Perspectivas

“Nada en exceso”

28/01/2023

Ruinas del templo de Apolo. Delfos. Fotografía cortesía del autor

Recuerdo la primera y única vez que la traduje. Tendría yo dieciocho o  diecinueve años y estaba en el primer nivel de griego. Es una frase muy sencilla, nada de concordancias ni conjugaciones. Solo dos palabras: un adverbio de negación y otro de modo. Mêdèn ágan. De una concisión y economía admirables. Solo dos palabras, pero cuánto encierran. Los historiadores dicen que estaba a la derecha en el frontón del templo de Apolo en Delfos, del que ahora solo se conservan los cimientos y los restos de seis columnas. La frase es atribuida a los Siete Sabios, según la tradición más aceptada, que se remonta a la Edad Media y a la Antigüedad misma. Según Aristóteles (Rhet. 1389 c) su creador fue Quilón de Esparta, que vivió en el siglo VI a.C. Según otros, su autor es el mismísimo Apolo, aunque quizás se trata simplemente de sabiduría popular. Forma parte de las 147 máximas, aforismos o proverbios que estaban inscritas en las paredes del templo, aunque ésta, como se ve, grabada en el frontón del templo, ocupaba un lugar preferente. Los griegos admiraron e hicieron suyas cada una de estas frases y las adoptaron como inspiración para sus vidas, al punto de que el historiador Pausanias escribió en el siglo II que “las palabras escritas en el pórtico de Delfos son de utilidad para los hombres”. No para los filósofos, no para los griegos, para la humanidad entera.

“Nada en exceso”. La frase habla de una sabiduría que busca el equilibrio, el justo medio. De una conducta basada en la ponderación, en el autocontrol, la medida, la temperancia. De un ideal que exige ante todo el dominio y el conocimiento de uno mismo.

Tiempo después me topé con esta maravilla:

Corazón, corazón, si te turban pesares sin remedio
¡arriba! Resiste al enemigo y saca de frente el pecho
y a la emboscada traidora oponte con firmeza.
Y si sales vencedor, disimula, corazón, no te ufanes,
y si eres vencido no te humilles llorando en casa.
Que no te importen demasiado
tu dicha en el éxito, tu pena en los fracasos.
Entiende que en la vida manda el cambio y la alternancia.

Se trata del fragmento 67a D de Arquíloco de Paros, un texto que, en mi opinión, no ha recibido la atención que merece. No es fácil de traducir. El poeta se dirige a sí mismo (thymé, thymé…), pero solo a una parte de sí. El thymós, “ánimo”, “gana”, “deseo”, es el asiento de los sentimientos, de los impulsos, de muchas de las emociones, y por supuesto, reside en el pecho, stérnon. Arquíloco se desdobla, y aquí la enorme originalidad del poema. Creo que eso no había ocurrido antes en la poesía griega, incuso la lírica. Pero no se habla a sí mismo sino a su thymós, la fuente de donde brotan sus propios sentimientos.

Prevalece un lenguaje militar que el poeta busca parodiar, mostrando cómo también dentro el pecho, en los sentimientos de la gente, ocurren encarnizadas batallas, que la vida puede ser vista también como una guerra entre la tristeza y la felicidad. El último verso es especialmente complicado: la palabra rythmós significa, como es fácil imaginar, “ritmo”, “movimiento acompasado en el tiempo”; pero también “proporción simétrica”, “medida justa”, “cambio regular”. Obviamente no puedo poner “la vida es ritmo”, porque el verso tendría en español un carácter festivo que el original griego de ninguna manera tiene. Espero haber podido expresar la idea de la mejor manera: la vida como continuo cambio en el tiempo, donde alterna una cierta proporción entre los bienes y los males, entre la dicha y la desdicha, la felicidad y el sufrimiento.

Arquíloco de Paros “floreció” (así decían los antiguos para significar que alguien había alcanzado el máximo esplendor de su vida) hacia el 650 a.C. Era hijo de un noble pario y de una esclava. Pronto tuvo que emigrar de su isla natal y ganarse la vida como soldado al servicio de reyes y tiranos. Supo así que la guerra es un lugar penoso donde abundan el dolor, la sangre y la muerte, y no un resplandeciente escenario de heroicas hazañas. Así lo plasmó en sus poemas, burlándose y desafiando la ilustre tradición homérica. En el amor también fue desdichado. Se enamoró de una tal Neobula, pero el padre de ella, Licambes, prefirió darla a un mejor partido (“cualquier cosa menos un yerno poeta”, pensaría). Poeta bastardo y mercenario, Arquíloco se expresó en yambos, cuya invención le atribuyen algunos de sus contemporáneos. Metro popular y poco noble, en nada resultaba adecuado para la épica y la poesía elevada. Su canto desgarrado, escéptico e irreverente, su palabra mordaz e hiriente ponderan sin embargo una actitud ecuánime y serena ante los imprevisibles avatares de la vida.

¿Fue Arquíloco una suerte de poeta “preestoico”? Difícilmente. Lejos de sustraerse de la pasión, se abandona a ella, la sufre, la vive sin menoscabo de su propia condición humana. No niega el sufrimiento, sino que lo asume consciente de su naturaleza efímera, al igual que la felicidad, sabiendo que la inestabilidad es intrínseca a la vida del hombre. No se trata de extirpar a las pasiones, sino de vivirlas conscientes de su fugacidad, de su pequeñez. Su invitación a la mesura y a la contención nace de su escepticismo, no de un imperativo filosófico. Mucho tiempo después, en Roma, un poeta que se asume como parte de la “grey de Epicuro” dirá lo mismo con versos y palabras diferentes. En su Oda II 10, esto recomienda Horacio a su amigo Licinio Murena, en estrofas sáficas:

Mejor vivirás, Licinio, si no te lanzas siempre
a la alta mar ni, porque temes a las tormentas,
te pegas demasiado a la insegura costa.

Quien la dorada medianía prefiera
a salvo estará de un techo ruinoso
y sobrio renuncia al envidiable salón.

Al alto pino azota más el viento fuerte,
con más estruendo cae la pesada torre,
el rayo hiere más la cumbre de los montes.

Un pecho bien preparado guarda esperanza
en los desastres y teme cuando todo va bien.
Júpiter hace volver los terribles inviernos

y se los lleva. Lo malo no es eterno:
no siempre tiende el arco Apolo,
a veces también despierta a la Musa con su cítara.

Sé valiente y animoso en la adversidad,
pero también recogerás prudentemente las velas
si sopla un viento demasiado favorable.

Nunca dejé de pensar en aquella máxima délfica que tantas cosas significa, en cuya sabia y concentrada adustez me parece escuchar los consejos de mis abuelos. En un mundo que glorifica lo extremo, lo inmediato, la hazaña y el exceso, la invitación a la mesura, a la prudencia y a la ponderación, a la cautela y la esperanza, resuena como una clara campanada en medio de la lluvia. Nos hemos acostumbrado a ver el pensamiento de los antiguos como una sucesión de nombres de individuos y escuelas con temas y métodos diferentes, y no como una sola marcha, un esfuerzo histórico y colectivo por alcanzar, a través de diferentes senderos, un mismo ideal de sabiduría, una forma compartida de entender la vida, una sola ruta que también es nuestra.


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