Ciudadanos hace cola para agarrar agua de una tubería expuesta, 21 de marzo de 2020. Fotografía de Cristian Hernandez | AFP.
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De todas las víctimas del nuevo coronavirus, hay una sobre la que puede dejar consecuencias singularmente amplias y duraderas: la democracia. No porque la pandemia en sí mismo pueda matarla, sino porque puede alojarse en un cuerpo enfermo. O que al menos lo está en muchas partes.
El tuit del 19 de marzo pasado en el que Yuval Noah Harari llamó al gobierno de Benjamín Netanyahu “la primera dictadura del Coronavirus”, se inserta dentro de una serie de denuncias similares en todo el mundo. Muchos alertan del peligro de que las medidas excepcionales terminen haciéndose permanentes, o de que en todo caso signifiquen durante la pandemia una inexcusable conculcación de las libertades, incluso en las circunstancias actuales.
La situación de Israel era la siguiente: Netanyahu, aunque había obtenido la mayoría de los votos en las elecciones, no consiguió las suficientes curules para organizar un gobierno (Israel es una democracia parlamentaria). Comoquiera que Netanyahu es una figura polémica y polarizante, el juego estaba trancado cuando estalló la pandemia. Entonces decretó un gobierno de emergencia y la suspensión de funciones del parlamento. Muchos, como el historiador israelí, Yuval Noah Harari, consideraron que eso simplemente fue un golpe de Estado.
Para el momento en el que se escriben estas líneas, la crisis sigue, e instituciones tan poderosas como la presidencia de la República, el Tribunal Supremo y buena parte de la opinión pública, luchan por la reapertura del parlamento. A primera vista, pareciera que la democracia israelí no desaparecerá por esta crisis, pero sí es evidente que algo no funciona todo lo bien que se quisiera en su sistema político.
Lo mismo, infortunadamente, puede decirse de Hungría. Viktor Orbán declaró el Estado de emergencia para enfrentar la pandemia. Eso significaba gobierno por decreto y suspensión de todo proceso electoral por quince días. Cumplidos los mismos, ha solicitado la renovación del Estado de excepción por tiempo indefinido. Por enésima vez la Comisión Europea le ha llamado la atención (y es muy probable que, también por enésima vez, Orbán no le haga caso). La pandemia COVID-19 no inventó la democracia iliberal y cristiano-tradicionalista de Orbán, pero sí halló el cuerpo de lo que quedaba de la democracia liberal húngara lo suficientemente debilitado, como para, tal vez, terminar de acabarlo.
De hecho, ese es el punto de las aprehensiones mundiales sobre la situación casi global de estados de excepción que vivimos: que la ola de autocratización que se vive desde hace unos años, termine de afianzarse. El informe de Varieties of Democracy (V-Dem) de la Universidad de Gotemburgo, correspondiente a 2018, señaló que, si bien la democracia en el mundo no está en “caída libre”, sí se encuentra erosionada (esa es la palabra que usa: erosionada). Es otra prueba de que la historia no tiene una dirección predeterminada.
En los años noventa creímos que la democracia liberal había ganado de forma definitiva. La caída del Muro de Berlín y el subsiguiente colapso del comunismo, el fin del Apartheid, la joven y prometedora democracia española y la larga lista de procesos de transiciones democráticas, desde México hasta Camboya, de Chile a Kenya, nos hizo creer que las dictaduras, los hombres fuertes, los totalitarismos, eran cosa superada. Cuando Francis Fukuyama, estirando al hegelianismo, dijo que la historia había llegado a su consumación definitiva con el liberalismo, millones de personas corrieron a las librerías a comprar su buena nueva (eran tiempos anteriores a las descargas de Internet). No pensamos –bueno, entre los historiadores sí se pensó, y mucho– que se equivocaba exactamente en lo mismo que se había equivocado la Academia de Ciencias de la URSS: en ver destinos inexorables en la historia. Así, tres décadas después, las democracias iliberales, o los francos autoritarismos, parecen gozar de muy buena salud. De hecho, en algunos casos nos parecemos más a 1930 que a 1990.
Venezuela marcó un hito en el final de esa ola de democratización. Cuando todo el mundo parecía entrar a la fiesta de la democracia liberal, en 1998 la población votó mayoritariamente por la demolición del sistema político establecido cuarenta años antes. Aunque en un primer momento la promesa fue su sustitución por otra forma de democracia (participativa y protagónica), susceptible de remediar los males de la anterior, rápidamente los electores fueron otorgándole todo el poder a Hugo Chávez, hasta hacerlo despuntar en el elenco de los hiperliderazgos del mundo, como lo definió su propio asesor Juan Carlos Monedero en 2009.
Muy popular hasta su muerte, si a algo se pareció lo de Chávez con los venezolanos, fue al cesarismo democrático del que habló Laureano Vallenilla-Lanz a principios del siglo XX. Demócrata si reducimos la categoría a la elección por la mayoría, pero firmemente iliberal. Pero a diferencia de nuestros anteriores césares tenía otra cosa más: era socialista. Su iliberalismo no era como el de Juan Vicente Gómez, es decir sólo contra los políticos, que tanto fastidiaban con sus diatribas a los hombres de trabajo, sino también contra esos hombres de trabajo, buenos hijos de la Patria, en nombre de los que decía gobernar el Benemérito: el empresariado, el mercado, los inversionistas extranjeros.
El césar democrático por el que quebró lanzas (en realidad, miles de lápices y plumas) Vallenilla-Lanz, era un buen gendarme (el “Gendarme Necesario”), que ponía orden para que los demás pudieran trabajar en paz, como en efecto pasó con la mayor parte de los hacendados, las compañías petroleras y los nuevos empresarios de la importación y la construcción. Pero el nuevo césar democrático del año 2000 sí se metería también con la economía.
Si en lo político, comparado con Gómez, fue infinitamente más democrático (mal que bien, se podía ser opositor e incluso gobernar Estados y municipios), en lo económico, el iliberalismo no fue total, pero sí mucho más hondo. Y no es que improvisó del todo, porque ya había un camino andado al respecto, incluso desde Gómez, con la construcción del Estado Mágico venezolano, como lo llamó el antropólogo Fernando Coronil, que al menos desde los años treinta dispensaba riqueza gracias a su enorme renta petrolera. Pero ya no la dispensaría para hacer un capitalismo, sino para la construcción del socialismo.
En todo caso, el hecho es que Venezuela fue el primer caso, o uno de los primeros, de la reacción antiliberal con la que arrancó el siglo XXI. No siempre ha sido una reacción que se salió de las reglas básicas de la democracia liberal o la economía de mercado. La Marea rosada que siguió (y se alió) con Chávez en América Latina, nunca pasó de una relativa distribución de la riqueza, sin arriesgar al empresariado, y salvo en los casos de Evo Morales y Dilma Rousseff, salieron del poder por vía electoral, entregando la banda presidencial a candidatos de oposición triunfantes.
En otras ocasiones, como en el gobierno de Orbán, el capitalismo no se pone en cuestión, aunque cada vez más siguiendo el modelo ruso y chino de favorecer a unos empresarios más que a otros. Ahora bien, siendo así, la pregunta es: ¿por qué esta ola iliberal? La explicación puede ser tan variada y compleja como puede serlo cada uno de los casos, pero a lo mejor nos ayude a ponerlos en perspectiva un hecho del que poco se habla: no es la primera vez que algo parecido pasa.
No en vano Vallenilla-Lanz y su prédica antiliberal en su momento, hallaron seguidores en Europa: en esos años 30 –a los que hemos dicho que nos parecemos–, fueron también una época de colapso de democracias liberales. El problema con el liberalismo es que gusta más cuando hay abundancia que cuando hay recesión. Aunque esto parece una verdad de Perogrullo, aplicable a cualquier modelo, en el liberalismo se hace más patente cuando la distancia entre los perdedores y ganadores se agranda, y con ella la desesperación y el resentimiento.
En alguna medida es cierto aquello que lleva en sí el germen de su propia destrucción, aunque no con las consecuencias que esperaban los marxismos. Los pueblos o las élites, a veces juntas, a veces enfrentadas, optan por alguien que acabe con las palabrerías de los políticos, los primeros culpables, y desde arriba ponga “orden”. Es más o menos lo que pasó con la crisis de 1929. Ella sí produjo una caída libre de las jóvenes democracias liberales europeas y, por imperfectas que fueran, de las más viejas latinoamericanas: Yugoslavia (1929), Argentina (1930), Brasil (1930), Perú (1930), Portugal (1932), la República de Weimar (1933) y Austria (1934).
Rumania y Hungría no eran realmente democracias, pero hasta 1938 estuvieron fuera del poder de los fascistas. Ese año asumieron primeros ministros alineados con el Eje. Japón podría incorporarse a la lista con la militarización definitiva del poder a partir de 1936. Lo de España fue una tragedia de dimensiones bíblicas. Y aunque se trató de algo de otra índole, el triunfo del Frente Popular en Francia en 1936 era otra prueba, y no menor, de la ola antiliberal. En prácticamente todos estos casos, el costo que se pagó fue mucho más alto que aquel que se quiso evitar. Por supuesto: en 1930 eso no estaba ni remotamente claro. Hoy al menos tenemos esa experiencia, pero nada indica que baste decirlo para disuadir a la población. De hecho, de eso no es de lo que se trata: la democracia debe buscar mejores opciones a simplemente afirmar que, a la larga, es lo menos malo.
En cualquier caso, como la historia no se repite, no significa que estemos exactamente en 1930, pero la crisis de 2008, la creciente desigualdad social en los países más ricos, la percepción de que un 1% súperrico explota al 99%, más allá de que nunca en la historia, tanta gente ha salido de la pobreza (pero en Asia, África y algunos sitios de Latinoamérica, no en el Primer Mundo); toda esa rabia que se manifestó en el movimiento de los Occupy y de los Indignados, está viva. El resultado es que la democracia liberal cosecha desafectos a la derecha y a la izquierda. O, mejor dicho: los desafectos que siempre estaban ahí, logran captar seguidores y hasta tomar el poder.
El euroescepticismo suele encerrar mucho del viejo nacionalismo, cuando no de simple racismo, y no pocas veces de valores tradicionales que se sienten muy ofendidos por cosas como el matrimonio igualitario o el feminismo. Por grandes que hayan sido los cambios durante los últimos setenta años, no puede esperarse que se hayan borrado de un plumazo las grandes banderas por las que mataron y se dejaron matar los bisabuelos de los europeos actuales (y en los Balcanes se mataron hasta ayer).
Cuando se trata de países que fueron comunistas, el nacionalismo pasó de enfrentarse al odioso Moscú por la cada vez más odiosa Bruselas; esto se une a lo que en Alemania llaman la ostalgie, esa nostalgia por el Este, por los años de trabajos y comida seguros (no buenos, pero seguros), sin delincuentes, sin drogas, sin inmigrantes, que a veces beben en las calles y molestan a las muchachas, del comunismo.
La crisis del 2008 y la forma en la que acrecentó la brecha con los súperricos, ese detestado 1%, hacen el resto: Bernie Sanders habla de la oligarquía en términos muy similares a los de Antonio Leocadio Guzmán, para regocijo de millones de estadounidenses; no en vano The Joker se convirtió en un héroe, la Casa de Papel es un exitazo y los muchachos vuelven a bailar el Bella Ciao. Mucha gente está brava y quiere un Robin Hood. Es más, ¿cuál es la distancia exacta entre el Joker y Hitler?
Y entonces, en medio de todo ello, llega la COVID-19. Su mal y el miedo que produce, se expanden por un mundo con ya bastantes problemas. Y así, ¡por fin!, muchos ven lo que quieren: gobiernos que deciden tomar el toro por los cuernos, gobernar por decreto e intervenir la economía. Es lo normal en situaciones excepcionales, pero el punto es que hay bastante gente que cree que la situación es excepcional desde hace tiempo, y que tal debe ser la nueva normalidad. En la mayor parte de los casos, la excepción no pasará de serlo, pero donde el terreno es fértil –y lo es en muchas partes–, puede ser aprovechado, como está pasando, para ahondar la autocratización. La pandemia, esperamos, pasará, pero la democracia la enfrenta con problemas que no pueden dejarse pasar. Hay que evitar que sea otra de sus víctimas. Y no sólo atendiendo esta coyuntura, sino las cosas de base que tienen a tantos fascinados con el Joker y bailando el Bella Ciao.
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¿Cómo prevenir el contagio?
La recomendaciones principales de la Organización Mundial de la Salud son:
- Lavar las manos con agua y jabón con frecuencia, o usar gel desinfectante con una base de alcohol de al menos 60%.
- Evitar tocarse la cara con las manos.
- Cubrirse al toser o estornudar con la parte interna del brazo.
- Evitar el contacto con personas infectadas.
- Mantenerse al menos a un metro de distancia de otras personas en lugares públicos.
- Desinfectar las superficies con las que se tiene contacto frecuentemente.
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Si usted ha viajado o ha tenido contacto con personas que hayan estado en países afectados, o presenta síntomas similares a los de la enfermedad, consulte a su médico.
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Tomás Straka
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