender como un homenaje a su maestro y una recreación de su filosofía. La muerte de Sócrates no solo se convirtió para Platón en un trauma vivencial que le afirmó en su desconfianza y repulsión hacia la democracia, sino también existencial, pues le llevó a replantearse las relaciones entre política y filosofía, su propio lugar como pensador en la ciudad.
A partir de cierta lectura tradicional del Gorgias o el Ión, se nos ha enseñado que Platón menospreciaba las tékhnai, las técnicas, a las que consideraba inferiores al conocimiento verdadero, aquel que surge no de la empeiría, la experiencia, sino de la epistême, la ciencia. Esta lectura ignora el contexto cultural. En las últimas décadas del siglo V, que es cuando Platón sitúa la mayoría de sus diálogos, hay una verdadera avalancha de tratados que asumen el conocimiento de casi todo como una “técnica”. Son tiempos, que algunos han llamado la “ilustración ateniense”, de la aparición de los primeros Tratados Hipocráticos, que enseñaban las mejores técnicas para alimentarse y mantenerse saludable. También Jenofonte, años más tarde, escribirá un librito Sobre la equitación y otro sobre los gastos domésticos, el Económico, a la manera de tratados técnicos. La técnica como herramienta de progreso, en un famoso pasaje del Prometeo encadenado (476-506), el titán enumera todas las técnicas que enseñó a la humanidad: la medicina, la adivinación, los sacrificios, la navegación y el uso de los metales. “En una palabra, los mortales han recibido todas las técnicas de Prometeo”, se ufana.
También en la República (331 e), Platón revisa la idea de que la justicia es “dar a cada uno lo que se debe”, y la compara con la “técnica de la medicina”, en el sentido de que ésta consiste en dar la salud a quien corresponde. ¿Es acaso la justicia también una tékhnê? Obviamente Platón jamás llegaría a tal extremo, pero la comparación nos lleva a una idea perspicaz: gran parte de la obra platónica puede leerse como un intento de delimitar lo que es una técnica de lo que no, o lo que es igual, de descubrir aquellos conocimientos que no deben ser considerados como una técnica.
A la época de la ilustración ateniense, este tormentoso período de revolución intelectual, también se le ha llamado la edad de los Sofistas. En sus orígenes, la palabra “sofista”, sophistês, designaba a un hombre sabio, prominente debido a su intelecto o algún tipo de talento. Dos generaciones antes que Platón, Herodoto llama por igual sophistês al legislador Solón de Atenas, a un pensador místico como Pitágoras y a un adivino y vidente como Melampo (Hist. I 29, II 49 y IV 95). Sin embargo, esto ha cambiado para la época en que Platón escribe. En sus páginas, como en las de Jenofonte y las de Isócrates, aparece ahora una connotación más específica: alguien que cobra por enseñar. De hecho pensadores como Protágoras de Abdera, Pródico de Ceos o Hipias de Élide, epítome éste del espíritu sofístico, viajaron por el mundo griego dedicándose a esta lucrativa actividad, y fueron en Atenas presencias destacadas al momento de comenzar la guerra del Peloponeso en el 431. Contra ellos disparará Platón una y otra vez, contra ellos y contra la técnica que consideraba más nociva: la retórica. No solo estaba interesado en salvaguardar la filosofía, el “conocimiento verdadero”, de ser tenida como una simple tékhnê, sino también en dejar muy claro de qué lado estaba su maestro.
Fue W.K.C. Guthrie quien escribió en su Historia de la filosofía griega (Cambridge, 1975) esta frase genial: “Platón fue una figura de postguerra que escribió en una Atenas con un temperamento intelectual diferente. Cuando subió a su escenario a los gigantes de la era sofística, los estaba recordando de entre los muertos”. También recordaba, y cómo, a Sócrates. Pero Platón no escribió solamente para sus contemporáneos. De los traumas y obsesiones más sangrantes de su pasado construyó una obra que, lo sabía, sería leída en el futuro. Es quizás esa mezcla de anécdota y saber, de contingencia y eternidad, uno de los secretos de su fortuna.
Mariano Nava Contreras
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