Morirse de amor

24/12/2022

Duccio, Dormición de la Virgen, temple y oro sobre madera, panel del frontal de La Maestá de la catedral de Siena, 1308-1311.

Siempre me acuerdo de un pequeño poema que me pusieron a traducir hace mucho tiempo, cuando estaba en tercer nivel de griego. La cancioncita dice así: 

Un día Eros a una abeja
que dormía entre las rosas
no vio y la tropezó.
Picado en el dedo
de la mano se quejó.
Llegó corriendo y volando
junto a la bella Afrodita
“muero, madre”, le dijo,
“mi vida se acabó:
una pequeña serpiente
alada, que los campesinos
llaman abeja, me picó”.
Entonces ella le dijo:
“Si así sufres, Eros,
por la picada de una abeja,
cómo crees que sufren
aquellos a los que tú flechas”.

Se trata de la Anacreóntica XXXV, atribuida a Anacreonte de Teos. El poema fue compuesto hacia comienzos del siglo V a.C. Es imposible saber a ciencia cierta si salió propiamente de la mano de Anacreonte, pero todos los poemas de este tipo se recopilaron en una colección que tomó el nombre de “anacreónticas” por el poeta que impuso su estilo. Anacreonte se dedicó a componer canciones ligeras de tono hedonista y refinado que se cantaban en fiestas y banquetes (symposia), por lo que no debe extrañarnos que trataran mayoritariamente de amores y despechos, en general rociados de abundante vino.

A pesar de su uso festivo y leve, en la Anacreóntica XXXV está presente la idea del amor como sufrimiento, incluso como dolor físico (seguramente más intenso que el de una picada de abeja) que nos viene de afuera. El amor, lo sabemos, no nace en nuestro interior si no hay algo exterior que lo provoque. Pero se trata de algo más que una metáfora romántica. También está la idea de Eros como un niño delicado y consentido, seguramente caprichoso, un poco exagerado también. Si bien potenciadas y elaboradas por el discurso poético, no me cabe duda de que estas ideas formaban parte de imaginario popular. 

Podemos remontar la idea del amor como causante de trastornos físicos por lo menos a un siglo antes. De nuevo es la poesía lírica, cuál si no, el vehículo de estos sentimientos. En un poema que ya antes hemos tratado, Safo de Mitilene enumera los síntomas de esa díscola patología llamada Eros. En el fr. 32 L.-P., la poetisa nos cuenta con crudeza y precisión lo que va sintiendo a la vista de la persona amada:

…se me sobresalta
dentro del pecho el corazón; pues cuando
te miro un solo instante, ya no puedo
decir ni una palabra,


la lengua se me hiela, y un sutil
fuego me recorre la piel,
mis ojos no ven nada y los oídos
me zumban, un sudor frío


me cubre, y un temblor me agita toda
y más que la hierba
pálida me pongo, y siento que poco me falta
para morirme.

El verbo thnéskô, “morirse”, no será gratuito. Algunos historiadores de la literatura han tomado la enumeración en crescendo de estos síntomas como una hermosa metáfora del sufrimiento amoroso. Otros han advertido algo más tras la mención de los trastornos, y es su cercanía a algunas descripciones presentes en los textos hipocráticos. Hipócrates de Ceos vivió poco más de un siglo después que Safo. Desarrolló una serie de métodos que ayudaron al desarrollo de la medicina, al punto de que es considerado por muchos como el padre de esta ciencia. Al igual que con Arquíloco, es imposible distinguir entre los tratados salidos de la propia mano de Hipócrates y los de sus discípulos, de modo que todos los escritos de la escuela han sido agrupados bajo el nombre común de Corpus hippocraticum. Para Hipócrates (como para los médicos hoy en día) era fundamental el diagnóstico, a fin de identificar la enfermedad que estaba afectando al paciente. Sin embargo, en tiempos de Hipócrates no se contaba con recursos modernos para realizar un diagnóstico eficaz, por lo que era imprescindible hacer una detallada descripción de los síntomas. 

Se debe a Hipócrates y a sus discípulos la primera descripción e identificación correcta de enfermedades como el cáncer de pulmón, las hemorroides y algunas cardiopatías. Para Hipócrates, las enfermedades eran producto de una alteración del equilibrio natural del cuerpo. Éste consistía principalmente en la presencia de cuatro humores (sangre, bilis negra, bilis amarilla y flema) que se repartían proporcionalmente por el cuerpo. El objeto de la medicina hipocrática era restaurar el equilibrio natural del cuerpo. Así, para los griegos antiguos, el amor, eros, y la pasión, páthos, con su capacidad de desestabilizarnos y desequilibrarnos, eran concebidos más como una enfermedad que como un simple estado emocional. Como muestra el texto de Safo, a veces la poesía es capaz de adelantarse y expresar, no necesariamente de modo metafórico, lo que la ciencia podrá confirmar solo tiempo después.

La idea del amor como una fuerza capaz de llevarnos a la muerte está presente en un poema tan antiguo como la Odisea. En el canto XI, la llamada Nekya, Odiseo debe descender a los infiernos, la temida Mansión de Hades, para preguntar al adivino Tiresias cómo llegar finalmente a Ítaca. Hace casi veinte años que salió de casa y muchas cosas han pasado. Allí se encuentra con la sombra de muchos a los que dejó vivos cuando partió para Troya y ahora están muertos. Entre ellos Anticlea, su propia madre. Sin reponerse de la terrible sorpresa, Odiseo le pregunta cómo es que ha llegado allí, “¿te sometió una larga enfermedad o te mató Ártemis, que goza con las saetas, lanzándote sus dardos?”. La expresión es usual en Homero para referirse a la muerte súbita. Lo que Odiseo pregunta a su madre es si murió de enfermedad o de forma repentina. Y Anticlea le responde:

En cuanto a mí, así he muerto y cumplido mi destino:
no a palacio la diosa, certera cazadora,
acercándose con sus sutiles dardos vino a matarme;
ni alguna enfermedad me atacó, de las que
destruyen el ánimo con la odiosa podredumbre de los miembros,
sino la nostalgia de ti, mi preocupación por ti, mi espléndido Odiseo,
fue tu misma bondad lo que acabó con mi dulce vida.

La madre que muere de nostalgia por la partida del hijo. Los versos de Homero no dejan de tener resonancias en la narración de la muerte de María, según cuenta Juan Damasceno, doctor de la Iglesia:

La Madre de Dios no murió de enfermedad, porque ella por no tener pecado original no tenía que recibir el castigo de la enfermedad. Ella no murió por ancianidad, porque no tenía por qué envejecer, ya que a ella no le llegaba el castigo de los primeros padres: envejecer y acabarse por debilidad. Ella murió de amor. Era tanto el deseo de irse al cielo donde estaba su Hijo, que este amor la hizo morir.

Juan nació en Damasco –de donde su sobrenombre- de una influyente familia de árabes cristianos en el año 675. Su padre tenía una posición importante, pues llevaba las finanzas del califato. Sin embargo, en un clima de libertad y tolerancia fue bautizado y educado por monjes, y más tarde enviado a estudiar filosofía y teología en Constantinopla, hasta que decidió llevar una vida monástica en Jerusalén. Fue el primero en escribir defendiendo la veneración de las imágenes y fue declarado Doctor de la Iglesia en 1890. Sus tres homilías acerca de la “Dormición” de la Virgen María (In Dormitionem B. V. Mariae), pronunciadas un 15 de agosto en el huerto de Getsemaní, en el Monte de los Olivos, constituyen un punto de partida de las doctrinas mariológicas, pero sobre todo ejercieron una influencia decisiva sobre la iconografía acerca de su muerte y resurrección, y en general en el imaginario cristiano sobre la madre de Jesús. 

Es imposible no pensar que Juan Damasceno, culto teólogo formado en Constantinopla, tuvo que recordar la conversación entre Anticlea y Odiseo de los versos de la Odisea a la hora de argumentar sobre las causas de la muerte de María, su “Dormición”. Alguien me dirá: pero no es igual el amor que describen Safo y Anacreonte que el que describen Homero y Juan Damasceno. Y yo responderé: es amor al fin. Eros, philía y agapé comparten sin duda un elemento esencial, que es el deseo del otro, como quiera que sea ese deseo. Hay sin duda una larga tradición que vincula al amor con la muerte, que comienza con Homero, pasa por la poesía lírica y se extiende hasta el culto mariano en nuestros días.


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