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Pierre, la “otra” novela de Herman Melville

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01/08/2019

Hoy 1 de agosto de 2019, se cumple el bicentenario del escritor estadounidense Herman Melville, conocido por la novela Moby-Dick. Compartimos un texto de Alejandro Oliveros publicado en Prodavinci el 3 de diciembre de 2016

Herman Melville (1870) retratado por Joseph O Eaton

Pierre o las ambigüedades es la “otra” novela de Herman Melville, mejor conocido por las mayorías por ser el autor de Moby-Dick, una las novelas más famosas y acaso menos leídas; algunas minorías conocen a Melville por ser el autor de tres pequeñas joyas de la narrativa moderna: Benito Cereno, Billy Budd y Bartleby, el escribiente; y por ser un poeta inspirado y original. Por supuesto, no fueron sus únicas incursiones en la narrativa extensa: Israel Potter es un libro ajustado, bastante fascinante; lo mismo Taipi y Omoo, ambientadas en el lejano Pacífico, o Redburn y White-Jacket, todos preludios a la magna épica de la ballena blanca.

Pierre no es sólo la “otra”, la menos conocida (la ilegible, en la opinión hasta ese día respetable de James Wood, profesor de crítica literaria en Harvard), sino la última que escribió el desengañado Melville, incomprendido por todos y consolado apenas por él no menos genial Nathaniel Hawthorne. En realidad se trata del séptimo de sus proyectos novelísticos, escrito inmediatamente después de Moby Dick, en medio del desencanto ante la respuesta adversa o indiferente de la crítica frente a su opus magnumPierre es la más autobiográfica de todos y en el subtítulo, o las ambigüedades, se insinúa el carácter desdoblado, ambiguo de la personalidad de Melville: seguramente homosexual; presumiblemente ateo o, mejor, pagano; novelista-poeta o poeta-novelista; clásico y transgresor; romántico sin romanticismo; integrado y marginal.

Pierre o las ambigüedades es una novela 100% Melville, si es que esto quiere decir algo: realista y fantástica; apasionante y agobiante; psicológica y social, pero siempre admirable. Cuenta la triste historia de un joven patricio del estado de Nueva York, hijo único y huérfano de padre, cuya dominante madre (“castrante”, decían en el siglo XX) lo tiene destinado para continuar la sana tradición de aquella aristocrática familia blanca, sin que el joven ofrezca ninguna oposición. Las ambigüedades de esta relación madre-hijo único, en una narrativa donde todo es oblicuo, son evidentes desde las primeras páginas del libro. “Hermana María” es como el protagonista llama a su madre, mientras ella le corresponde “Hermano Pierre”. La devoción del joven lo llevó a jurar que si alguna vez un hombre le proponía matrimonio a su viuda madre, él se encargaría de hacerlo desaparecer de la faz de la tierra: “el romántico amor de Pierre parecía completamente retribuido por el orgullo maternal de la madre”, nos asegura el narrador. Completando un inquietante triangulo, se encontraba el recuerdo del “querido y perfecto” padre. Tanta perfección, como se verá más adelante en la novela, es otra de las ambigüedades a las que hace alusión el subtítulo. “Querido y perfecto”, como supuestamente lo era, era oculto a los suyos la existencia de una hija habida fuera del matrimonio.

Como en Moby Dick, como Shakespeare en la mayoría de los casos, Melville fomenta el suspenso con reiteradas premoniciones que anuncian el trágico desenlace. Así, cuando, en una conversación de sobremesa, Pierre lamenta la acontecida historia de Romeo, la madre le recuerda que el joven amante de Verona fue el único culpable de sus desgracias por “haber desobedecido a los padres”, por “haberse casado contra los deseos de la familia”. Pero lo conforta, asegurándole que su suerte no tiene nada que ver con la del héroe shakesperiano, porque ella se había ocupado de encontrar la novia ideal, la rica, joven y hermosa Lucy Tarrant. El lector, que por primera vez se acerca a esta historia, sospecha que, como en Benito Cereno, la ironía de Melville está en acción y que al pobre Pierre le espera un destino no menos infeliz que el de otros protagonistas melvillianos.

Como los viejos marinos que desconfiaban de una racha de buen tiempo, respirando el clima adverso del futuro en las condiciones excesivamente favorables del presente, el lector de Melville sabe que aquellos tiempos arcádicos, lleno de sol, del noviazgo de Pierre y Lucy, no serán dilatados, y que los nocturnos nubarrones, imperceptibles para la mayoría, ya asoman su violencia destructora en el no distante horizonte. Y, como bien puede suceder, por aquello de que donde está Helena está Troya, los nubarrones tienen nombre y apariencia de mujer; Isabel en este caso, cuyos orígenes pertenecen al misterio.

Las lecturas preferidas de Pierre no hacen sino reforzar los presentimientos: Dante (”Malhadada la hora en que comencé a leer a Dante”) y Hamlet, pero con una Ofelia desdoblada en Lady Macbeth. El turning point del destino de Pierre se presenta como una espectacular epifanía, una de las más memorables de la narrativa del XIX, un período no precisamente ayuno en tales episodios (Hoffmann, Novalis, Nerval, Balzac, Eliot, Tolstoy hicieron uso con largueza y habilidad de este recurso). En una visita con su madre a la casa de unas viejas y ominosas tejedoras, la atención de Pierre es secuestrada por la mirada de una joven que acaba de recuperarse de un repentino desmayo, aparentemente provocado por la presencia del joven. “Presentimiento y verificación” es como se llama el capítulo que describe el encuentro en uno de los altos momentos de la novela. Con el existencial romanticismo que lo caracteriza, el autor se extiende en la fantástica ocasión. De la joven que se había desvanecido, con un grito que le llegó al corazón, es la mirada que “por un instante fugaz, surgiendo de un rostro con algo de sobrenatural, se encontró con la de Pierre… todo el amor maravilloso y la maravillosa soledad se dirigían hacia el implorando desde aquel rostro inmemorial”. No podía escapar a la Hermana María el efecto que aquel intercambio produjo en el Hermano Pierre: “Esto es muy extraño, de la manera más simpática te pregunto y respondes con una voz que parece salida de la tumba de tu bisabuelo”.

Al presentimiento seguirá la verificación cuando, la noche siguiente, de manos de un oscuro mensajero, Pierre reciba una carta de la misma joven que lo impresionó en la casa de las Parcas. “Pierre, tú no eres el único hijo de tu padre”, comenzaba diciendo. Y, como si poco fuera, y en el tono más destemplado, continuaba: “Oh, hermano, mi querido, querido Pierre, ayúdame, ven, moriré sin ti; piedad, piedad, me congelo en este ancho, ancho mundo; sin padre, ni madre, ni hermana o hermano o una persona que me tenga afecto. No puedo seguir viviendo como una fugitiva, querido Pierre. Ven ya, Pierre… Ven mañana al anochecer, no antes, no de día, no de día. Tu hermana Isabel Banford”. No se recibe una carta como esta impunemente. Me gusta creer que Thomas Hardy, aunque dudo que lo haya reconocido, tuvo en mente este libo cuando escribió la historia no menos trágica de su Jude el Oscuro. Y en otra de sus narraciones, una de estas misivas inesperadas determina la existencia del protagonista y Hardy nos recuerda que “la letra mata”.

Lo que sigue son 450 páginas de tropiezos y amarguras, separaciones, maldiciones amargas sorpresas y tragedia para nuestro protagonista. Con el elevado propósito de mantener a su madre ignorante de la situación que, piensa Pierre, habría acabado con ella, aunque sospecho que la Hermana María estaba al tanto de todo, nuestro héroe se acoge a una ristra de decisiones unas más infortunada que la otra. Como la de llevarse a Isabel lejos para evitarle a la madre el desengaño. Pero la Hermana María no responderá con el mismo amor y, sin miramientos, echara a la calle al hasta ese momento Hermano Pierre, privándolo de paso de su herencia. Para ahondar en este absurdo tejido de ambigüedades, Pierre se hará pasar por el esposo de Isabel. Una relación más que desdoblada donde las insinuaciones del incesto son reiteradas, aunque en apariencia no llegue a consumarse.

Un cuento largo que nos llevará a los barrios menos afortunados del Nueva York de finales del XIX, a donde fueron a refugiarse los “esposos”. Y donde encontraran a una pintoresca fauna, tan variada como la tripulación del Pequod. Despojado de los bienes materiales que le dejará su perfecto padre, Pierre dejará de ser el hijo consentido de la aristocracia WASP para convertirse en su perseguido.

Los rasgos, gestos, hechos y deshechos de la vida de Melville son una experiencia especular de lo que le ocurre a Pierre, pero hasta aquí las simetrías. A diferencia de su creador, quien no dejaría ninguno de sus proyectos literarios inconcluso, Pierre es un total incapaz, un hombre como Hamlet demasiado sensible, o inútil, para llevar a cabo la empresa que le dispuso el destino. La épica de Pierre, como toda épica respetable, está llena de situaciones inesperadas, encadenadas sorpresas que hacen el interés de la aventura. Un buen día, la abandonada novia, se presenta al miserable hotel de Nueva York para compartir su vida con las de Pierre e Isabel, a los cuales cree formalmente casados. A su visita seguirán otras hasta que el juego de ambigüedades de Pierre termine de la más lamentable de las maneras. Siempre fue un escritor de aventuras Melville, pero Pierre es la más amarga y reveladora. Nunca el gran novelista se expuso de manera tan confesional. Sabía que sería la última de sus novelas, la “otra”, absolutamente necesaria para quien quiera acercarse a uno de los espíritus más torturados de la literatura occidental. Sin Pierre, todo acercamiento será distraído y superficial.


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