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Recuerdo cuando, a finales de aquellos felices ochenta, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas exhibió por primera vez la que desde entonces fue una de sus más preciadas joyas, la Suite Vollard de Picasso, que acababa de adquirir. Se trata de cien dibujos y grabados hechos entre 1930 y 1937, encargados por el mercader y coleccionista Ambroise Vollard, que se convirtieron en una de las series gráficas más importantes de la historia del arte, solo comparables a las hechas por Goya o Rembrandt. En la Suite Vollard se encuentran resumidos los grandes motivos de la obra picassiana. La serie se exhibió en Sala 10, que entonces comenzó a llamarse “Sala Picasso”, junto con otras obras del pintor que el Museo ya tenía. La muestra estaría acompañada por la publicación de un magnífico catálogo que aún conservo. El Museo de Arte Contemporáneo de Caracas se convertía así en uno de los doce museos del mundo en poseer una serie completa de Picasso, y su colección de obras del genio malagueño fue desde entonces la más grande de América Latina.
Yo todavía era un estudiante de Letras Clásicas, y el mundo que se abría ante mis ojos resultó un verdadero descubrimiento. Un universo poblado de seres mitológicos, faunos, ninfas y minotauros, de escenas míticas, héroes, heroínas y dioses que mostraban en trazos sencillos sus opulentas desnudeces, creados en el particularísimo estilo de Picasso. Haber podido contemplar estos grabados me sirvió para confirmar una de las convicciones que me han acompañado desde que comencé mi carrera: que los clásicos viven entre nosotros, en nuestro mundo cotidiano, que sus luces y sus fantasmas permanecen y que su vigencia y su influencia se conservan intactas y vigorosas. Que, como un día dijo Guillermo Morón, de alguna forma también nosotros somos griegos. También me serviría, años después, como ejemplo de las diferentes maneras como puede influir el mito clásico en el arte contemporáneo, las formas de su recepción.
Claro que con la Suite Vollard no fue la primera vez que Picasso se interesaba por la mitología clásica. En 1930 había hecho una serie de treinta aguafuertes para ilustrar una edición de las Metamorfosis de Ovidio, publicada al año siguiente por Albert Skira (Laussane, 1931). Aquí el tratamiento del mito es similar al que se mostrará en la Suite Vollard. Las ilustraciones no se centran en el instante de la transformación mitológica, que es la clave del poema de Ovidio. Pese a su seductor dramatismo, para Picasso el mito es solo la excusa para expresar otros contenidos, para mostrar un aspecto más profundo, a menudo de su propia vida, un formato en el que volcar sus más íntimas obsesiones. En sus ilustraciones al poema ovidiano, la presencia de numerosos retratos de quien entonces era su amante, Marie-Thérèse Walter, señala el verdadero significado que para Picasso tienen las Metamorfosis. El mito se convierte en expresión de un código íntimo y personal. La continua transformación como metáfora de la vida misma. Es claro que Picasso ha hecho mucho más que solo hojear el poema de Ovidio, como se ha dicho otras veces. No cabe duda de que esta reinterpretación biográfica implica un ejercicio de libertad creativa que desafía las expectativas, no ya del editor, sino incluso, yendo más allá, del público mismo.
En la Suite Vollard esta tendencia llega al extremo. Eurídice mordida por una serpiente, La muerte de Orfeo, Diana y Acteón convertido en ciervo, Relatos de Néstor sobre la Guerra de Troya, Deucalión y Pirra, Amores de Júpiter y Semele, Numa atiende las enseñanzas de Pitágoras y Combate por Andrómeda entre Perseo y Fineo son apenas algunos de los nombres que delatan la evidente filiación clásica de sus grabados, pero de qué manera. La historia de Orfeo convertida en metáfora de la fuerza del arte y la muerte, por ejemplo. El de Eurídice es quizás uno de los relatos antiguos que mayor fortuna han tenido en el arte europeo. Además de Ovidio, la historia fue contada también por Apolodoro en su Biblioteca mitológica y por Virgilio en su Geórgica VI. En los siglos XVII y XVIII, Jacopo Peri, Monteverdi y Gluck la convirtieron en óperas populares. En las Metamorfosis (XI 1-84) se nos cuenta que Eurídice era la esposa de Orfeo, cuyo canto era tan dulce que podía amansar a las fieras y conmover a las piedras. Un día que Eurídice paseaba por un prado con unas amigas, fue mordida por una serpiente y murió. Desconsolado, Orfeo decide bajar al infierno para recuperar a su amada. Para ello rogó a Hades y a Perséfone, quienes no pudieron soportar la tristeza de su canto. Accedieron al fin, pero con una condición: que Orfeo no mirara a Eurídice hasta que los dos hubieran completado el camino de regreso. Cuando están cerca de la salida, Orfeo no resiste el deseo de ver a su mujer y, esta vez sí, la pierde para siempre. Picasso no pinta este terrible momento, ni siquiera cuando Eurídice es picada por la serpiente, sino cuando se desploma y sus amigas corren a auxiliarla. El movimiento de las muchachas, sus cabellos al aire, contrastan con el peso del cuerpo inerte. Casi se pueden escuchar los gritos angustiados de las chicas. Una de ellas incluso succiona el pie de Eurídice como tratando de extraer el veneno, pero es inútil. La muerte ya le ha sido inoculada.
En la Suite Vollard, como en el resto de su obra, Picasso muestra una fascinación por los monstruos, seres intermedios, criaturas híbridas que pueblan sus grabados y dibujos. Destacan los faunos, las sirenas, los centauros y los minotauros. Combinación de humanidad y bestialidad, los críticos no han dejado de ver en ellos el reflejo, el alter ego del pintor. Sobresale el minotauro, monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro. Recordemos, Minos, el rey de Creta, hizo encerrar al minotauro en el laberinto, la curiosa construcción hecha por Dédalo de la que era imposible salir. Cuenta Apolodoro (Bib. III 1, 3-4) que al monstruo se le ofrecían todos los años siete muchachos y siete muchachas atenienses como tributo. Esto hasta que el héroe Teseo se ofreció para formar parte del grupo que ese año sería enviado a Creta. Lo mató, dice Apolodoro que a puñetazos, y después salió del laberinto gracias a un ovillo de hilo que le había dado la princesa Ariadna, enamorada de él. El mito remite a los tiempos legendarios en que Atenas se emancipó del dominio de Creta.
La del minotauro es una leyenda cretense. En Creta se rendía especial culto al toro como representación de la fuerza viril. Quizás ningún otro pueblo del Mediterráneo rindió culto al toro como el cretense, y después el de España. Más tarde los surrealistas quisieron ver en el minotauro la representación de una fuerza transgresora que desafía los límites de lo humano. Una fuerza que sin embargo no puede escapar al dictado de un destino trágico. Otros han querido ver en la representación de los minotauros cierta filiación taurina de la obra de Picasso. En Minotauro herido VI el monstruo se encoge de dolor al recibir una puñalada. En la arena, grabado de la Suite Vollard, muestra a un joven que apuñala a un minotauro ante un público compuesto de mujeres. El rostro de Marie-Thérèse se distingue entre ellas.
En Picasso, el monstruo inmenso, oscuro, peludo, se humaniza mostrando un cuerpo atlético y genitales masculinos, como representación de un impulso sexual irrefrenable. Como han notado los críticos, al pintor le gusta hacer acompañar a sus monstruos por bellas mujeres desnudas, blancas, delicadas, de formas suaves y redondeadas (no pocos han notado la influencia de Rembrandt), como para marcar aún más el contraste. Es en la Suite Vollard donde el minotauro alcanza una importancia protagónica, pero también su mayor riqueza simbólica. El pintor construye su propio mundo mítico y lo independiza del relato antiguo. A veces Picasso se representa a sí mismo junto al monstruo. En Escena báquica con minotauro, el minotauro alza una copa y brinda con el pintor. Ambos yacen acompañados de dos hermosas chicas desnudas, una de ellas es Marie-Thérèse que duerme junto a Picasso. El minotauro que brinda y celebra es el mismo que muere acuchillado en una plaza de toros. Goce íntimo, muerte pública. A través del dolor y el placer, el artista se desdobla en el monstruo que, tal vez, se siente.
La Suite Vollard fue hecha por Picasso en los años treinta, una época que el pintor no dudó en calificar como “el peor período de su vida”. Se estaba divorciado de la bailarina Olga Koklova y se había hecho amante de Marie-Thérèse Walter. La había conocido en París en 1927, mientras miraba una vitrina de las Galerías Lafayette, cuando ella tenía diecisiete años y él cuarenta y seis. Marie-Thérèse será la madre de su hija Maya, a la que solo conocerá cuando tenga diecisiete años. Algunos dicen que Maya es la niña rubia que lo guía, como a un minotauro-Edipo, en el grabado Minotauro ciego llevado por una niña en la noche. Otros dicen que es de nuevo Marie-Thérèse. Promiscuo redomado, es una época tormentosa marcada por el extravío y el desenfreno, cuando devoraba chicas como si fueran aquellos jóvenes atenienses enviados a Creta.
En Picasso la recepción y reelaboración del mito clásico es, ciertamente, un proceso personal que debe leerse en clave autobiográfica. Allí se abre un abanico que va desde las obras que muestran una mayor fidelidad al viejo mito hasta aquellas en que éste es solo un referente, una excusa para expresar las más íntimas obsesiones y dudas personales. Todo lo cual revela una búsqueda marcada por una absoluta libertad creativa, un diálogo cargado de referencias que solo sirven para potenciar la autonomía expresiva del artista. En otras palabras, el mito clásico interesa a Picasso en la medida en que le sirve para expresar significados profundos, aunque esa profundidad sea la de su propia vida. Más allá de una lectura histórica o antropológica, con Picasso comprendemos por qué siempre volvemos al mito, en su dimensión más humana, más subjetiva y particular.
Mariano Nava Contreras
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