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Segundo acto: Madrid, 1954.
Ahora la locación es la de una España que está cambiando. Es 1954 y el franquismo, para asombro de casi todos, ha logrado sobrevivir al colapso del Eje en la Segunda Guerra Mundial. No solo eso, sino que poco a poco lograba alinearse con el sector occidental de los vencedores. En el contexto de la Guerra Fría, las simpatías izquierdistas de buena parte del exilio republicano, la posibilidad de que se reprodujera algo similar a la guerra civil griega en la Península Ibérica y la disposición de Francisco Franco a ofrecer cualquier cosa a cambio de reconocimiento permitieron que los apoyos de Hitler y Mussolini durante la Guerra Civil, la Legión Cóndor o la División Azul fueran más o menos dejados de lado. En la ONU todo se encaminaba a aceptar a España, Luis García Berlanga podía estrenar algo como “Bienvenido, Míster Marshall” y, por si fuera poco, en 1953 se habían firmado los Pactos de Madrid, con los que comenzaron a llegar ayuda estadounidense.
Con Venezuela, Franco vivía entonces un idilio. El gobierno de Marcos Pérez Jiménez era un aliado estrecho del franquismo, había logrado un acuerdo migratorio para que millares de españoles pudieran llegar legalmente al país, cosa clave después de la crisis de los inmigrantes que llegaron en barcos de pesca desde Canarias entre 1948 y 1950. A su vez, apoyaba el ingreso de España a la ONU y hasta llegó al extremo de contratar a Camilo José Cela para que escribiera una novela “venezolana”, en parte como propaganda para el régimen y, tal vez, en parte, para que opacara un poco al proscrito Rómulo Gallegos. Es en ese contexto que Guillermo Morón publicó su tesis doctoral en España.
España no era entonces el destino más común para un joven venezolano. Primero, en el exterior estudiaban muy pocos: o los hijos de personas con mucho dinero que podían sufragarlo o los becados por las compañías petroleras, por la Iglesia o, en mucha menor proporción, por el Estado o los exiliados. Y en ninguno de esos casos lo usual era ir a universidades españolas (aunque algunos iban, especialmente en áreas en la que la influencia española era muy grande, como en la teología o en la psiquiatría; por aquella época también estudiaba en España otro joven venezolano que llegaría a ser un autor muy celebrado de temas históricos, Francisco Herrera Luque). Su madre, Rosario Montero de Morón, maestra de escuela y viuda, quien había luchado mucho para sacar adelante a sus hijos, decidió que una Venezuela en la que la dictadura se endurecía velozmente no era un buen lugar para su hijo, ya entonces un joven y prometedor profesor de bachillerato y asiduo escritor en la prensa. “Aquí viene una dictadura, usted es el único de mis hijos dedicado a las letras que yo interrumpí cuando me casé, vieja de 33 años, con su papá, viejo de 33 años, de madrugada en la iglesia de San Juan porque esa era la costumbre de Carora, así que usted se va a hacerse doctor, porque en esta casa nos morimos de hambre pero usted estudia”, recordó Morón en una entrevista de 2005 que le dijo Doña Rosario. Así, con los ahorros que había juntado, se fue el joven Guillermo a España. Ahora, ¿por qué a España si justo quería escapar de una dictadura? Al parecer, Carlos Felice Cardot, también historiador, gobernador de la dictadura de Lara y de quien Morón había sido secretario, le encontró una ayuda para el viaje y los estudios.
Por supuesto, no puede descartarse una variable importante, sobre todo para una maestra como Doña Rosario: España era un destino relativamente barato. Aquellos eran los últimos días de la autarquía, por lo que la peseta, sometida a un complejo sistema de control de cambios, que en la práctica le quitaban su convertibilidad, así como a sistemáticas devaluaciones y a una inflación endémica de alrededor del 20 %, hacía de España uno de los sitios más económicos del mundo para quien llegara con divisas (además, en el mercado paralelo, la “peseta Tánger” se pagaba el doble que en el oficial). Cuando finalmente al régimen no le quedó otra alternativa que dar un viraje y se unificaron los cambios en 1959, el precio del dólar ya había pasado de unas quince pesetas, diez años atrás, a sesenta. Eso significaba para un muchacho como Morón más o menos unas veinte pesetas por bolívar. No en vano los venezolanos que iban a España parecían unos millonarios llegados de un país fantástico, para los cuales nada parecía ser demasiado caro (José Antonio Rial, uno de aquellos jóvenes españoles seducidos por esas imágenes de bonanza, dejó un testimonio cuyo título es revelador: Venezuela imán, aparecido en 1954, el mismo año de la tesis de Guillermo Morón). Como veremos, este contexto es clave para después entender algunas cosas.
No creemos, sin embargo, que el Morón que llegó a la Universidad Central de Madrid (hoy Complutense), para estudiar Filosofía y Letras, fuera de aquellos venezolanos que parecían indianos millonarios, con los bolsillos repletos de poderosos bolívares. Iba con lo justo y no tenía margen para fallar. Se aplicó en serio. Y, además, España los fascinó. No solo se entregó entero a leer, ver y aprender todo lo que pudo, sino que se imbuyó en el espíritu de la hispanidad que entonces impulsaba el Estado español y que en grados diversos llegó a la historiografía, sobre todo a la americanista. Su escuela, y este es un dato que suele obviarse cuando se analiza su obra, es la de los grandes maestros españoles que, a mediados del siglo XX, renovaron todo lo que se sabía y pensaba sobre el proceso de conquista y colonización. Veamos: aquella fue una época dorada para el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y su Revista de Indias, llena de trabajos muy eruditos sobre los siglos XV y XVI. En aquel entorno Morón encontró en Manuel Ballesteros Gaibrois a un gran maestro, trabó estrecha amistad con Demetrio Ramos Pérez, tan importante para los estudios históricos en Venezuela como controvertido, para sorpresa de todos los venezolanos que admiramos su obra, en España, y Francisco Morales Padrón publicaba sus trabajos fundamentales. Por eso la escogencia del tema de su tesis doctoral como el enfoque que le dio difícilmente podían ser distintos a los que escogió: Los orígenes históricos de Venezuela. Introducción al siglo XVI.
El estudio generó sensación. Mariano Picón-Salas lo bendijo incorporándolo como una referencia en sus Estudios de literatura venezolana (1961), mientras que la Academia Nacional de la Historia, que para el momento era la principal corporación académica de estudios históricos en Venezuela, identificó a Morón como la joven promesa de la historiografía venezolana, haciéndolo miembro correspondiente y después Individuo de Número con tan solo treinta y cuatro años de edad. Incluso la Universidad Central de Venezuela decidió financiar la edición de la tesis por el Instituto “Gonzalo Fernández de Oviedo”, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. No sabemos los pormenores de aquella negociación, pero la cercanía entre el gobierno venezolano y el español en el momento, la angustiante falta de recursos en España y lo ya dicho de las ventajas del cambio (muchas instituciones y editoriales venezolanas imprimían sus libros en Madrid o en Barcelona por sus bajos costos) debieron haber influido de algún modo en el “patrocinio” ucevista de la edición, como se acusa en la página legal del libro.
Si en los siguientes diez años nuestro conocimiento de los primeros momentos de la conquista dio un salto cualitativo, se debió a una serie de trabajos excepcionales que más o menos gravitaban en torno a esta escuela, o teórica y metodológicamente estaban muy cerca de ella, como los de Enrique Otte, Juan Friede, Pablo Ojer, Ambrosio Perera, el Hermano Nectario María, Lewis Hanke y Ramos Pérez. Pero Morón no solo era el más joven y, junto a Perera, el único venezolano del grupo (más allá de que el aún entonces Padre Ojer y el Hermano Nectario María lo fueran también raigalmente, comoquiera que consagraron sus vidas a Venezuela). Diecisiete años después, Los orígenes históricos de Venezuela se convertirían en el volumen I de la Historia de Venezuela. Y acá llegamos a algo que se suele obviar: significa que la obra es, en gran medida, un producto de la escuela de estudios americanistas españoles de la década de 1950 y no puede verse, como se ha visto, disociada de ella. La ya nombrada decisión de dedicarle dos quintas partes de la obra a la colonia fue una toma de postura radical en un país en el que el pasado colonial era olvidado, o hasta difamado, en el que la Leyenda Negra que asumieron, con fines políticos concretos, los libertadores era asumido sin críticas, en el que el período anterior a 1810 no era tradicionalmente enseñado en las escuelas.
Es verdad que entonces hay un reencuentro con el pasado colonial. Eduardo Arcila Farías había abierto una senda que se demostró trascendental, mientras que Federico Brito Figueroa buscaba en la colonia las bases de las nuevas teorías del neocolonialismo. Pero Morón asumía una posición más militante: el pueblo venezolano, a quien identificaba como el protagonista de su historia, era un producto colonial y su historia no era de ciento cincuenta años de vida independiente, sino de cuatrocientos. Eso pone en contexto a reacciones como las de Lemmo, una historiadora que venía de un horizonte teórico, ideológico y, en buena medida, metodológico distinto. De hecho, nos dibuja bastante bien la ruptura que se dio en la historiografía -y en general en las ciencias sociales y humanidades- y la política venezolanas durante la década de 1960.
Ahora bien, que la Historia de Venezuela se haya terminado de moldear en Madrid, que en tantas cosas sea tan española, no significa que lo haya comenzado allá. De hecho, comenzó en Caracas, dentro de los debates del Instituto Pedagógico Nacional, en los agitados días del Trienio y los inicios de la dictadura militar. En la próxima y última entrega de esta serie se delineará esta faena, tan importante como poco conocida, en la historia intelectual venezolana.
Tomás Straka
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