Perspectivas

Nadie acabará con los libros

06/06/2020

La biblioteca de la Universidad de Oriente. Fotografía de @UDO_VE | Twitter

Dejad ya de prender fuego
a pergaminos y papeles,
y mostrad vuestra ciencia
para que bien se vea
quién es el que sabe.
Pues, aunque queméis el papel,
nunca quemaréis lo que contiene,
porque en mi interior lo llevo,
viaja siempre conmigo cuando cabalgo,
conmigo duerme mientras descanso
y en mi tumba será enterrado luego.

Aisa Bint Ahmad, poetisa andalusí, s. X

 

En abril de 2010, hace ya diez años, se publicó Nadie acabará con los libros, versión española de N’espérez pas vous débarrasser des livres (Gresset & Fasquelle, Paris), aparecido un año antes. Se trata de un ciclo de entrevistas realizadas por Jean-Philippe de Tonnac, ensayista, novelista, periodista y editor francés que ha trabajado para Le Nouvel Observateur; más bien una serie de conversaciones sostenidas entre Umberto Eco y Jean-Claude Carrière acerca la historia del libro y sus avatares, y de la posibilidad, que aún hoy algunos creen cierta (y más entonces), de que el libro en su formato tradicional, tal y como lo conocemos, desaparezca como resultado del surgimiento de las nuevas tecnologías. Jean-Claude Carrière es un reconocido ensayista, guionista y dramaturgo que cuenta entre sus valías el haber escrito el guión de películas como Cyrano de Bergerac (1990) y haber colaborado durante veinte años con Luís Buñuel, nada menos. A Umberto Eco no hace falta presentarlo.

La tesis central es simple: el libro no desaparecerá con la llegada del libro digital, como tampoco desapareció la pintura con la invención de la fotografía ni el teatro con la invención del cine. Antes bien, ambos seguirán conviviendo para bien de la cultura y los lectores. Sin embargo, el planteamiento da pie para charlas no por ilustradas menos agradables. Uno de los capítulos más interesantes (al menos para los espantados lectores de las noticias de estos días) es el que se titula “La censura del fuego”. Aunque el asunto parezca simple, bien mirado no deja de implicar sesudas preguntas: ¿qué nos lleva a entregar a las llamas a un conjunto de libros?, ¿qué significa para nosotros la “quema” del conocimiento?, ¿por qué el fuego y no otra forma de destrucción? 

La cuestión es introducida directamente por De Tonnac con una frase contundente: “Entre los censores más temibles de la historia de los libros, el fuego merece un lugar privilegiado”. Los tertuliantes pasan revista a algunos episodios en que arden los libros. Son europeos y de estos tiempos. Desde luego, lo primero que les viene a la cabeza es su experiencia históricamente más cercana, las quemas realizadas por los nazis. Goebbels, que dirigió la política de aniquilación del patrimonio bibliográfico judío, era probablemente el único intelectual, y también bibliófilo, entre los nazis. No cabe duda de que sabía perfectamente lo que hacía. No por nada llamaba “arte degenerado” a los libros que destruía. Algo parecido hizo el cardenal Cisneros en Granada, cuando mandó hacer una gigantesca pira con más de cuatro mil manuscritos nazaríes en el centro de la plaza Bib-Rambla. 

Sin embargo Carrière asegura que, peores que los nazis, los mayores destructores de libros fueron los españoles en América. En los albores de la modernidad, añade Eco, Occidente entró en contacto con dos culturas en los extremos del mundo: la china y la amerindia. China era un gran imperio al que no se podía conquistar, pero con el que se ansiaba comerciar. En América, los conquistadores españoles encontraron pueblos que consideraron salvajes y sanguinarios, lo que les dio excusa estupenda para el saqueo y el genocidio. A los jesuitas que fueron a la China los ideogramas les parecieron un lenguaje sofisticado que interesaba descifrar. A Cortés y a Pizarro, como a los franciscanos y dominicos que les acompañaron (con notables excepciones, como el caso de Bernardino de Sahagún), los pictogramas amerindios les parecieron simples imitaciones de cosas, meras figuras. Estimaron que aquellos exquisitos códices nahuas en la noble corteza del amate eran carentes de valor. Hoy sabemos que la escritura pictográfica era mucho más sofisticada que los ideogramas chinos. 

Eustache Le Sueur (1617-1655), La predicación de san Pablo en Efeso | Museo del Louvre, París

Es claro que los censores siempre encontrarán una justificación ideológica. Carrière recuerda la vez que lo invitaron al Museo del Louvre para que hablase de una obra escogida por él mismo. Carrière escogió La predicación de san Pablo en Éfeso, de Eustache Le Sueur (1617-1655), que se encuentra en el segundo piso del ala Sully. El cuadro muestra a san Pablo de barba y bata, exactamente como podría lucir hoy un ayatolá, salvo por el turbante. Pablo, de mano alzada y con la mirada inflamada, predica a un puñado de efesios. Al fondo se alza lo que debería ser el célebre templo de Artemisa, según la imaginación del pintor. A los pies del apóstol y de espaldas para quien contempla el cuadro, un esclavo negro, seguramente converso, atiza una pequeña hoguera donde se queman unos libros. Carrière recuerda haberse acercado para detallar de qué libros se trataba: sin duda eran libros científicos, libros de ciencia griega. A la izquierda de los libros una caja astronómica y una pequeña pizarra con dibujos de figuras geométricas esperan ser devoradas por las llamas. Las matemáticas y la astronomía representan a la ciencia, el peligroso saber pagano contra el que Pablo predica con virulencia.

Eco no deja de advertir de que hay una connotación racista en el hecho de que el esclavo que aviva las llamas sea negro, con evidentes rasgos africanos. Es el único negro de la escena, ése que sopla las llamas, a pesar de que Pablo, lo sabemos por las más antiguas representaciones, era bastante moreno, bien quemado por el sol del Mediterráneo. Las llamas, por otra parte, no dejan de tener importante simbolismo. El fuego, lo sabemos, purifica. Las brujas, los herejes, los libros que contienen sus conjuros y sus ideas perversas, todo lo maligno y lo impuro, se quema. El arte “degenerado” precisa, ergo, de una “regeneración”, el renacimiento que sucede a toda destrucción. Por ello el censor envía a las llamas, para purificar y regenerar. También por eso no hay otra destrucción que la del fuego para los libros condenados. 

Eco no deja de recordar que se trata de una concepción que se remonta a Heráclito y los estoicos. Para Heráclito, todo nace del fuego y en el fuego ha de morir. Se trata de la teoría de la palingénesis, que después defenderán los estoicos. “Gracias al incendio universal, los mismos hombres volverán a encontrarse en las mismas circunstancias, es decir, Ánito y Meleto acusando, y Heracles combatiendo”, decía Zenón. Y en otro lugar: “Existirán nuevamente Sócrates, Platón y cada uno de los hombres, con sus mismos amigos, y volverán a tener las mismas sensaciones”. Para los del Pórtico, el mundo surge a partir del fuego que le insufla el lógos, la razón universal. Al final de su ciclo se consumirá en una gran conflagración (ekpyrosis), para volver a formarse de nuevo (apokatástasis), y así por siempre. También la ciudad distópica de Guy Montag, el héroe de Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury (1953), es bombardeada y destruida, y debe reconstruirse desde sus cimientos. Montag es un bombero encargado de quemar libros por orden del gobierno en los Estados Unidos del futuro, donde los libros están prohibidos. A los 451º Fahrenheit (232,8º centígrados) el papel arde.

Es imposible quemar todos los libros. De ahí también el simbolismo de la hoguera. El censor lo sabe: de Gutenberg para acá, es imposible hallar todos y cada uno de los ejemplares de un libro y destruirlos. Solo se puede quemar uno o, con suerte, algunos. Por eso la empresa, “tan criminal como utópica”, se convierte en símbolo, apunta Carrière. El libro quemado es un libro condenado, marcado, como en una especie de auto de fe. Una fe que puede ser en Dios, pero también en cualquier ideología. No es un problema teológico, es un problema epistemológico: la fe que triunfa sobre la razón. Es lo que se lee claramente bajo las formas coloridas del cuadro de Le Sueur. Bajo el rostro alucinado y gesticulante de un san Pablo poseído por su fe, instrumento de su fe, ante sus pies descalzos arden los libros y los objetos de ciencia, símbolo de una razón cuestionadora y por tanto subversiva y peligrosa. Todo se reduce a un problema de poder. Todo se resume en una frase de este libro, que no he dejado de subrayar: “Es el principio mismo de la Revolución: todo saber oculta un poder, por lo tanto, hay que desembarazarse del saber”.


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