Literatura

Nacido en Caracas

13/11/2020

Fotografía de Ramón Paolini, Autopista Francisco Fajardo, San Agustín 1980 | © Archivo de Fotografía Urbana

I

La ciudad donde se nace es el aire que se respira: no es posible imaginar otro centro que esa casa, esa calle de donde uno se podrá alejar de vez en cuando, pero nunca pierde su carácter de forja a la que siempre se volverá.

De Cristo a Arismendi, número 98: ya esa dirección dice algo de la Caracas cambiante que me definió, porque la esquina del Cristo (que no se debe confundir con la del Cristo al Revés, que está en La Pastora) definía el límite sureste de la Caracas a principios del siglo XX. Casi un descampado rodeado de barrancos, donde la firma Juan Gómez e hijos compró varios terrenos en los que instalaría depósitos para el café que exportaba, así como casas y galpones. Pero la esquina de Arismendi ya es otra cosa porque corresponde a una urbanización planificada, San Agustín, hecha de casas mucho más pequeñas que las tradicionales, pero más modernas; una de las primeras extensiones de la ciudad hacia el este, donde se fue instalando una clase media modesta aunque ambiciosa.

Mi casa no era una de esas, sino más bien una especie de apartamento grande montado como una herradura sobre el taller de mi padre, y la prioridad estaba clara: el taller había sido el núcleo que le había permitido progresar y construir la casa sobre él. Una parte de las ventanas daba a la calle, pero el interior de la herradura daba a la nave industrial donde algunos obreros cortaban grandes láminas de acero en una máquina estruendosa, otros manejaban los tornos y otros más trabajaban en la fundición de metales. Bastaba con bajar una escalera para llegar a la oficina; el trabajo de mi padre no era algo que se hiciera lejos, en otra parte, sino todo el día ante nuestros ojos y oídos.

Frente a las ventanas de la calle no había una gran vista: la montaña estaba tapada por un edificio, pero hacia el oeste, cuando me asomaba a la ventana del “escritorio”, podía ver el sol ponerse entre unas palmeras que me parecían lejanas e inalcanzables. Eso, me decían, era el centro. Una vez alguien me llevó al centro, y no me gustó el ruido ni el gentío: de allí en adelante el movimiento sería siempre hacia el este.

Ese escritorio, lo que ahora llaman “estudio”, era mi sitio favorito. Fue allí donde aprendí a leer. Por razones que sería complicado explicar, no aprendí a leer en la escuela sino en casa, con maestras contratadas por mi padre viudo. Recuerdo un par de ellas cuyos atributos físicos eran infinitamente superiores a los pedagógicos, lo que hoy me hace dudar de las verdaderas razones por las que fueron empleadas. Hizo falta que viniera una señora de cierta edad, con aspecto de solterona, de pelo gris y anteojos gruesos, quien apeló al manual Abajo cadenas editado masivamente por el Estado para la alfabetización de adultos. Así que, en lugar de “mi mamá me ama”, aprendí “el arado ara” mientras veía a los campesinos roturar la tierra tras los bueyes. Lo que las otras habían intentado sin éxito lo consiguió ella en pocas semanas, aunque ni ella ni ninguna de las que vinieron después lograron hacerme escribir derecho.

Antes de la llegada de la televisión el escritorio era el lugar donde se podía conseguir más entretenimiento: libros, revistas, los viejos catálogos de tiendas que enviaban cualquier cosa –desde muebles hasta armas– por correo (Amazon antes de Amazon) y, por supuesto, la Espasa (¡otro que nos viene con la Espasa, como si ya Manguel y Cozarinsky no nos hubieran hablado de ella!). Cierto, pero es que en aquellos tiempos no existía la Red y eso era lo más parecido a Internet que había. Además, nuestra Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana, de Espasa y Calpe, con sus setenta tomos, diez apéndices y ocho suplementos hasta que dejaron de comprarlos, no estaba guillotinada como la de Manguel, sino muy completa y hasta tenía una biblioteca construida para ella.

Pero no todo era leer, claro: cuando estaba solo y aburrido me entretenía lanzando monedas a la calle esperando ver quién era el primero en verlas y recogerlas. Por suerte nunca me descubrieron en esta fechoría, mi primera y literal forma de “botar la plata”, pecado capital si había uno en mi hogar, y del que yo mismo me sigo acusando a la menor oportunidad.

Mi padre a veces salía a pasear por el vecindario llevando a sus hijos menores. Uno de los paseos era ir a casa de la abuela materna a llevarle su asignación mensual, un billete de cien bolívares dentro de un estuche que le entregaba uno de los niños (actuando como pararrayos en una relación, si no abiertamente conflictiva, de una tensión visible). De Arismendi bajábamos a Camilo Torres, de ahí a Campo Elías (casi todas las esquinas de San Agustín del Norte tienen nombres de próceres o de batallas por alguna manía nacionalista de los urbanizadores); y luego dos largas cuadras hasta Tenería, donde la abuela vivía sola en una casa que yo creía la más pequeña de San Agustín porque su frente apenas abarcaba la puerta principal, desde donde se abría en abanico hacia el mínimo zaguán y el patio. Otros paseos con aire de aventura nos llevaban al 13 de Vargas a Bolívar, sede de los amores no tan clandestinos de mi padre, pero esa es otra historia. Lo cierto es que precisamente en la esquina de Bolívar estaba el quiosco donde comprábamos las barajitas del álbum de Simón Bolívar que se había puesto de moda en esos años, cuyas imágenes eran copias de cuadros de Tito Salas.

Si teníamos tiempo y suerte nos deteníamos en algún local para comprar suplementos, mis primeras lecturas. Afortunadamente, todavía faltaba mucho para que Ariel Dorfman y Armand Mattelart, herederos de la inquisición, condenaran las historietas por ser vehículo de la alienación y el imperialismo. Sin culpa alguna descubrí el placer intenso de la lectura cada vez que mi padre nos llevaba al quiosco, y especialmente cuando cometía la extravagancia de comprarnos los volúmenes gruesos que compilaban varias aventuras. Como esas ocasiones no eran tan frecuentes, también tuve que aprender el arte de la relectura: en el mueble de un radio abandonado se iban acumulando revistas viejas y suplementos descartados. Había que hurgar hasta el fondo si uno quería tener la sensación de que estaba leyendo esa historia por primera vez, porque ya la había olvidado. Era un pequeño triunfo entre muchas derrotas: la memoria se resistía a colaborar con la ilusión.

En las caminatas pasábamos frente al cine El Dorado, al que nunca fui porque las películas eran más que todo mexicanas. Alguna vez fuimos al cine América, donde daban películas románticas que a los niños nos parecían fastidiosas. Pero el templo del cine era el Lido; para llegar a él había que atravesar buena parte de la ciudad: el Conde, Puente de Hierro, Los Caobos, Sabana Grande, porque aún no existía la autopista del este. Después se abría una avenida ancha y, al pasar el edificio Galipán, se llegaba al Lido, con su foyer de doble altura donde unas sílfides bailaban. Era allí donde veíamos las películas de Disney. Al salir íbamos al otro templo que estaba justo al lado, el Quiosco del Este, donde había revistas en varios idiomas, todos los suplementos que uno pudiera imaginar y hasta libros.

El otro cine eran las películas caseras que veíamos muy de vez en cuando, con sus expediciones de cacería, salidas a la playa y disputas infantiles, pero en las que, ahora vengo a darme cuenta, nunca aparecían quienes se habían ido antes de tiempo. Operación de montaje o simplemente la de guardar en el fondo de gavetas las bobinas que no se querían ver y que ya nadie verá.

II

El este se fue acercando antes de nosotros irnos a él. Primero fue una tía que se mudó a una casa diseñada por su esposo en La Floresta, un poco más allá de Altamira. Era una de esas urbanizaciones pensadas a la americana, con jardines de grama y sin rejas ni muros. Cuando íbamos a visitarlos me acostumbré a intercambiar libros con la prima de mi edad que compartía mi inclinación por la lectura. Entre las portadas verdes de la colección “Cadete” descubríamos versiones “adaptadas” para niños de Walter Scott, Mark Twain, Julio Verne, Lewis Carroll y muchos otros. Además de las aventuras de piratas y exploradores, me dejé seducir por el mundo de Louisa May Alcott. La muerte de Beth (personaje de Mujercitas) me descubrió que unas manchas de tinta sobre papel tienen el poder de hacerte llorar, y las muchas secuelas y variaciones de esa obra se convirtieron en un mundo del que me sentía un habitante más.

En las primeras lecturas influye mucho el azar de lo leído por quienes llegaron antes; en los libros dejados atrás por mis hermanas mayores descubrí mundos completos, donde uno podía encontrarse a los mismos personajes una y otra vez: la muñeca Emilia, Naricitas, Perucho y la abuela iban desde la finca hasta las galaxias con Monteiro Lobato; Celia me deleitaba por su rebeldía, tan lejana de mi forma de ser, y por el ingenio de Elena Fortún para crearle problemas; y Sofía, ¡ay, Sofía!, enfrentaba los castigos cada vez más retorcidos de la condesa de Ségur. Háblenme de secuelas, precuelas, franquicias: nada nuevo.

Un día nos tocó mudarnos, no en la mejor de las circunstancias, pero esa también es otra historia. Baste decir que ahora se había ido uno más antes de tiempo: el padre. No estando ya el protector que se aferraba a su trabajo en San Agustín llegó el momento, bastante tardío, de incorporarse al éxodo hacia el este. El 132 de la Avenida Principal de La Castellana estaba (todavía está) en la última cuadra, donde apenas un parque separaba la ciudad de las faldas del Ávila. Como todavía la Cota Mil no había hecho su cicatriz en el cerro, era una calle tranquila y silenciosa. Algunas mañanas íbamos muy temprano a comprar arepas que vendían en una casa de El Pedregal, porque no habían inventado la harina precocida y daba mucho trabajo hacerlas en nuestra propia cocina. Pero casi siempre desayunábamos con el pan de a locha que dejaba el itinerante panadero portugués junto con la leche y el periódico.

Era todavía Caracas, pero a la vez era otra cosa totalmente distinta, menos ciudad, porque entre la casa y la calle, sembrada de grandes jabillos, se interponía un pequeño jardín. Quizás la mayor diferencia era que ya no pasábamos el día oyendo el ruido incesante de las máquinas del taller; ya el hogar no era una especie de anexo de lo importante, la producción, sino un sitio autónomo, diferente. Era como la realización del sueño burgués de irse a vivir al campo o, mejor dicho, a esas imitaciones del campo que son las urbanizaciones opulentas, para esconder entre bosques y jardines sedosos el origen de la riqueza en el mundo de la producción, con la dureza y fealdad que algunos quieren ocultar a sus hijos.

Al separarnos del taller, que se vendió porque todavía estábamos muy jóvenes para manejarlo, lo hicimos también de la fuente original que había permitido a mi padre hacerse de una cierta prosperidad; nos convertimos en rentistas, en cobradores de alquileres que nos permitieron vivir bien por algunos años, pero las cuales terminarían por agotarse lentamente en medio de los altibajos del país.

Andaba por los doce años cuando las desavenencias con mi hermano llevaron a que, “para evitar problemas”, yo me encerrara en el cuarto de alguna de mis hermanas mientras ellas no estaban; muchas veces tardes enteras. La prisión terminó por convertirse en un regalo inesperado: largas horas de lectura sin interferencias ni supervisión de adultos. Mi hermana estudiaba en la Universidad Central, que en esos primeros años sesenta era un foco de ideas de izquierda. Pero no fueron los libros políticos los que primero me llamaron la atención, sino las novelas, y especialmente las de Alberto Moravia quizás porque intuía que en ellas iba a encontrar pasajes para satisfacer mi incipiente curiosidad sexual. De ellas recuerdo muy poco y de lo que esperaba de sus historias menos todavía. La lectura que si me atrapó fue Memorias de una joven formal de Simone de Beauvoir, y su primera secuela, La plenitud de la vida, que se acababan de publicar. En ellas contaba sus experiencias durante el ascenso del fascismo, la Segunda Guerra Mundial, la ocupación, la Guerra Fría y el surgimiento del existencialismo, de los cuales yo sabía poco y entendía menos. Pero su lectura me descubrió otras formas de estar en el mundo en las que no todo pasaba por relaciones y familias convencionales: alguna gente vivía en hoteles y escribía en los cafés, y había muchas formas de ser de izquierda. Hoy se sabe que, como muchos escritores de autobiografías, de Beauvoir aprovechó la suya para construir un mito ocultando o maquillando los aspectos cuestionables y hasta sórdidos de la vida de ese grupo de intelectuales bohemios; pero en aquel momento logró vender esa mitología a muchos jóvenes que buscaban formas de rebelarse contra la familia y la sociedad. Aunque ella y Sartre siguieron siendo básicamente marxistas por el resto de sus vidas, su relato sobre las campañas difamatorias del Partido Comunista francés y su gran sacerdote, Louis Aragon, contra el existencialismo y sus defensores me ayudó a tomar distancia frente al hegemonismo y el culto a la unanimidad de la izquierda. Todavía me faltaban varios años para interesarme en serio en la política, pero sigo en deuda con de Beauvoir por haberme mostrado el peligro de los dogmas infalibles y las sectas excluyentes.

III

La llegada de la adolescencia coincidió con otra mudanza, esta vez a un apartamento en Los Palos Grandes. Como quedaba a pocas cuadras del colegio, pude empezar a salir sin compañía de adultos; gastaba mi pequeña asignación en la librería-quincalla de la primera avenida, cuya dueña tenía unos números tatuados en el brazo. En la librería Uruguay, algo más abajo, donde con audacia que hoy me asombra me atrevía a comprar, con quince años y apariencia de menos, la revista Playboy (todavía no aparecía la banda que prohibía su venta a menores); la llevaba a casa escondida, por supuesto, entre otras inocentes revistas.

Cuando hecho el distraído logré apropiarme de la cámara –la Contax, la propia, la mejor de las de mi padre, porque ya quería dejar atrás la Brownie que me habían regalado cuando niño–, la llevé a la tienda de fotos, a media cuadra de casa, para que me dijeran si todavía funcionaba. El dueño la probó y me dijo que había que arreglarle el obturador. No le hice caso y pocos días después le llevé el primer rollo, cuyo revelado mostró que estaba perfecta. Y no, no se lo recriminé.

Mi pasión incipiente por la fotografía era inseparable de la que sentía por el cine. Al acercarme a la adolescencia me convertí en un snob del cine: me negaba a ver películas comerciales, sobre todo si eran en color, porque lo mío era el cine “de autor”. En ese momento, cuando todavía no se había creado la cinemateca, el sitio para ver buen cine era el Ateneo, que además tenía la ventaja de no ser muy estricto en comprobar la edad de los espectadores. Me divertía escandalizando a mis compañeros del colegio diciéndoles que sí, me gustaba El año pasado en Marienbad aunque nadie, ni yo, la entendiera, y que precisamente por eso me gustaba. Poco a poco el snob fue quedando atrapado entre las buenas películas, los libros de cine y la revista Cine al día –lectura obligada–, de forma que sin darme cuenta ya no pude distinguir entre la pose y mi verdadero gusto.

El azar, y con él la censura, también intervino en los libros que iban a caer en mis manos. Cuando todavía era niño, mi hermana mayor decidió estudiar francés y, sin consultar la opinión de los demás, mi padre decidió que todos íbamos a hacer lo mismo. Poco después de aprender a leer y escribir comencé las clases con Madame Olga, una profesora rusa cuya vida había sido trastornada de arriba abajo por la revolución bolchevique y, después de innumerables desventuras, había venido a parar a Venezuela. Aunque era una excelente profesora, ya que había aprendido el francés desde niña, su pronunciación dejó a todos sus alumnos un horrible acento ruso. Una vez aprendido el idioma y con el fin de practicarlo las clases se convertían en estudios de literatura francesa. Último de la cadena familiar, seguí las clases con lealtad hasta mi adolescencia tardía, más por mantener el vínculo y darle un subsidio disimulado a nuestra profesora que porque me interesaran mucho. El canon literario de Madame Olga estaba estrictamente subordinado a sus valores religiosos y morales, por lo que tenía buen cuidado de excluir a los escritores antirreligiosos como Voltaire o Rousseau, o a los licenciosos como Flaubert y Zola. A veces se las arreglaba, con un gran esfuerzo de investigación, para rescatar una que otra obra decente de aquellos que normalmente no escribían sino “des cochonneries” (su expresión genérica para referirse al sexo). Así logró desenterrar una pequeña obra de Zola y otra de Gide que consideraba aptas para su aún tan inocente alumno. Pero la censura, como era de esperarse, avivó mi curiosidad por los excluidos: ¿Quiénes eran Rimbaud, Lautréamont, Apollinaire? ¿Sería cierto que Musset había escrito un libro indecente? ¿Quién sería ese Proust que otros nombraban tanto y que no existía para ella?

Para entonces ya tenía algo de autonomía personal que me permitía moverme por la ciudad y comprar mis propios libros sin pedir permiso, así que me iba a las librerías a escapar de la censura. Mi favorita era la ABC, en Los Palos Grandes. Me acostumbré a visitarla al salir del colegio; los jueves iba puntualmente a comprar la revista Time, una costumbre que le había robado al tío Mac, el de La Floresta, a quien cuando íbamos a visitarlo veía leyéndola con una cervecita en la mano. Pero siempre me daba una vuelta por los libros de bolsillo donde sabía que algo me atraparía. A la ABC debo lecturas como Un mundo feliz, Los hijos de Sánchez y El cuarteto de Alejandría.

Estaba en el último año de secundaria cuando vi un libro cuya portada mostraba un manuscrito lleno de tachaduras y correcciones y un adolescente de cabello corto, ojos grandes y mirada interrogante: era una de las primeras ediciones de bolsillo de Du coté de chez Swann. La primera lectura fue desconcertante: ¿quién era este autor que se atrevía a romper todas las convenciones narrativas? Ya había caído en sus redes. Seguí visitando la librería para acechar la llegada de los otros tomos, hasta completarlos dos años después.

La Recherche me acompañó en esos años difíciles entre la adolescencia y la juventud, de una forma que apenas ahora empiezo a intuir. Era un mundo paralelo donde podía contrastar y comprender las acciones nobles o ridículas, inteligentes o torpes, inocentes o malvadas, de quienes me rodeaban. Fue como una columna poblada de personajes y situaciones en la que me apoyaba cuando el entorno se volvía opresivo, deprimente o confuso. Cuando, gracias a un libro, se ha llegado a mirar el fondo de las miserias humanas sin tener que experimentarlo directamente, se comprende que el autor ha hecho una especie de sacrificio de sí mismo al sumergirse desnudo y vulnerable hasta ese fondo resurgiendo desde allí herido y maltrecho pero en posesión de la palabra: lo único que ha justificado esa incursión.

IV

Niño y adolescente más bien solitario; la lectura y el cine, más que el estudio, se habían convertido en mi refugio y evasión. Tal vez tanta lectura y aislamiento me hicieron confundir los límites entre el mundo escrito, el de celuloide y el real. Más fácil que acercarme a las muchachas que me gustaban era imaginarme la relación que tendríamos, la que, según fuera modelada en la infancia por novelas para adolescentes, sería romántica e inocente; o más tarde por la Justine de Durrell, exótica y enigmática, o bien por los mitos de Simone de Beauvoir, desafiante y rebelde.

Pero ya la adolescencia se iba transformando en algo diferente, y esa es otra historia.

***

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]


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