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Cumbe es un vocablo específicamente venezolano. La RAE le da como única definición: “1. m. Ven. Población formada por esclavos negros fugitivos en la que vivían como hombres libres”. Los tres elementos que nos ofrece esa definición son: negritud, huida, libertad. Hay otro vocablo homónimo: Cumbé, utilizado en otras regiones de América, que refieren a una danza de la región de Guinea ecuatorial y el son asociado. Es probable que nuestro vocablo refiriera originalmente a aquellos poblados donde se bailaba el cumbé y, sin duda, en otras regiones, como Cuba, Haití o Brasil, tendrían similares poblados de negros fugitivos. Pero el Cumbe es, como el vocablo, un fenómeno específicamente venezolano, porque en Venezuela se presentan características que no sólo facilitan la formación de cumbes sino que la estimulan.
I Mi interés
Esta novela despertó mi interés, desde que me pidieron evaluarla para su publicación.
Por una razón muy sencilla y personal: repicó sobre una materia que yo había trabajado hace muchos años y porque de alguna forma refuerza mis conclusiones de entonces, casi treinta años después.
Alrededor de 1995, escribí un trabajo que llamé “El don populista”, para una obra colectiva magnífica que publicó la Fundación García Pelayo en dos volúmenes sobre lo público y lo privado en Venezuela (1996).
Mi ensayo era un resultado teórico de varias investigaciones que había realizado sobre el comportamiento económico del venezolano a lo largo de nuestra historia.
Allí reconstruyo el tinglado de valores éticos que constituyen pre-concepciones, presupuestos valorativos que signan nuestro comportamiento económico y que describí como “individualismo no posesivo”.
Dentro de esa reconstrucción adquirió mucha importancia un patrón de comportamiento que llamé “montaracidad”, una tendencia a ‘coger pa’l monte’, una estrategia de sobre vivencia que vi repetirse con insistencia en el largo tiempo histórico, muy adaptativa al medio ambiente y que rendía resultados desde el origen de nuestra historia hasta la actualidad. Un comportamiento lógico y una estrategia comprensible bajo análisis. En Venezuela siempre rinde coger pa’l monte.
Porque no fueron los negros los primeros que agarraron pa’l monte. Cuando llegaron los conquistadores, los indígenas que sobrevivieron los primeros encuentros violentos, cogieron pa’l monte y la historiografía los llamó indios montaraces. Luego los esclavos hicieron lo mismo y los llamaron negros cimarrones.
Luego los mestizos, campesinos incorporados a la civilización hispano americana, peones de haciendas, igual agarraban pa’l monte cuando les venía en gana. En algunos casos por desmanes de sus empleadores pero también por aburrimiento, por impulso natural a moverse. Hasta el siglo XX, el mayor problema de los productores agrarios fue la inestabilidad laboral, la migración del peonaje. En el siglo XXI la migración es general, de propietarios y trabajadores.
En la modernidad, el trabajo informal da una idea de la generalidad del comportamiento: preferimos coger pa’l monte que estar vinculados a un tiempo y reglas de trabajo.
Añade al significado que según un diccionario de lengua inglesa,
“Cumbe es de origen africano y significa colina, altura, monte, donde los esclavos negros se refugiaban para tener libertad, convirtiéndose así en cimarrones.
II La especificidad del Cumbe
La montaracidad, la huida, la migración, es sólo un ingrediente del Cumbe que es un fenómeno social complejo que sobrevive hasta hoy, al menos en la novela de Nestor Garrido.
El Cumbe agrega a la montaracidad algo que los indígenas no tenían: sociedad, cultura.
Los indígenas montaraces eran solitarios (hasta hoy, los indígenas sobreviven bien en montaracidad); podían juntarse partidas de tres o cinco, pero no formaban poblado montaraz. Sus lazos sociales habían sido cortados, las mujeres estaban en los poblados de blancos y eventualmente se integran a la sociedad mestiza. El pueblo de indios, el pueblo de doctrina, era derivado del pueblo de misión y, por ende, nada montaraz.
El Cumbe por el contrario hacía sociedad, una sociedad múltiple unida por la exclusión. Un espacio donde sonaban los tambores y se movían las caderas, donde hablaban lenguas diversas y realizaban ritos africanos y cristianos en mágico sincretismo. Fuesen antillanos que hablaban algún Papiamento, libertos por leyes de Indias al llegar a nuestras costas; fuesen fugados de nuestras haciendas, que hablaban castellano más sus lenguas y dialectos de origen, el tambor y el ritual, cualquier ritual, de origen o aprendido en el largo camino de la esclavitud, los unía en la diversidad.
Un espacio marginal, sí, escondido, que ofrecía libertad, y a donde siempre llegaban forasteros, nuevas oleadas de fugitivos buscando la libertad de los excluidos, la libertad del fugitivo.
Por eso, el último misterio del Cumbe es la fuga. El poblador de un Cumbe es siempre un fugitivo.
La fuerza de la novela de Néstor Garrido reside en suscitar esa negritud de la historia y hacerla presente. Néstor no nos cuenta la historia ni hace la sociología del Cumbe.
Narra un evento, un “sarapampán” entre dos poblaciones imaginarias del presente, herederas de esos cumbes de antaño, pero hoy nada excluidas del mapa geo político nacional. Son poblaciones insertas en circunscripciones físico políticas que tienen autoridades y cuentan con todas las amenidades de la política nacional. Una complejidad agregada al sincretismo ancestral.
San Juan Bautista de Cumbe y Palenque de la Costa son sólo pueblos cumbe por herencia, por estar atrapados en una burbuja cultural que huye pero no puede huir de si misma; se alimenta de la exclusión y reproduce la exclusión.
Esos pueblos cumbe del imaginario de Néstor flotan en la negritud de nuestro presente. Están en la Costa y uno piensa en Caruao, en Chuspa o Todasana; en Chuao y Choroní, pero no están allí, están en nuestro imaginario, con todos sus rituales y mitos, ídolos y próceres, santos patronos y figuras épicas, al son del tambor o danzón, en la misma huida, la misma migración, la misma montaracidad por exclusión y auto exclusión.
El Cumbe que nos muestra Néstor es presente y está dentro de nosotros mismos, intacto y repitiendo la fuga.
Cualquier parecido con nuestra realidad actual es, nos asegurará el autor, mera coincidencia.
III El deslave narrativo
Otro mérito de la novela es que suscita experiencias ausentes en la narrativa.
Cuando yo comencé a leer y adentrarme en la vida de estas comunidades, pensé que iban directo al deslave de Vargas.
No es así, el argumento no tiene que ver con aguas, todo lo contrario, ni el deslave de Vargas pero está allí. Uno lo siente. O yo lo sentí, sí, es mi experiencia subjetiva pues el deslave fue para mí el fin de la ilusión de armonía con nuestra naturaleza; dejó de ser la buena madre proveedora que nos había siempre permitido irnos pa’l monte y se convirtió en heraldo más que presagio de nuestra desintegración social.
Me es fácil entonces suponer que el autor sufrió similar experiencia, que el deslave de Vargas jugó algún papel en la narrativa del autor. Aparece una mención al final como algo que pudo haber sucedido después del parapampán, pero no es parte de la narrativa, si acaso fue un evento de purificación que “calma los ánimos y limpia las calles estigmatizadas.”
Me ha hecho recordar un cuadro de Reverón que yo llamo “paisaje de las palmeras que no están”; donde las palmeras son siluetas dejadas por el dibujo del entorno.
Algo similar ha hecho Néstor aquí, el deslave de Vargas no es parte de su narrativa, no es parte del dibujo, pero está allí y a quienquiera verla sirve de metáfora en sentido inverso: el fenómeno telúrico no es la metáfora, es el fenómeno humano, el parapampán, lo que sugiere la catástrofe natural.
Y ¿será posible también que ambos, parapampán y deslave, sean metáforas de un fenómeno mayor de discordia y desintegración?
IV
La escritura
Como lo dice en su subtítulo, la novela es una “crónica barroca”.
No se pone uno a discutir con un autor su propia clasificación de la obra en algún género literario.
Además, sí, es una crónica de los eventos que llevan a un suceso y es barroca, sin duda, en la multiplicidad de personajes y elementos narrativos y es barroco el estilo mordaz y ligero.
Ello convierte el drama en un sainete.
Una bondad para el lector que en lugar de sumirse en una novela negra de realismo mágico transita una obra de teatro, una sátira con personajes absurdos.
Los personajes son bufos: las comadres, el político, los presos y alguaciles, los forasteros, los turistas, los ricos que ven el espectáculo desde su yate, los cizañeros y sembradores de discordias, la virgen mártir, las doncellas vengadoras, los héroes y los santos. La masa.
Este abigarramiento de roles y personajes absurdos le permite al autor describir su parapampán como un fenómeno telúrico, irresistible, un fenómeno de masas, de la calidad disolvente del deslave.
¿Por qué sucedió?
Nadie sabe, ni siquiera aquel que dio un motivo inicial, sin enterarse de que una palabra suya pudiese ser tan poderosa.
Sucedió pues porque tenía que suceder, nadie es responsable, sucedió simplemente, como suceden las tormentas y los huracanes.
Así, Néstor nos arroja en el seno de la necesidad; no hay paliativo, no hay moraleja, no hay enmienda y corrección, no hay ruptura del círculo.
Algún personaje tiene momentos de iluminación. “La culpa la tuve yo porque nunca quise contar lo que nos pasó…”’ “Vivíamos pensando que alguien nos debía algo… Algo que nos habían arrebatado… ¡Algo!… Y nos engañamos a nosotros mismos convencidos de que alguien nos debía algo que nadie sabía qué era… Pero era algo que nos debían…”
Mas no les sirve ese aprendizaje y es acallado de inmediato por la misma parlante, por los demás que emprenden callados una nueva migración.
Por fortuna para nosotros, Néstor ha divulgado esas palabras, aunque las niegue después, así que, quizá sin querer queriendo, nos está abriendo una brecha en el círculo de repeticiones: sólo hay que darse cuenta de que todo era imaginario: nuestros rencores, nuestros reclamos, nuestras exclusiones, nuestras diferencias:
“Nos engañamos a nosotros mismos convencidos de que alguien nos debía algo…”
Esas palabras quedan resonando, incluso sobre la negación final.
Y a mí me sirven de mesura en el juicio de lo que espero hoy de héroes y heroínas.
Ellos no nos deben la salvación.
Ruth Capriles
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