Pablo y los estoicos

16/04/2022

San Pablo, pintura de El Greco y parte de la colección del Museo del Prado | Wikimedia Commons

En un trabajo que hasta ahora pasa por ser definitivo sobre el tema (Paul and the Stoics, Louisville, 2000), el teólogo danés Troels Engberg-Pedersen sostiene que muchas de las ideas de san Pablo, aparentemente inconexas o contradictorias, cobran coherencia y pertinencia a la luz de la filosofía moral de los estoicos. No puede ser de otro modo. Cuando Pablo florece, durante el primer siglo de nuestra era, el estoicismo es la gran filosofía que domina la escena científica y el pensamiento ético. Así lo dice Armand Jagu (Saint Paul et le Stoïcisme, 1958) en una frase que sintetiza la idea: “el estoicismo era la verdadera religión de la mayoría de los sabios, así como las religiones mistéricas importadas de Oriente, que se convirtieron cada vez más en la esperanza y el consuelo de la gente”. 

Para comprender mejor los alcances de esta afirmación habrá que acercarse un poco a la relación que existía en la antigua Grecia entre la filosofía y el hombre común. Difícilmente la filosofía podía ser elitista en unas ciudades donde los filósofos enseñaban públicamente en el ágora y la filosofía era tema de conversación en los gimnasios. Jagu señala con agudeza, “¿cómo pudieron los esclavos haber permanecido indiferentes a los argumentos que demostraban que ningún hombre por naturaleza había nacido esclavo?”. Se trata de una discusión que mantuvieron los del Pórtico con los seguidores de Aristóteles. Con respecto de Roma, donde el espíritu estoico se aclimató de manera propicia, el hecho de que ciertas ideas estoicas eran conocidas entre las clases populares lo demuestran pasajes como éste de las Sátiras de Horacio (II 3): “a cuantos vuelven ciegos la estupidez y la ignorancia de la verdad, el Pórtico de Crisipo y su grey tienen por insensatos, y esto va para los pueblos como para los reyes”. Ciertamente hubo un momento, entre el siglo II a.C. y el advenimiento del cristianismo, en que el estoicismo constituyó la forma de pensar predominante en el Mediterráneo antiguo. Esta realidad mantiene su rastro en el pensamiento cristiano aunque la mayoría de las veces nos sea difícil de identificar.

Tampoco Pablo pudo estar ajeno a los grandes problemas de la filosofía del Pórtico. Oriundo de Tarso, en la Cilicia, su ciudad era una encrucijada entre dos culturas, la grecolatina y la semítica. Nadie como Pablo estaba preparado para identificar los puntos de encuentro entre el pensamiento griego, el judaísmo y el mensaje de Cristo. Nadie como él para llevar los evangelios a los gentiles. Senén Vidal (Las cartas originales de Pablo, Madrid, 1996) menciona en este respecto la importancia del “judaísmo helenista que configuraba el mundo religioso y cultural de Pablo”. Su formación griega se volvió un arma poderosa para la conquista del mundo pagano. Esto se hace evidente tanto en su pensamiento como en la lengua de sus cartas, escritas en un griego helenístico sencillo pero directo y sumamente eficaz, una lengua que es también, ella misma, encrucijada entre la forma culta de los filósofos y la simple del hombre común. Confluencia que se enriqueció, al parecer, con el arte de la argumentación y la elocuencia. 

La oposición entre el sabio (spudáios) y el necio o ignorante (phaulós), una constante en la ética de los del Pórtico, puede entreverse en las cartas paulinas. Para los del Pórtico, sabio es el que practica la virtud y sabe controlar las pasiones. Nos lo recuerda Estobeo (Égloga II 7): “a Zenón y los filósofos estoicos les parece que hay dos clases de hombres, la de los sabios y la de los ignorantes, y que es propio de los sabios practicar las virtudes, y de los necios practicar los vicios”. A la virtud, a su vez, se la define de manera aparentemente sencilla. Alejandro de Afrodisia, comentador de Aristóteles, dice que es “la ciencia de lo que se debe y de lo que no se debe hacer” (De fato, p. 211, 17). También Pablo (Efesios 5, 15) exhorta a los cristianos a “mirar atentamente cómo viven, para que no sean necios sino sabios”, y en Romanos 1 21-22, recordando su fracaso en Atenas al disputar con algunos filósofos epicúreos y estoicos (Hech. 17), dice que “se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se oscureció, y jactándose de ser sabios se volvieron estúpidos”.

El criterio que distingue al necio del sensato no puede ser sino diferente para Pablo y para los estoicos. Y es que Pablo, a quien anima un espíritu religioso, no puede reducir el modelo de la conducta humana a una fórmula ética. La sabiduría en el apóstol procede de una revelación, del acatamiento de una ley divina que se revela en las Escrituras, más allá de las geometrías racionalistas y las deducciones metodológicas. Para Pablo la contraposición entre virtud y vicio tiene las mayores consecuencias, aunque también las más profundas raíces en el pensamiento ético griego, si bien con un matiz religioso inédito en el contexto helénico. No será aventurado descubrir tras la condena al sexo fuera del matrimonio presente en la Primera carta a los Corintios (6, 12-20) (“Huyan de la fornicación. Todo pecado que haga el hombre está fuera del cuerpo, pero el que fornica peca contra su propio cuerpo”) ecos del viejo dualismo platónico entre cuerpo y alma, y más acá, de la disputa entre estoicos y epicúreos en torno al asunto del placer. Lo mismo diremos cuando el apóstol menciona en Gálatas (5, 19), entre las “obras de la carne” (érga tês sarkós), a la “fornicación”, la “lascivia”, las “borracheras”, las “orgías” y “otras cosas semejantes”.

Cuatro siglos antes de que Pablo llegara a Grecia, Zenón de Citio, el fundador de la escuela del Pórtico, había declarado que solo se debía rendir un culto espiritual a la divinidad, y que no debería erigirse ninguna estatua ni construirse ningún templo (Epifanio, Contra los herejes III 2, 9), pues ninguna obra hecha por el hombre es digna de la divinidad (Clemente de Alejandría, Stromata V 12, 76). Es lo que hay detrás del famoso discurso de Pablo en el Areópago, cuando decía a los sabios atenienses, un poco devolviéndoles sus propias palabras, que les anunciaba al Dios desconocido (ágnostos theós), “en el cual vivimos, nos movemos y existimos, como algunos de los poetas de ustedes han dicho, pues somos de su mismo linaje” (Hech. 17, 28). En efecto, Parménides, en su poema Acerca de la naturaleza compuesto en el siglo V a.C., declaraba que todo cuanto existe es un Ser inmóvil que equivale a la divinidad, y que todo movimiento no es más que ilusión. Asimismo los estoicos (Calcidio, Comentarios al Timeo de Platón 294; Cicerón, De natura deorum II 22; Estobeo, Égloga I 25, 6) creían que el mundo (kósmos) era la divinidad misma, un inmenso animal racional, la polis total que comparten dioses y hombres, pertenecientes a un mismo linaje (génos) y unidos por una misma ley, el lógos, basado en un mismo concepto de la virtud.

En el año 49 (algunos sostienen que antes) Pablo inició su segundo viaje misionero que lo llevó por primera vez a Grecia. Estuvo en la Tróade y en Samotracia, en Filipos, en Tesalónica, en Berea, en Atenas, Corinto y Éfeso antes de partir a Cesarea y Jerusalén. En su segundo viaje, que los historiadores sitúan a mediados de los cincuenta, estuvo por segunda vez en Éfeso, Assos y Macedonia, pero también pasó a Mileto y las islas, Rodas, Cos, Lesbos y Samos. No era poca cosa su misión: llevar la Nueva a los gentiles, a los griegos. Para ello se había preparado desde siempre, aun tal vez sin saberlo. Sabía la forma de pensar de los griegos y dominaba su lengua, conocía a sus filósofos y a sus poetas. Supo que no había otra forma de explicarles el original mensaje de Cristo sino a través de sus viejas palabras y de sus grandes conceptos. Fue como comprendió el poder renovador de los mestizajes, la fuerza conciliadora de las confluencias. Concibió entonces una ética y una teología, pero también una lengua del sincretismo. Una mezcla que hoy perdura y que aún tratamos de descifrar.


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