Patricia Highsmith, la cruel dama del “noir”

04/04/2021

Patricia Highsmith. Fotografía de IMDB

Si le preguntaban a Patricia Highsmith por qué escribía, su respuesta siempre era la misma: “Como todos los artistas, por salud”. Es decir, como terapia, o consuelo, pero ¿de qué?, ¿contra qué?, ¿de cuál mal?, ¿del ansia de matar?

Tales interrogantes —incluso la desorbitada de si era o no ella misma una asesina— alimentan la ruta de la Dama Oscura de las letras americanas, la dama por excelencia de la novela negra de suspenso.

Como otros tantos escritores, Highsmith sintió una aversión profunda no solo por el trato con los otros. Como Emily Dickinson y Marcel Proust —quienes llegaron a encerrarse en su habitación o en su casa, donde no dejaban entrar a nadie—, o el dublinés Jonathan Swift, de faz ácida y corrosiva, o Pío Baroja, quien “valoró el hombre: un milímetro por encima del mono cuando no un centímetro por debajo del cerdo”. 

O el huraño H.P. Lovecraft, a nuestro juicio quien más se acercó el asco de Patsy Highsmith por los valores establecidos: “Estoy tan bestialmente cansado de la humanidad y del mundo que nada me puede interesar a menos que contenga un par de asesinatos en cada página u ofertas de horrores innombrables e inexplicables más allá de los universos externos”. 

Patsy abominó de su madre, demonio íntimo que la obsesionó y la trastornó, y contra el que luchó toda su vida —una pasión monomaníaca que le impidió afrontar su homosexualismo durante la persecución macartista—, refugiándose en la escritura. 

Como diría su biógrafa Joan Schenkar: “Patricia Highsmith creó la primera novela que dio a dos mujeres enamoradas la posibilidad de un futuro juntas”. Y aquel otro demonio también obsesivo: el crimen. El asesinato. No podía vivir sin el crimen; el asesinato la estimulaba. Aun cuando no exista noticia alguna de que Highsmith haya matado a alguien, no es menos cierto, como se trasluce en todas sus obras y en los espeluznantes episodios de su vida, que ganas no le faltaron. 

En la introducción a la edición inglesa de todos sus relatos (The Snail-Watcher, 1970), uno de sus ilustres incondicionales, Graham Greene, consideró que había creado un espacio propio, “un mundo claustrofóbico e irracional, sin límites morales, al que entramos cada vez con una sensación de peligro personal”. Para terminar considerándola como “poeta de la aprensión, más que del miedo”.

El miedo es narcótico y puede causar que uno se duerma de cansancio, decía Greene, “pero la aprensión carcome los nervios suave e ineludiblemente”.

Como ocurre en sus novelas y cuentos.

Para quienes jamás la toleraron, una representación defectuosa casi siempre la ha mostrado como una figura que roza lo grotesco. Y no es que no le faltaran atributos a su compleja personalidad. “Podía ser una mujer monstruosa, violenta y bastante desagradable”, escribe otro de sus biógrafos, el británico, Andrew Wilson, (Beautiful Shadow: A Life of Patricia Highsmith, 2003): “Odiaba a los negros, odiaba a los judíos y odiaba a las mujeres; pero también hay razones por las que era así”. 

El rechazo de su madre y un torpe intento de su padre de seducirla cuando era una adolescente, la marcaron. También un eventual abuso sexual por un par de hombres, posiblemente vendedores ambulantes, cuando tenía cuatro o cinco años. Pero evidentemente había algo más, muchísimo más oscuro, que concita la aversión en otro de sus biógrafos, el académico Richard Bradford —Demonios, lujurias y deseos extraños: la vida de Patricia Highsmith—. Y uno no termina de entender por qué le dedicó tanto tiempo y trabajo si evidentemente la despreciaba, y llega a caracterizarla como una “depredadora sexual”, por sus innúmeras conquistas y rupturas. 

La propia Highsmith, como dice Wilson, era consciente de la naturaleza desagradable de sus opiniones y es probable que esto le causara angustia. Desde su más tierna consciencia supo que era difícil. El rostro ya maduro lo confirma, con esas facciones de maldad, dureza y villanía, de cara de perro a lo Lee Marvin: el Gauloise firmemente apretado entre sus gordos y crueles labios y el rictus de desprecio en la boca, trabajando inclinada ante su vieja máquina de escribir, con la violencia suficiente como para borrar la letra E del teclado. Patognomónico en todas sus fotografías de los 80’s, cuando ya era candidata al Premio Nobel, famosa y retirada.

La media melena mal cortada con el mechón ladeado de escolar sobre sus ojos fríos e inexorables, junto a la mueca de desprecio de su boca, los rasgos de una autora que, tal vez, de tanto contemplar el mal de frente —en su galería de asesinos en potencia y de psicópatas—, había dejado su huella. 

Que a la vez no deja de sorprendernos, al compararlo con el de aquella jovencísima Patsy Highsmith de los 40 y los 50, de enigmática belleza a lo Joan Crawford o Katharine Hepburn sin maquillaje.

Quienes se han encargado de despellejarla viva, acostumbran a levantar su prontuario alrededor de su gusto por las mujeres más que por los hombres, o por los gatos más que por las mujeres, o por los caracoles más que por los gatos. O su odio a los niños, o la especie de anorexia paranoica, enfermiza, antiestética, que la llevó a alimentarse únicamente de alcohol y cigarrillos, con una natural inclinación a la locura. Hay en torno a ella una leyenda negra.

Lo cierto es que la Highsmith nunca fue una buena chica de aquellas que proliferaban en los 50 e iban al salón de belleza y esperaban a que sus maridos regresaran de la guerra. Más bien era del tipo que telefoneaba en medio de la noche y preguntaba con un par de tragos encima, si alguna vez habías tenido ganas de pegarle un tiro a un hijo de…

Una de sus biógrafas, Joan Schenkar —El talento de Miss Highsmith, (2010)— llegó a afirmar que “de no haber sido novelista, Highsmith habría sido una asesina”. 

Una respetable observación, si consideramos que Schenkar fue la primera en examinar los 38 cuadernos y 18 diarios que, al morir, había dejado en el armario de ropa blanca en su casa de Ticino, Suiza. Más de 8000 páginas. Pero, igualmente, Schenkar dejó registro de la enorme importancia del amor —amor extremo— en esta vida trágica. “Amor por el que moriría mil veces en la vida, y mataría por él una y otra vez en sus novelas, pues lo único que no podía hacer, era vivir con él”. 

Tanto, que comparó el enamorarse con “recibir un disparo en pleno rostro”. No lo entendía. Por lo que lo vivía intensamente, con el único y obsesivo objetivo de escribir.

“El amor eterno es mi mayor problema”, escribiría. Pues Patsy no pudo separar aquel sentimiento —el amor— que le era natural, de sus otros sentimientos naturales, los homicidas. Y puesto que eran sus amantes, las mujeres, a quienes quería matar (los hombres simplemente la molestaban), permitió que el amor y el asesinato —sus dos pasiones— le mezclaran “un martini emocional embriagador”. Y combinó este coctel letal, como dice Schenkar, con su obsesiva manía de escribir —con su arte— pues, como escribió en un diario, “el asesinato es una forma de hacer el amor, una forma de poseer… mis manos en su garganta, que realmente me gustaría besar”.

¿Por qué querer asesinar a las mujeres que amas, aun cuando fuera en la escritura? 

¿De dónde esa cicatriz en el corazón?

Para responder a esta inquietud debemos trasladarnos a la pensión de su abuela materna Willie Mae Stewart Coates, donde nació el 19 de febrero de 1921, en Forth Worth, Texas. Nueve días después de que su madre, Mary Coates, se divorciara de Jay Plangman, y cinco meses antes de fracasar en el intento de abortarla bebiendo trementina. Como en un caso de American Horror Story. 

Abandonada al cuidado de su abuela de influencia calvinista, presbiteriana y metodista, la criaría amorosamente y educaría. Lectora precoz a los ocho años, descubrió en la extensa biblioteca de casa, junto a otros muchos libros, La mente humana de Karl Menninger. 

Considerado el padre de la psiquiatría norteamericana, Menninger fue también un divulgador del análisis freudiano, y el libro —que incluía estudios sobre pirómanos, esquizofrénicos y psicóticos—, la fascina. A tal punto que, sumergida en la lectura a tanta profundidad, cerrando de tal modo las posibilidades de volver a la superficie, se puede imaginar el shock que pudo haber sufrido siendo una niña. 

“Encontré esto muy interesante —recordaría después—, y fue solo mucho más tarde cuando me di cuenta del efecto que había tenido en mi imaginación, porque comencé a escribir estas historias raras cuando tenía quince o dieciséis años”. 

Se sabe posteriormente que Plangman presionó a Mary para que abortara, y ella accedió a regañadientes, pero después decidió dejar al marido y tener al bebé. Tres semanas después del nacimiento, se fue a Chicago a trabajar. Es ahí donde conoce a Stanley Highsmith y se casa otra vez. Es por eso que Patsy se queda más de seis años con su abuela, pero con interrupciones continuas, como cuando ella tiene tres y medio y su madre se la lleva a Manhattan y conoce a Stanley: odio a primera vista. Y se la devuelven a Willie Mae. Continuos traslados, idas y venidas que la harán experimentar un sentimiento de abandono y un odio enfermizo.

“Desde muy pequeña aprendí a vivir con un intenso odio que me hacía tener sentimientos asesinos”, escribió.

Un infierno que incubó oculto junto al de su identidad sexual. “A los 12 años sentía que era un chico en un cuerpo de chica”. Lo que la hizo sentir culpable. Tanto a ella como a Mary, les parecía algo espantoso y les avergonzaba. 

En lo sucesivo —como señala Andrew Wilson en su magnífica biografía Beautiful Shadow, (2003)— sus romances reflejarán las premisas de ese amor imposible, que con la potencia de su imaginación la harán idealizar a sus amantes en busca siempre de la belleza rubia, madura y dominante de su madre. 

“¿Eres una les?,—recuerda Patsy que le preguntó fríamente cuando solo tenía 14 años, y registraría en sus diarios que “este comentario vulgar y aterrador”, la hizo sentir más alienada e introvertida—. Estás empezando a hacer ruidos como una”.

Esa folie à deux —como califica la relación de ambas Joan Schenkar— seguramente habría contribuido desde entonces al hábito de Highsmith de seducir y combinar el amor obsesivo y la ideación homicida de sus personajes. 

El resto es ya una caída en barrena. 

Tras por enésima vez recuperada y de regreso a Manhattan, el conflicto que las separa, su reprimido y latente homoerotismo desquicia a Mary. Y buscando “curarla” mete a Patsy en la secundaria Julia Richman, exclusivamente para niñas. Ahí Patsy se enamorará de varias compañeras de clase y se hace amiga de Judy Tuvim (quien se convertiría en la actriz de Hollywood Judy Holliday), comenzando a circular por los bares y cafés de Greenwich Village, y a tomar notas sobre sus relaciones y su entorno.  

Como diría Margaret Talbot en otro penetrante ensayo —Amor prohibido, publicado por The Newyorker—, no hay nada como leer a los freudianos de los 50 para desconfiar de las afirmaciones psicológicas simplistas, “pero no es exagerado sostener que Highsmith tuvo una madre espeluznante”. 

Mary Coates Highsmith se burla y compite con Patsy en una relación devastadora. Y cuando Patsy, espontáneamente le dice que le gusta el olor del aguarrás, Mary Coates le responde: “Me consta. Es lo que tomé para procurar abortarte”. 

Schenkar explica: «La una no podía soportar la compañía de la otra y no podían dejarse solas”. Y se sitúa en este contexto familiar el origen de su desequilibrio. A los veinte, escribía en su diario: “¿Podría posiblemente estar enamorada de mi propia madre? Quizás, de alguna manera increíble sí lo estoy”. También se habla de amour fusionnel, pues al parecer ninguna distinguía muy bien quién era una y quién la otra. 

Debían recurrir a los sedantes para poder cohabitar en paz. De lo contrario acababan a gritos, amenazándose con todo tipo de objetos domésticos, y eso cuando no terminaban directamente a los golpes. Y según escribe Schenkar: “Fue la experiencia más profunda de amor que tuvieron ambas”. 

La madre la matricula a los 17 en Bernard College, la universidad pública femenina de artes liberales ubicada en Nueva York, adscrita a la Universidad de Columbia, donde brillante pero distante, Patsy se construirá su propio lugar en Greenwich Village. 

Se hace miembro del consejo editorial de la revista literaria de la escuela y estudia zoología, inglés, dramaturgia, latín, griego, alemán y lógica, en la que recibe la máxima calificación. Gran parte de su vida social se desarrolla fuera de Barnard. Dicen que su adolescencia monástica terminó a los 19 cuando conoció a Mary Sullivan, una lesbiana de mediana edad, que dirigía la librería del hotel Waldorf Astoria.

En 1943, recién graduada en Lengua Inglesa y necesitada de un empleo para sobrevivir en Manhattan y asistir al psicoanalista, pues en el verano había entablado una intensa relación con la gran fotógrafa emigrada Ruth Bernhard, cruzada por otra con el también fotógrafo emigrado, Rolf Tietgens, quienes fotografían a Pat —la legendaria foto de Pat desnuda—. Es rechazada por las principales revistas para las que esperaba trabajar, y responde a un anuncio para escribir cómics. Dicen que cuando irrumpió en la redacción, pensaron que se trataba de Katherine Hepburn, la actriz de Hollywood famosa por su personalidad enérgica e independiente.

Entonces era linda Patty Highsmith.

Y volaba. 

Voraz, consumía a los que para siempre serían sus ídolos: Poe, Kafka, Dostoievski, Conrad y… su admirado Albert Camus. Obviamente, El extranjero y su filosófica reflexión sobre las consecuencias morales del asesinato —o su carencia—, haría clic en la chica. La glacial indiferencia de su héroe, Meursault y según ella sus abúlicas primeras líneas: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé… Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer”.  

Como un agente dormido del espionaje, esperará en su mente hasta 1954 para despertar. Cuando Highsmith cree a su mítico personaje Tom Ripley y haga resurgir la figura del doppelgänger, su doble fantasmagórico o sosias malvado, en la fusión de ella misma con su psicópata personaje. Y de éste en grado perturbador con el Meursault de El extranjero, que no llora en el funeral de su madre, ni cree en Dios. Y deslumbrado por el sol de un verano abrasador, dispara cuatro veces más contra un hombre, que apenas conoce, sin ningún motivo discernible, y no experimenta arrepentimiento.

Pero esto no ha ocurrido todavía.

De Un asesino dentro de mí, y Alfred Hitchcock

Aún tiene que comenzar a escribir su primer libro, Extraños en un tren, en 1947, y conocer en 1948 en Greenwich Village a otro generador de amores y odios, Truman Capote —“Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”—, quien en una carta a la directora de Yaddo, la colonia de escritores, músicos y artistas de Nueva York, recomienda a “una escritora joven que tiene un gran don, y un solo relato suyo revela un talento más refinado que el de cualquiera que haya conocido antes”. Y además “es una persona encantadora, verdaderamente educada, alguien que te va a caer bien, seguro”. Lo que sugiere que si Highsmith, como él —a quien se le ama o se le odia—, era una joven insoportable para algunos, lucía espléndida para otros.

Y en Yaddo, Patsy, bebiendo a sus anchas y teniendo diversos romances abiertos, no solo acaba su primera novela; también vivirá su famoso affaire con el novelista británico Marc Brandel, que le desata una devastadora crisis y la obliga a estar seis meses en terapia con la doctora Eva Klein, que —como todos los buenos freudianos en la década de los 40—, pretende curar su homosexualidad. Logrando todo lo contrario: hacerla tomar consciencia de que lo que realmente estaba haciendo con Marc era reproducir aquello con lo que su madre la había dañado: “el perverso patrón de amor y chao, de una crueldad esencial y carente de empatía”. 

Clavándole, a su vez, esa astilla de hielo en el corazón que según Graham Greene necesitaba todo artista para canibalizar la vida real, el dolor y las relaciones reales, al servicio del arte. Que mezclará con lo aprendido de los “escapistas natos”, los superhéroes como Superman o Batman, cuando fue guionista de comics. Escapistas como sus asesinos Bruno y Guy de esta ópera prima, de una tensión vigorosa, recia, valerosa —pues estará alimentada de la conexión homoerótica de sus protagonistas, Bruno y Guy, los dos desconocidos que acuerdan asesinar cada uno al enemigo del otro, proporcionándose así una coartada indestructible. 

También aprovechará la enorme energía de los personajes duros, fríos y cínicos del hardboiled, sobre todo quizá de Cornell Woolrich —hábil en engendrar las sensaciones que provocan la muerte, la soledad, la fatalidad y la angustia, con un sostenido suspense genial—, David Goodis —con algo más allá de sus obsesiones, parecido a la locura— y el gran Jim Thompson y El asesino dentro de mí, con su psicópata de antología.  

Tres voces extremadamente personales, subversivas, como ella

Entonces es un hermosa mujer de pelo oscuro —como la retratan quienes la conocieron—, que usaba gabardina y bebía ginebra. Era alta y delgada. Cabello negro, largo hasta los hombros, con los ojos de color marrón oscuro. “En aquellos momentos me pareció una combinación del Príncipe Valiente y Rudolf Nureyev”, testimonió una de sus tantas amantes. “Las mujeres al igual que los hombres, se sentían muy atraídas por su figura”. Pero como ella misma comentó, “le gustaban los hombres más que las mujeres, pero no en la cama”. 

Cuando con 29 años en 1950 publica Extraños en un tren, a la semana de salir Alfred Hitchcock, compra los derechos del libro, y lo adapta al cine con un guion de Raymond Chandler —que encuentra inviable la trama del libro y deserta— y Czenzi Ormonde, con Farley Granger, Robert Walker y Ruth Roman. 

Construyendo, es cierto, una pieza maestra de sordidez y ambigüedad moral, aunque eliminando de un tajo la tesis central de Highsmith de que cualquier persona es capaz de cometer un crimen, como ocurre con la contaminación moral de Guy por parte de Bruno para que mate. Que Hitchcock adapta al guion clásico de la oposición de dos personajes que encarnan el Bien y el Mal, en la que el Bien siempre triunfa.  Acatando sin lugar a dudas el código de censura que regulaba el cine de la época, pero también el criterio de Hitchcock, quien se escapa de las aguas profundas de Highsmith, más oscura y psicológicamente más compleja, en beneficio de una trama más ágil basada en acciones y no en palabras.

  En Extraños en un tren, la Highsmith lleva a cabo una indagación escalofriante en la caótica mente de Bruno —para quien el crimen cometido es una forma de vengarse de las mujeres y, según cree, de estrechar su relación con Guy—, pero lo que más le interesará es la relación entre Bruno y Guy. ¿Hasta qué punto no está la insania de Bruno agazapada también en Guy? ¿Cuán cercana es la amenaza de la irracionalidad en todos nosotros? 

Sin embargo, a Highsmith no le molestó el desguace que hiciera Hitchcock: “Cambió mi novela, pero siempre le estaré agradecida porque gracias a él pude seguir escribiendo y viviendo de escribir”. Perdonándole incluso su avaricia a la hora de comprar los derechos de la obra por apenas 7.500 dólares. Los cuales le permitirían escapar a Europa —en Estados Unidos la despreciaban— y a contracorriente de Extraños, escribir allá, para nuestro gusto, su primera gran novela —y la única donde no hay un psicópata ni ocurre un crimen— y cuya autoría se mantendría oculta durante más de tres décadas 

El precio de la sal

Cuando se publicó Extraños en un tren, sus editores y su agente le aconsejaron: “Escriba otro libro del mismo género y así reforzará su reputación como…” ¿Cómo qué? Extraños en un tren se había publicado como una novela de suspense en Harper and Bros —como se llamaba entonces la editorial— y de la noche a la mañana se había convertido en una escritora de “suspense”.

Que para Patricia no era una novela de género, sino simplemente “una novela con una historia interesante”. Lo que la llevo a preguntarse qué pasaría si escribía una novela sobre relaciones lesbianas. ¿La etiquetarían entonces como escritora de libros de lesbianismo? 

Pues al mismo tiempo que trabajaba en Extraños en un tren rondaban obsesivamente su cabeza dos imágenes. La de Virginia Kent Catherwood, Ginnie, una encantadora y descarriada pelirroja, socialité adinerada, alcohólica y divorciada de la que se había enamorado dos años antes. Y la de la legendaria Kathleen Wiggins Senn, una mujer casada, rubia y elegante de New Jersey, idéntica a su madre, a la que había conocido en Bloomingdale’s en la que trabajaba como dependienta las navidades de 1948, en una transacción de dos minutos y a quien en su vida nunca más volvió a ver. 

“Una mañana —escribiría luego Highsmith—, en aquel caos de ruido y compras apareció una mujer rubia con un abrigo de piel. Se acercó al mostrador de muñecas con una mirada de incertidumbre: ¿Debía comprar muñeca u otra cosa? Y creo recordar que se golpeaba la mano con un par de guantes, con aire ausente”.   

«Quizás me fijé en ella porque estaba sola o porque un abrigo de visón era una rareza, y porque era rubia y parecía emitir luz”. Pero se sintió extraña y mareada, casi a punto de desmayarse, y al mismo tiempo exaltada, como si hubiera tenido una visión. Y como de costumbre, después de trabajar se fue a su apartamento, donde vivía sola, y aquella noche concibió una idea, una trama y escribió unas ocho páginas a mano en su cuaderno de notas de entonces. Era toda la historia de su segunda novela, Carol, que en 1951 rechazarían inicialmente sus editores a causa de su tema lésbico, y aparecería en 1953 con el título de El precio de la sal, bajo el pseudónimo de Claire Morgan. Que con la venta de cerca de un millón de ejemplares, resultó una sorpresa.

Hasta que casi cuatro décadas después fue reimpresa con su título, Carol, y el verdadero nombre de su autora —lo que se consideró la salida del clóset de Patty Highsmith—. En 2015 ser filmada por Todd Haynes en la magnífica película del mismo nombre, protagonizada por Cate Blanchett —la viva imagen de su madre, Mary Coates— y Rooney Mara. 

 El atractivo de The Price of Salt —según la propia Highsmith— era que tenía un final feliz para sus dos personajes principales, o al menos que al final las dos intentaban compartir un futuro juntas. 

“Antes de este libro, en las novelas estadounidenses, los hombres y las mujeres homosexuales tenían que pagar por su desviación cortándose las venas, ahogándose en una piscina, abandonando su homosexualidad (al menos, así lo afirmaban), o cayendo en una depresión infernal”.

Highsmith nunca aprendió a convivir con sus demonios. Como lesbiana navegaba a la perfección las procelosas aguas de los clandestinos bares gay de la Nueva York, de los cuarenta y cincuenta. Se dice que prefería las parejas, que solía inmiscuirse en relaciones heterosexuales muy estables, sin interesarle ninguna en especial. 

Como dijimos, para la época la homosexualidad era considerada un padecimiento y la propia Patsy se despreciaba por su tendencia —y por no ser parte de la clase social alta neoyorquina—, llegando a salir con tres mujeres a la vez.

A los 26 años de edad, la noche de fin de año de 1947, Marijane Meaker, su amante de 20 le escuchó celebrar levantando profética su copa: “Brindo por todos los demonios, por todas las lujurias, pasiones, avaricias, envidias, amores, odios, extraños deseos, enemigos reales e irreales, por todos los ejércitos de recuerdos contra los que lucho, para que nunca me dejen descansar”. 

La Guerra Fría y sus demonios

Como muchas, Patricia Highsmith era incapaz de asumir su homosexualidad en aquel clima estadounidense de Guerra Fría, contra personas LGBT: el Terror Lila (Lavender Scare) impuesto por McCarthy, las veía como amenaza a la seguridad del estado, y eran tratadas como infectadas con psicoanálisis, oración y consejo religioso, antes de someterse a las terapias de aversión —o deshomosexualización— con electroshocks y lobotomías (estas últimas hasta 1951), y encerrardas por la fuerza en hospitales. 

Generándole un sentimiento de culpa vergonzoso, con el que Patsy lidió toda su vida: “Me sentía como una cucaracha por ser homosexual”, lo que al combinarse con el trauma psíquico familiar que barrió con su niñez, le produjo su trastorno de identidad disociativo. 

Una terapeuta educativa, Vivien De Bernardi, quien se convertiría en su amiga, le dijo a Andrew Wilson que Patsy pudo haber tenido una forma de síndrome de Asperger. Esa especie de autismo de alto funcionamiento, brillante a veces, cuyo aspecto más disfuncional es la ausencia evidente de reciprocidad social o emocional. Un síndrome que, según el especialista Michael Fitzgerald, favorece la capacidad de concentrarse de manera intensiva en la creación. 

Highsmith era capaz de soportar el esfuerzo de una interminable fatiga en su obsesión por escribir, aislándose de todos: “Mi imaginación funciona mucho mejor cuando no tengo que hablar con la gente”.

Y de esa desorbitada capacidad saldrían a continuación El cuchillo (1954), aterradora y fascinante, y de la que The Observer dijo que Patricia escribía sobre los hombres “con la misma sabiduría con que una araña escribiría sobre las moscas”, y El talento de Mr. Ripley A pleno sol (1955), en la que logra que el lector empatice con su despiadado y encantador, Tom Ripley, cuyos asesinatos continuarán en cuatro libros más: La máscara de Ripley (1970), El amigo americano (1974), Tras los pasos de Ripley (1980) y Ripley en peligro (1991), conocidos como “The Ripliad”, el antihéroe que encarna esos devaneos del deseo y la pulsión de muerte, inherentes al ser humano.

“No hay nada de espectacular en el argumento de A pleno sol —diría Highsmith—, pero se hizo popular por su prosa frenética y la insolencia y audacia del propio Ripley. Me imaginé a mí misma en su piel. Ningún libro me ha resultado tan fácil y a menudo sentí que Ripley lo estaba escribiendo y que lo único que hacía yo era pasarlo a máquina”.

El cine, al que siempre fascinó esta mujer, contribuirá a enviarla a las estrellas, cuando en los 60 una impecable y elegante adaptación de René Clément, Plein Soleil, con un inolvidable Alain Delon en el papel de Ripley, junto a Maurice Ronet y Marie Laforêt la traerá de vuelta. Y en los 70, el alemán Wim Wenders haría una magistral versión de El amigo americano, con Dennis Hopper como Ripley. Incluso Liliana Cavani, nos maravillaría con su Ripley’s Game en 2002, con John Malkovich en el papel y la banda sonora de Ennio Morricone, sin olvidar El talentoso Mr. Ripley de Anthony Minghella, protagonizada por Matt Damon.   

Y no hablemos del resto de sus libros. Como Mar de fondoEse dulce malEl grito de la lechuza y La celda de cristal, valga la digresión, la primera novela que leí de Patricia Highsmith. No olvido haber experimentado la misma sensación que con Onetti y Cioran, de agobio e inquietud. Esa adventicia culpabilidad de quienes —como dice Muñoz Molina— “alguna vez soñamos que habíamos cometido un crimen, y lo que nos agobiaba no era la culpa, sino el miedo de ser descubiertos y atrapados. Desprendía una atmósfera de independencia tan absoluta que resultaba irresistible”. Perturbado reincidí: me leí sus novelas y sus cuentos. Había quedado atrapado en un cul de sac, lo que Schenkar llama el “Territorio Highsmith”. Un mundo alternativo desarrollado por la autora, donde la pulsión agazapada de desear la muerte de alguien que detestas, sin sentir ninguna culpa, te arrebata hacia al abismo de la seducción de asesinarlo. 

Luego están el resto de sus 22 excelentes novelas, entre las que destacamos El diario de Edith y El hechizo de Elsie.  

Y sus joyas: las colecciones de sus cuentos —Patricia Highsmith, Relatos, 2018: Once, Pequeños cuentos misóginos, Crímenes bestiales, A merced del viento y La casa negra—, con la ausencia de moral, de culpa y arrepentimiento, donde en una atmósfera de tranquilidad doméstica, armonía y una seguridad inexpugnable, un inadvertido conflicto psicológico dispara todo y, como señala acertadamente la crítica uruguaya Laura Broitman, el soporte anecdótico, lo aporta de alguna manera —saliéndose de la norma— la empatía con el criminal más que las víctimas. 

Los cuentos son absolutamente esenciales para ella, como la poesía.  “Escribo mucho de ambos —declaraba—. Solo una fracción de mis relatos ha sido impresa alguna vez”. Tal era el exceso de ideas que le “ocurrían, con tanta frecuencia como las ratas tienen orgasmos”. 

Tal vez lleve dentro de mí un impulso criminal grave y reprimido —seguía—, pues de lo contrario no me interesarían tanto los delincuentes o no escribiría sobre ellos tan a menudo”. 

Para de lo más ecuánime agregar:

“Lo que más me interesa son los efectos de la culpa. Escribo sobre eso. La vida no tiene sentido si no hay un crimen en ella”—sin ninguna afectación, sin fingimiento. 

Encendiendo de paso otro Gauloise.

¿Quién era esta gran conocedora de la naturaleza humana, Capaz de llevarte paso a paso a un mundo sin objetivos morales conocidos? 

Cuando en 1980 un entrevistador le preguntó por qué no amaba a su madre, lo pensó por un momento y respondió: 

—Primero, porque hizo de mi infancia un pequeño infierno. Segundo, porque ella misma nunca amó a nadie, ni a mi padre ni a mi padrastro ni a mí. 

Era ya una mujer de 59 años, de rasgos muy acusados y pinta de monja medieval, corrosivamente enemistada con la corrección. Sus ojos fríos y penetrantes que, en su adolescencia ocultaba bajo el mechón, evocan aún —como en el cuarteto de Eliot—, ese viejo e iniciático “cuarto del horror”, esa mirada de reojo hacia atrás, por encima del hombro, hacia el espanto primordial. 

“Una mujer increíblemente dura y no solo dura: dura de Texas”, según su legendario editor estadounidense Larry Ashmead. “Con un centro increíblemente dolorido. Un caparazón diamantino ante ante el que tarde o temprano eran devoradas las esperanzas de muchas amantes y amigos, si es que llegaban a ver debajo de él, y si lo hacían generalmente era más de lo que podían manejar”. 

Pero Pat sí podía gobernarlo, y con firmeza. Dicen que irradiaba el tipo de magnetismo que concentraba en su persona toda la atención, y con su cabeza inclinada y la mirada de sus ojos oscuros y penetrantes, parecía disipada pero alerta.

La inquebrantable perra “noir” y su horror ontológico 

A partir de la década de los 50 los gánsteres pierden novedad y su atracción exótica con la consolidación de su status económico y político. Y como dice Vázquez de Parga en Los mitos de la novela criminal, Planeta, 1981, el juego de la política y las finanzas sustituyó el contrabando y las luchas callejeras. A la par de que los cambios en la moral, y el aforismo “el crimen no paga”, comienzan a desprestigiarse, y con uno u otro pretexto, se contempla el triunfo del mal.

Que tuvo su primer y prematuro protagonismo en 1955, cuando Highsmith publicó El talentoso Mr. Ripley, el desvergonzado asesino que no solo no es aprehendido por la ley: ni siquiera es sospechoso y además hereda a la víctima. Situación, como dice Vázquez, extraordinariamente anormal en la novela negra de la época. Seguido de la figura de Parker, “el delincuente puro sin mixtificación alguna” del gran Donald E. Westlake. Pero es Patsy Highsmith quien gira maniáticamente alrededor del hecho irresoluble de que, en determinado momento, dos personas se encuentran y hacen del otro el objeto obsesivo de su existencia, con las interpenetraciones cataclísmicas —que señala Sallis—de un mundo en otro, los limites personales se borran y el contacto físico se convierte en horror ontológico. 

Es decir, no centrado en la pura necesidad de matar sino en la destrucción del cuerpo, marcado por el simbolismo de la crueldad como forma de atentar contra la dignidad y la condición humana. Un horror que trasciende la muerte, prolongando la deshumanización.

Que es el trasfondo de su obra.

Y el suyo propio. 

Copiada, venerada y maldita, dentro de la novela negra, esta mujer fue/es una afición peligrosa, cuya inmoralidad literaria no la salva de haber sido una freak. Sus novelas significan —según el agudo ensayo de Ramon Arana Marcos—, una transformación radical del género: “el paso de la novela del detective, centrada en la pesquisa y el descubrimiento, a la novela del asesino”. 

Donde en una situación normal y fatigosamente cotidiana, anónima, sin solución de continuidad, se pasa de la inocencia al crimen desapercibido —en su carácter anodino, que es su coartada como quien rompe en su casa un florero y “no pasa nada”, y la imposibilidad de salirnos de ella la vuelve agobiante. 

Patricia Highsmith falleció 1995 a los 74 años, de una combinación de anemia aplásica y cáncer de pulmón, en Suiza, donde paso los últimos 14 años de su vida como una reclusa, con la sola compañía de su gata Charlotte.


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