Odiseo en la poesía de Eugenio Montejo

11/06/2022

Odiseo atado al mástil de su barco tratando de vencer la atracción de las sirenas. Cuadro de Leon Belly Las sirenas (Museo de l’Hotel Sandelin, Saint Omer, Francia) | Wikimedia Commons

Tal vez, entre los poetas venezolanos del siglo XX, Eugenio Montejo haya sido quien mejor pudo comprender el secreto de ese misterio por el que todos somos un poco Odiseo. Quizás tanto como Ramos Sucre, algunos poemas de Montejo son producto de una íntima meditación sobre el mito del ingenioso rey de Ítaca, un intento por comprender el secreto que nos acerca tanto a él después de casi tres mil años. Intento que encontramos también en Borges; y también, desde luego, en Cavafis, y sin duda en Joyce, siempre con felices resultados. Borges, que fue poeta y ciego como Homero, plasmó en un bellísimo soneto (Odisea. Libro vigésimo tercero) la cualidad ambivalente del hombre rico en ardides condenado a ser muchos y ninguno:

…pero ¿dónde está aquel hombre

que en los días y noches del destierro

erraba por el mundo como un perro

y decía que Nadie era su nombre?

Cuestión de gustos, tal vez sea Cavafis quien haya expresado mejor esta intuición:

Ítaca te dio el bello viaje.

Sin ella no te hubieras arriesgado al camino.

Otras cosas ya no puede darte.

Vargas Llosa, en el espléndido prólogo a una poco conocida obra de teatro suya, Odiseo y Penélope, reconoce que nuestro héroe, a más de un esforzado aventurero, fue también un estupendo contador de cuentos, un polymythos. En ese sentido sabe complacer uno de los más esenciales placeres del hombre: escuchar historias. Por su parte Alfonso Reyes nos recuerda en su Junta de sombras que Odiseo, el Ulises de los romanos, es, por antonomasia, “el héroe de los viajes aventurados, el explorador de los pasos del mar”. Es, pues, el héroe moderno por antonomasia. Mucho más que Aquiles, “asolador de ciudades”; más que Agamenón Atrida, caudillo de hombres; más que Alejandro, el conquistador por excelencia, Odiseo ha sido el héroe mimado de poetas y narradores de la modernidad. Pero, ¿por qué después de tantos años lo seguimos sintiendo tan cercano? Quizás porque después de todo no es un matón, en esencia no es un guerrero. Su ámbito es el mar y la fantasía, las aventuras, no la guerra. Odiseo es, más bien, según los epítetos con que los nombra Homero, “ingenioso”, “astuto”, “prudente”, polytropos. Tal vez haya sin embargo otra razón más sencilla. Odiseo no persigue el poder ni la gloria. Solo es un hombre que busca su felicidad, y al final la encuentra.

También Montejo quiso escribir un poema y llamarlo Ítaca (Alfabeto del mundo, 1986). Manifiestamente se trata de un homenaje a Cavafis, como señala el propio epígrafe. Los primeros versos son inequívocos:

Por esta calle se va a Ítaca

y en su rumor de voces, pasos, sombras,

cualquier hombre es Ulises.

La naturaleza del viaje y del exilio se encuentra claramente expresada, pero también la conciencia de una épica interior cuyo campo de batalla no es otro que la psique de cada uno de nosotros. Aquí se ve la herencia de un siglo veinte que releyó a su manera la vieja historia de Homero. Si, como dijo Luckács, la novela es la epopeya de un mundo abandonado por los dioses, en el poema de Montejo la lucha por volver ocurre todos los días en la mente de cada uno. Así lo dice el poeta:

En los ojos de los paseantes arde su fuego;

sus pasos rápidos delatan el exilio.

Aun sin moverte, como estos árboles,

hoy o mañana llegarás a Ítaca. 

Está escrita en la palma de tu mano

como una raya que se ahonda

día tras día.

Odiseo es a la vez el hombre que marcha y el hombre que queda, de naturaleza tan griega al tiempo que fronteriza, es a la vez el transeúnte ajetreado y el diletante que alarga la espera. Es, apenas y nada menos, el hombre que vive. Retorno que se vuelve memoria postrema, el regreso a Ítaca luce inevitable. Metáfora de la vida misma, para Montejo la vuelta a la patria aparece como excusa para el poema total. De tal manera el arquetipo odiséico es llevado a su extremo significante.

Lo dirá de nuevo, esta vez de forma más directa, en el poema llamado, así simplemente, Ulises (Alfabeto del mundo, 1986):

Soy o fui Ulises, alguna vez todos lo somos;

después la vida nos hurga el equipaje

y a ciegas muda los sueños y las máscaras…

Montejo mismo es Odiseo. En no pocos de sus poemas se puede apreciar ese anhelo de totalidad a la vez que de evanescencia. Tensión entre ser muchos y nadie que es marca del rey de Ítaca, su poesía canta una plenitud pronta a desvanecerse, como si se ubicara sobre un punto de quiebre, al borde mismo del acantilado. 

El motivo del viaje y del retorno se hace ciertamente recurrente en sus poemas. Pasa en Trenes nocturnos (Algunas palabras, 1976): “dormimos recorriendo el mundo, / destinados a errar en sus vagones”. Pasa también en Vuelve a tus dioses profundos (Terredad, 1978):

Has rodado en el mundo más que ningún guijarro;

perdiste tu nombre, tu ciudad,

asido a visiones fragmentarias;

de tantas horas ¿qué retienes?

Pasa incluso en poemas como Caracas (Terredad, 1978), por cuyas calles vagan Odiseos-transeúntes, imagen tan joyceana que nos remite al mismo sentimiento cavafiano. Sentimiento de que todos, de alguna manera, estamos retornando. El regreso cotidiano deviene nostalgia de geografías perdidas:

Más lejana que Tebas, Troya, Nínive

y los fragmentos de sus sueños,

Caracas ¿dónde estuvo?

Perdí mi sombra y el tacto de sus piedras,

ya no se ve nada de mi infancia.

Retorno y nostalgia que pueden ser colectivos, como si el exilio interior pudiera escalar a pueblos enteros y esta circunstancia definiera en efecto un ethos social, un destino histórico, una psicología inconfesable y secretamente compartida. Es lo que nos dice en El Dorado (Trópico absoluto, 1982):

Siempre buscábamos El Dorado

en aviones y barcos de vela,

como alquimistas, como Diógenes,

al fin del arco iris,

por los parajes más ausentes…

Relato de una gran frustración histórica, nostálgica invención de un pueblo, de un país que no encuentra su destino:

Perdimos años, fuerza, vida;

nadie soñó que iba en la sangre,

que éramos su espejo.

Jamás lo descubrimos,

no era para nosotros su secreto.

Los hombres del país Orinoco

éramos hijos de la Quimera.

Ítaca-Caracas, Ítaca-Orinoco, Ítaca-El Dorado. Búsqueda y frustración de geografías afectivas, nostalgia por retornos incompletos, viaje individual o colectivo que se convierte en peregrinación amorosa. Hijo de Withman, el anhelo en Montejo no es otro que el del hombre común: el lugar de llegada, la meta existencial, el arribo final. Tampoco podía ser de otro modo con Manoa (Trópico absoluto, 1982), especie de Ítaca rebautizada y transterrada a estos trópicos:

No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire,

ningún indicio de sus piedras.

Ya fatigado de buscarla me detengo,

¿qué me importa el hallazgo de sus piedras?

Manoa no fue cantada como Troya

ni cayó en sitio

ni grabó sus paredes con hexámetros.

Manoa no es un lugar

sino un sentimiento.

Buscar y no hallar, para la modernidad Odiseo es, pues, un hombre cualquiera, un transeúnte de Caracas como de cualquier otra ciudad del mundo, viajero de cualquier aeropuerto, pasajero de cualquier tren nocturno. Siempre de paso, exiliado de su lugar como de sí mismo, se empeña en una vuelta que ignora pero intuye, en busca de una patria afectiva que podría llamarse El Dorado, Caracas o Manoa, si se quiere. Ubicuidad y ausencia, desarraigo y pertenencia, Montejo sabe, como Homero, que Odiseo somos todos y no es nadie a la vez, cualidad ambivalente que solo el mito se reserva. Ambigua y paradójica, la figura del rey astuto y aventurero resta como arquetipo de la existencia del hombre, como alegoría de la vida misma, tentación difícil de resistir para un poeta mayor.


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