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Tengo dos hijos, uno de sangre y uno de piel. Hasta hoy.
El chiquito, I, piensa y responde rápido. Mucho más rápido que lo que toma convencerlo para que se bañe. Cree que el jabón debería pasar sólo por su cuerpo, sin su intervención. No come ningún tipo de frutas ni vegetales. Nunca prueba un jugo natural: todo lo que toma suena antes de abrirlo. Detesta a One Direction. Le gusta salvar perros callejeros y enfermos. Lleva tres sacapuntas al colegio para poder prestar dos. Canta en el coro, abajo a la derecha. En su vida ha tendido una cama y la ropa sucia es un rastro que no lleva a ningún tesoro. Le afecta la injusticia. Come pan dulce, grandes trozos de carne, pollo teriyaki, pizza margarita sin nada verde encima ni muy rojo y caraotas negras con sal o azúcar, porque a veces se confunde. Es experto en un montón de videojuegos y asegura que de otros, hasta que alguien le demuestre lo contrario. Le gusta el cine con cotufas, que lo siente a manejar en mis piernas en un carro automático, poner la luz de cruce, ser alumno del mes, la bicicleta con cambios y repetir los chistes. Ése es I, el de sangre.
El grande, ME, tiene 19 de promedio en el colegio, novia, maneja, toca batería, habla tres idiomas, pesca sin marearse, boxea pero no se enfrenta, tiene frenillos (aunque ésa no es la manera cool de decir brackets), razona como pocos, no baila y no quiere aprender. Me ríe mis chistes malos y los defiende. Me explica todo (por ejemplo: la película Interestelar). También le gusta el cine, con cotufas, las mismas. Es terco. Es terco, de nuevo. Prepara ceviche. Su escritorio de tareas es un quirófano: el orden y la limpieza son su método. Es el maestro de los videojuegos de I. En realidad es el maestro de I. Ha decidido esperar un año antes de entrar a la universidad porque entiende lo importante de la decisión, preferiblemente acertada. Tiene algo: logra convertirse en la debilidad de muchos. Le interesa todo. Tiene muchas cosas y entre esas cosas tiene dengue. Ése es ME, el de piel.
Ellos son mis dos hijos: ocho años de diferencia, autónomos, únicos e indivisibles.
Un zancudo decidido eligió a ME y sus plaquetas fueron al parque a jugar en el tobogán. Bajaron de donde suelen estar a 154, a 103, a 60, a 21. La primera transfusión de plaquetas generó una reacción de esperanza y también una reacción alérgica. Tembló hasta que la cama de la clínica sonó de tanto vibrar. Se acurrucó. Lo abracé para absorber su temblor y aliviarlo. Fue inútil, aunque temblamos juntos. Todo pasó en el piso 2, en la habitación 214, al final del pasillo a la derecha.
Un nuevo conteo. En realidad una resta “plaquetaria”. Bajaron a 15.
Llené una planilla de enfermedades indecorosas y selección múltiple. Y en el mismo piso 2, en las antípodas de la habitación, me senté en una poltrona como nunca he tenido. Una aguja #14 —como un removedor de café afilado— me extrajo la sangre. Separó las plaquetas y devolvió la sangre. Un toma y dame en mi torrente por más de dos horas, conectado a una máquina y a un técnico y a su oportuno destornillador de estrías “porque no hay repuestos”.
Al controlar la fiebre, transfundimos mis plaquetas a su sangre, sin reacción alérgica. Su organismo las aceptó y las plaquetas hicieron la escalada a 40.
No han hecho cumbre aún, pero mis dos hijos ahora son de sangre.
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Este artículo fue publicado originalmente en Prodavinci el 23 de noviembre de 2015
Roberto Mata
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