Monstruos

Peter Paul Rubens, “Cabeza de Medusa” (c. 1618) | Kunsthistorisches Museum, Viena

08/02/2020

A estas alturas, no será difícil entender por qué a menudo pienso en una criatura que puebla muchos de los relatos de aquellos viejos griegos a los que admiro tanto: el monstruo. Creo que ya en otras ocasiones hemos hablado de los monstruos en la antigüedad, pero nunca será suficiente por lo que significan para nuestro imaginario e incluso para nuestras vidas. El monstruo está presente en casi todas las historias antiguas y acompaña a sus más grandes héroes. Se trata de la criatura, el engendro que encarna exactamente lo contrario de lo que somos o queremos ser. Por eso, en las historias de los antiguos griegos, las moradas de los monstruos son lejanas, apartadas en los confines del mundo conocido, en países exóticos y remotos, como si se quisiera expresar que, en nuestra mente, el espacio de los monstruos es la imaginación o nuestras pesadillas, lo más lejos posible de la razón, o al menos así debería ser. Su nombre se remonta al verbo latino monstrare (mostrar), pues ¿cómo no señalar a la criatura que encarna toda la fealdad y la repugnancia? ¿cómo puede esconderse a un ser engendrado para causarnos terror? 

Por eso es que la imagen del monstruo es asqueante y repulsiva, porque su objetivo es provocarnos miedo, que es un elemento esencial de lo monstruoso. El monstruo lo es porque puede causarnos daño, y su aspecto físico tiene que ser cónsono. La Hidra de Lerna era una serpiente de mil cabezas y aliento venenoso que regeneraba sus cabezas a medida que se las cortaban. La Gorgona Medusa tenía serpientes por cabellos y podía convertir en piedra a quien la mirara fijamente a los ojos. Escila y Caribdis eran dos monstruos marinos que guardaban el Estrecho de Mesina, y que se comían a los marineros que pretendían atravesarlo. La Quimera tenía cuerpo de cabra, cola de serpiente y cabeza de león, y vomitaba fuego. La Esfinge, que devoraba a todo el que no acertaba su acertijo, tenía cara y pechos de mujer, alas cuerpo de perro y cola de dragón. El minotauro tenía cuerpo de hombre y cabeza de toro. El Can Cerbero era el perro que guardaba la entrada a los infiernos, tenía tres cabezas según algunos, cincuenta según otros, y unos dientes afiladísimos con los que se aseguraba de que nadie que entrara a la terrible mansión de Hades pudiera volver a salir. Todo en los monstruos es mezcolanza espantosa y caótica, a medio camino entre la bestia y el hombre. Todos tienen un elemento en común: son agresivos y su violencia es mortal, pero también todos terminan siendo vencidos por un héroe, ya sea Heracles, Belerofonte, Teseo, Edipo u Odiseo.

Aquí llegamos a un punto que me interesa: no basta que un monstruo tenga una apariencia, valga la redundancia, monstruosa. También su conducta debe serlo. Siempre pongo por ejemplo la historia del cíclope Polifemo, tal y como la cuenta Homero en la Odisea. Bien mirado, Polifemo no presenta mayores extravagancias en su aspecto, salvo ser extraordinariamente alto y fuerte, y tener un solo ojo en medio de la frente (y, dicho sea de paso, expeler un hedor espantoso). Lo que hace que Polifemo sea un monstruo es más bien su conducta: Homero nos cuenta que era soberbio y no tenía ley, tampoco era solidario, pues los cíclopes “no se preocupaban los unos de los otros”. Sin embargo, lo que hace monstruoso a Polifemo es que no sentía ningún tipo de respeto por las leyes de los dioses. En esto se parece un poco al tirano Creonte en la Antígona de Sófocles: a ambos, al tirano como al monstruo, les importa muy poco quebrantar la ley divina, y lo pagan en consecuencia. Creonte prohíbe que Polinices, que ha muerto atacando a Tebas, sea sepultado, contraviniendo la ley de los dioses. Por ello condena a Antígona, quien desafía la prohibición y ha realizado las correspondientes honras fúnebres para su hermano. Creonte ordena que Antígona muera enterrada viva en una caverna, lo que conlleva el suicidio de Hemón, hijo del tirano, que en secreto ama a Antígona. Como si fuera poco, Eurídice, reina de Tebas, esposa de Creonte y por tanto madre de Hemón, también se suicida, transida de dolor por la muerte de su hijo. 

En el canto IX de la Odisea, Homero cuenta que “los cíclopes no se cuidaban de Zeus ni de los dioses felices”. Odiseo llega después de mucho navegar a la tierra de los cíclopes y busca refugio en la cueva de Polifemo. Pero este, en lugar de ofrecer comida y hospitalidad a los extranjeros, los mata y los devora uno a uno, hasta que Odiseo, hiriéndolo en su único ojo, logra escapar. Recordemos que la hospitalidad es también un mandato de Zeus. Uno de los nombres del padre de los dioses es, precisamente, Xenio, esto es, “protector de los refugiados”. Polifemo representa al ethos monstruoso. No solo es un salvaje que carece de idea de la convivencia, la urbanidad y la solidaridad, sino que tampoco siente el menor respeto por los dioses ni por la vida de los hombres. No solo no ofrece de comer y de beber a los extranjeros, sino que los devora. ¿Existe mayor monstruosidad? 

El monstruo es una especie de antihéroe. Sabemos de antemano que morirá de manera trágica, que terminará pagando con la vida la extrema transgresión que comete, los repugnantes desvíos que encarna. Sin embargo, hay una gran diferencia entre los monstruos antiguos y los modernos. Frankenstein o Drácula, por ejemplo, son conscientes de su monstruosidad y sufren mucho por ello antes de morir. Son monstruos que no quieren serlo, o mejor dicho, lo son a pesar de sí mismos. Hijos de una sensibilidad cristiana, su muerte representa, finalmente, la paz y el descanso para un alma atormentada. Los monstruos griegos, en cambio, aceptan su naturaleza como un ciego mandato y cumplen su destino hasta el final con una soberbia casi heroica. Como Héctor, se enfrentan a su matador asumiendo que van a morir. En cierta forma son epicúreos: no hay nada más allá de la muerte. Solo existe para ellos la existencia monstruosa.

Lo vivido en nuestros tristes días me recuerda que, en efecto, la fealdad y la repulsión, como la monstruosidad, no son cosa que se lleve solamente en el rostro. Que hay una dimensión “ética”, en sentido más estrictamente etimológico, para el asco y la repugnancia. Y, como en aquellos viejos relatos de aventuras, nada más catártico que cuando el monstruo cumple su destino.


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