Vista de Riga desde la iglesia de San Pedro, Letonia. Fotografía de Diego Delso
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Mi fervor por los trasatlánticos es deuda con Anita Lucca, mi madre, a quien le fascinaban las dilatadas travesías, bien sea aquellas que hizo entre La Guaira y Europa, cuando era una jovencita, o los cruceros que gozamos en familia, años después. Me quedó el gusto por la precisa arquitectura de un camarote, con pañoles, aprovechando el espacio; me quedó el gusto por salir a la cubierta a ver el mar, dándole la cara al viento yodado; y las cenas del capitán, y el teatro de vaudeville, y los bufés abiertos hasta la madrugada. En el fondo, es tener todo lo que en la vida cotidiana falta. Son hechos extraordinarios.
Nuestro viaje comenzó en Estocolmo, a donde no habíamos ido antes, de tal modo que fuimos con tres días de antelación para conocer la “Venecia del Norte”, como suelen llamarla, con justas razones. Una ciudad surcada por canales, puentes, caños y un aire imperial de sobrias dimensiones, adusto. Un viejo reino de parajes helados, navegantes e islas.
Estocolmo
Hacía calor en aquel país admirable, con una de las más altas calidades de vida del planeta. La patria de Igmar Bergman y Liv Ullmann, de Emanuel Swedenborg, de August Strindberg e inspiradora de un libro que me interesó en mi adolescencia: Suecia: infierno o paraíso, de Enrico Altavilla.
De este puerto milenario zarpamos por entre uno de los archipiélagos más grandes del mundo: treinta mil islas (Estocolmo); pero es que Suecia es el país de la tierra con mayor cantidad de islas: doscientas setenta mil. Sí, leyeron bien. Esa cifra, en una nación que ha hecho el tránsito inteligente de una economía protegida a otra más abierta, con mayor participación de la empresa privada en la prestación de servicios, sin que el Estado haya abandonado sus tareas de atención social a sus diez millones de habitantes, en una superficie de 450.295 km², la mitad de Venezuela.
Es el país de la singular familia Nobel, emprendedores e inventores, que entraron con fuerza en el mundo del petróleo a finales del siglo XIX en Azerbaiyán (Bakú), y crearon el Premio Nobel, en retribución a la sociedad que se había visto perjudicada por sus inventos al servicio de la explotación petrolera. Alfred Nobel inventó la dinamita en 1866.
Desde el puerto de Estocolmo zarpamos una tarde soleada de agosto de 2016, con una pareja entrañable de amigos (Álvaro y Araluz), y nos subimos al piso más alto del barco, para ver el curso de aquella mole que se abría paso con la serenidad de un elefante satisfecho, y sin carga. Guardo la imagen con nitidez: el azul intenso del mar, el verde azulado de los islotes y la alegría de los pasajeros en la cubierta. Era la dicha que siempre trae comenzar un viaje. Dejábamos atrás una ciudad amable con el peatón y los ciclistas, con tranvías y autobuses puntuales, arbolada, acuática, salmonera, tapizada por parques y avenidas con aceras generosas.
Helsinki
Al despertar después de la primera noche de navegación, en un mar que es como un lago-espejo, ya estábamos en el puerto que sirve a Helsinki. Salimos temprano a recorrer sus calles y nos detuvimos a ver cómo se vive en uno de los diez países más desarrollados del mundo, donde la educación es célebre por su espíritu liberal y sus logros. Han sido muchos años de sujeción a otros (setecientos años a Suecia, un siglo a Rusia) como para no conocer el precio de la libertad. La mayoría es luterana, en aquella tierra con alrededor de cinco millones de habitantes, de los que seiscientos treinta mil viven en Helsinki. Una ciudad pequeña, aireada, con espacios abiertos peatonales, el país de Sibelius, y el mayor número de saunas por kilómetro cuadrado en el orbe. Es una obsesión nacional justificada.
En la capital de Finlandia tienes la sensación de estar en una ciudad acotada, en un país de bosques muy extensos, muy cerca del polo, entre dos potencias que durante años le hicieron la vida imposible, y que los daños demográficos de sus guerras le abrieron la puerta a las mujeres antes que en otros lugares del mundo. Son pioneras.
San Petersburgo
Estuve en 1988, cuando Gorbachov ensayaba abrir la sociedad soviética, pero todavía no se había venido abajo el castillo de naipes. Casi treinta años después la ciudad había cambiado mucho. Ahora la alegría del turismo imantaba las calles, antes su ausencia las deprimía. Antes, el gris. Ahora, los colores. Estaba en el país de Mijail Bulgákov y creía ver a El maestro y Margarita en todas las esquinas. Las columnas de malaquita del Hermitage eran las mismas, y el río Neva seguía su curso hacía el Báltico. La perspectiva de la avenida Nevski seguía allí, y Tsarskoyé Seló también. Pedro el Grande seguía presente más allá del imperio soviético, al igual que los poemas de Anna Ajmátova que tanto han tocado mi puerta.
Otra ciudad de agua fluvial y marina, como Estocolmo, pero de mayores dimensiones. Con un Metro de una profundidad abismal y unos edificios de vivienda en las afueras, brutalistas, como solo podían hacerlos desde una perspectiva enconada de la vida. Me gustó estar en la San Petersburgo con propiedad privada, globalizada, con horizontes por alcanzar.
Tallin
De los tres países bálticos satelizados por la Unión Soviética (Estonia, Letonia, Lituania) hasta 1991, ha sido Estonia el que ha avanzado más rápido hacia la modernidad. Turismo y un cetro alcanzado hace poco se destacan: “El país más digitalizado del mundo”. Todo se puede hacer en la red, menos casarse, divorciarse o comprar una casa. Abrazaron el futuro de inmediato, después de haber dormido muchos años en un anacronismo feudal.
Un país pequeño, 1.400.000 habitantes y una capital, Tallin, donde está uno de los centros históricos medievales mejor conservados del continente. Preciosa. Sus nuevas construcciones en la ciudad reciente son de vidrio, ultra tecnológicas, inteligentes, de menores dimensiones, como toda Estonia. Pequeña, pero con tecnología de punta. Me gustó tanto recorrer sus calles optimistas, donde uno advierte que las páginas oscuras de la historia, finalmente pasan.
Riga
Había estado en Riga en 1988 y los cambios ahora eran evidentes, aunque pesaba mucho la arquitectura opresiva de los años cuarenta y cincuenta, inevitables y presentes, como recordando los nubarrones de una tormenta frente a Valparaíso. Letonia cuenta con dos millones de habitantes, y en Riga se conserva intacta su zona central medieval, también, pero es más discreta que la de Tallin. Hablan letón, una lengua báltica original que ha logrado conservarse, y esto les sirvió de base para distinguir entre letones y rusos, en 1991, cuando se restauró su dignidad, recuperando su independencia perdida en 1940 al paso del ejército soviético invasor. Hoy impera la economía de mercado y el régimen político es parlamentario, los resultados están a la vista.
Klaipeda
Klaipeda es el puerto báltico de Lituania, de modo que no conocimos este país, cuya capital, Vilnis, está tierra adentro. Es poco lo que se puede decir de un puerto pequeño y bien organizado, volcado al turismo naviero. De los tres países bálticos que recuperaron su libertad en 1991 es el de mayor población, casi tres millones de habitantes, y el ingreso per cápita más alto de los tres. Desde el 2013 el Banco Mundial lo considera un país desarrollado, después de haber padecido la centralización y el atraso en tiempos soviéticos.
Berlín
Estuve en 1996, siete años después de uno de los hechos más hermosos del siglo XX: la caída del muro (1989) sin disparar un tiro. Veinte años después el cambio es notorio, aunque la triste arquitectura de viviendas del lado Este está ahí, y no ha sido intervenida. Había ido en invierno y ahora en verano. El verde veraniego y los lagos surcados por botes a vela alegran el espíritu.
Las segundas veces en las ciudades son mejores que las primeras: ya no vas a los hitos fundamentales, te metes por otros caminos del laberinto urbano o te dedicas a caminar sin rumbo, como metabolizando el espacio. Eso hicimos alrededor del Reichstag, restaurado, y la puerta de Brandemburgo, y las avenidas arboladas, y los parques alrededor de los lagos.
En 1996 me pareció que era una ciudad espejo, ya que una parte y otra se duplicaban: dos museos, dos plazas centrales, monumentos dobles, era como una ciudad que había engendrado a otra, a partir de un muro. Ya no, ahora se siente una integración. Veinte años de incorporación a Occidente no pasan en vano.
Copenhagen
Si el principio del viaje nos trajo la sorpresa de Estocolmo, el final nos dio otra consistente: Copenhagen. Un paraíso de ciclistas y bulevares en el país del mundo con mayor porcentaje de energía eólica, poco más del 40 %, naciente de los molinos de viento, enfilados cerca de la costa, en el mar, como un escuadrón de espantapájaros alegres.
Dinamarca, además de ser una de las monarquías más antiguas del mundo, desde el siglo IX, ha conquistado el corazón de los televidentes con Borgen, la mejor serie política que he visto, y Herrens Veje, otra joya sobre la vida inimaginable de un pastor protestante y su familia disfuncional. Ambas del mismo realizador: Adam Price. Todo un fenómeno.
En el bulevar central de la ciudad entramos en un sitio curioso. Metes los pies en una pecera durante quince minutos, para que unos pececitos hambrientos se coman los pellejitos imperceptibles y sientas un cosquilleo leve. Al salir, es como si hubieses llevado el carro al auto lavado de Prados del Este. Limpio y ligero.
Tomamos un avión para regresar a nuestra casa, pero me quedé añorando el barco gigantesco, así como hubiera dado todo el oro del mundo por tomar el Orient Express, entre Londres y Estambul, cuando el planeta respiraba de otra manera, y no íbamos por los pasillos de los aeropuertos jadeando para no perder las conexiones. ¡Qué vivan los barcos!
Rafael Arráiz Lucca
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