Perspectivas

“Mis deseos”. Andrés Bello y la invención del paisaje venezolano

Hacienda Santa Teresa, El Consejo, estado Aragua. Fotografía de Stig Nygaard | Flickr

03/12/2022

Hay un soneto de Bello que siempre tengo muy presente y no puedo dejar de citar ahora:

¿Sabes, rubia, qué gracia solicito

cuando de ofrendas cubro los altares?

No ricos muebles, no soberbios lares,

ni una mesa que adule el apetito.

De Aragua a las orillas un distrito

que me tribute fáciles manjares,

do vecino a mis rústicos hogares

entre peñascos corra un arroyito.

Para acogerme en el calor estivo,

que tenga una arboleda también quiero,

do crezca junto al sauce el coco altivo.

¡Felice yo si en este albergue muero;

y al exhalar mi aliento fugitivo,

sello en tus labios el adiós postrero!

Se trata del soneto Mis deseos, que según Miguel Antonio Caro fue escrito por Bello antes de 1800. Por lo visto, el poema tiene su historia. Fue impreso en España entre 1820 y 1823 por Tomás J. Quintero, un agente secreto venezolano que espiaba para Colombia en Madrid haciéndose pasar por un comerciante inglés de nombre Thomas Farmer. Quintero llegó a enviar a Bogotá más de un centenar de detallados informes acerca de la situación en la corte de Fernando VII. Se sabe que Bello y Quintero (o Farmer) sostenían una intensa correspondencia. Bello mismo lo dice en la biografía que le escribió Miguel Luis Amunátegui (Vida de don Andrés Bello, Santiago, 1882), que, como se sabe, fue en parte contada por el mismo maestro cuando aún vivía. De hecho, la biografía reproduce un par de cartas de las que se intercambiaron Bello y Quintero. Allí el maestro menciona “dos sonetos” enviados a Quintero, su “respetado amigo y paisano”.

De alguna manera el impreso vino a caer a manos de Juan Vicente González, quien, con admiración sincera y agudo olfato literario, recogía cualquier cosa que saliera de la mano de Bello. En una carta enviada desde Caracas por su hijo Carlos en 1846, éste cuenta a su padre acerca de un hombre “muy original” que “tiene talento y un entusiasmo inaudito por Usted y sus obras poéticas”, pues “no pierde oportunidad de recoger de Usted hasta aquellos versos que hacía Usted para los nacimientos”, y que “tiene una colección muy prolija”. En 1851 González publicará en Caracas el Análisis ideológico de los tiempos de la conjugación castellana de Bello, con notas explicativas a su cargo, y en 1865, cuando muera el maestro, le dedicará sus más sentidas páginas. González era profesor de retórica en la Universidad de Caracas. A su muerte, sus papeles fueron a parar a manos de Antonio Leocadio Guzmán, su viejo amigo y compañero de andanzas políticas, aunque después su más acérrimo enemigo. Entre estos papeles fue hallado el soneto por otro entusiasta bellista, el gran filólogo bogotano Miguel Antonio Caro, quien en 1882 lo publicó como “inédito” en una antología de Poesías de Andrés Bello aparecida en Madrid.

Si el soneto “Mis deseos” es, como afirma Caro, anterior a 1800, se trata del primero que se conserva de Bello, aunque hay que reconocer que el asunto de la datación de sus poemas anteriores a la partida para Londres es muy complicado. Esto a pesar de la devota dedicación de coleccionistas como González o estudiosos como Arístides Rojas. Es claro que el joven Bello nunca pensó publicar estos poemas, que más bien se conservaron, los que se conservaron, manuscritos en hojas sueltas que circularon de mano en mano entre la élite culta de aquella Caracas diminuta. Entregado traductor e imitador de Horacio y Virgilio, a los que reverenciaba como modelos incuestionables, el “cisne del Anauco”, consentido de los Amos del Valle, tendría sus poemas por simples bagatelas (nûgae, en palabras de Catulo) para ser recitadas en los ágapes y tertulias de los principales, entretenimientos sencillos, indignos de ser entregados a las prensas. A una imprenta que, además, no llegará a Caracas hasta 1808.

En este soneto de Bello se encuentran por primera vez para nuestra literatura los elementos propios del paisaje bucólico, tal y como se encuentran consagrados en la tradición clásica: la tierra fértil, el bosque, la frescura de un arroyo, la sencillez de la vida rústica. Elementos que van a configurar el tópico literario del locus amoenus, el “lugar idílico”, el paisaje ideal que enmarca los poemas de Horacio y Virgilio, pero antes Petronio y muy especialmente el alejandrino Teócrito. Se trata de una tradición que podemos remontar al mito de la Edad de Oro en Hesíodo, e incluso a la descripción del Paraíso Terrenal. El término aparece por primera vez para la literatura en la Enciclopedia de San Isidoro, en el siglo VII, aunque ya es mencionado en el Ars poética de Horacio (Ad Pis. 17). Para Curtius (Literatura europea y Edad Media latina, Berna, 1948), son elementos “esenciales” del locus amoenus “un árbol (o varios), un prado y una fuente o arroyo”, a los que puede añadirse “un canto de aves, unas flores y, aún más, un soplo de brisa”. A su vez, Gilbert Higuet (La tradición clásica, Oxford, 1949) recuerda que el género bucólico (gr. boukolikós, “pastoril”) tiene por objeto evocar la felicidad de la vida de los pastores: “los amores sencillos, la música popular, la simplicidad de los hábitos, la comida sana y frugal”. En algún poema de Virgilio está presente el amor entre dos pastores, como es el caso de Títiro y Melibeo en la Bucólica I. En Bello se trata de una hermosa campesina, a la que románticamente desea besar antes de morir.

Por demás, la filiación del soneto está más que confesa. Como epígrafe, lo encabeza una frase, hoc erat in votis, “estos eran mis deseos”, que obviamente inspira el título y remite directamente al texto que le sirve de modelo. Se trata de la Sátira II, 6 de Horacio, que comienza de este modo:

Estos eran mis deseos: una parcela no muy grande

con una fuente cercana que siempre mane

y un pequeño bosque un poco más arriba.

Los dioses han sido más generosos y lo han hecho mucho mejor.

Bueno está. No pido ya más nada…

Pongámonos en contexto: es la célebre Villa Sabina, una pequeña propiedad situada a unos 50 kilómetros al oeste de Roma (actual pueblo de Licenza), en los montes sabinos. Es tradición que se la regaló su protector Mecenas, que Horacio se refugiaba allí durante largas temporadas para escribir y que allí era muy feliz. Hoy el sitio arqueológico muestra con asombrosa exactitud los lugares que Horacio describe en su poesía: la casa, el bosque, la fuente. El poeta alude al lugar en otros poemas, como en la Oda I, 7:

Aquí los dioses me protegen

y les gusta mi piedad y mi Musa …

Aquí, oculto en la cañada, cantando

vencerás los rigores del verano …

Aquí beberás tranquilo el vino de Lesbos …

No es que Bello reproduzca sin más el modelo clásico. El poeta introduce por primera vez para nuestra poesía, y aquí el punto de mayor interés, nuestros nombres, los de nuestra geografía, “Aragua”; los de nuestros árboles, el sauce y el “coco altivo”. Introduce también (de manera muy intencionada, como nota el poeta Paz Castillo en su “Introducción” al tomo I de las Obras Completas, Caracas, 1952) el diminutivo “arroyito”, más propio del habla americana que del de la Península. Tampoco se trata de una ocurrencia aislada. Lo mismo pasará en la Oda al Anauco, “verde y apacible”:

…para mí más alegre,

que los bosques idalios

y las vegas hermosas

de la plácida Pafos…

Lo mismo pasará en su poema A un samán, ese árbol hijo, según Arístides Rojas, nada menos que del Samán de Güere, que fue traído “de la laguna distante que baña el pie de Valencia”, para ser plantado “del puro Catuche al margen”. Lo mismo, finalmente, pasará cuando en el Resumen de Historia de Venezuela describa los felices paisajes del interior de la provincia: “Desde La Victoria hasta Valencia no se descubría otra perspectiva que la de la felicidad y la abundancia, y el viajero fatigado de las asperezas de las montañas que separan a este risueño país de la capital, se veía encantado con los placeres de la vida campestre, y acogido en todas partes con la más generosa hospitalidad”.

Tampoco es que Bello haya sido el primero en describir las maravillas del paisaje americano, que esto no podía pasarle sino a los Cronistas de Indias. Su amor a la naturaleza venezolana no nace de la sorpresa ni del asombro, sino de la observación cotidiana en sus paseos solitarios por la campiña caraqueña, de la afectuosa contemplación de un entorno que después redescubrió junto a Humboldt. La originalidad y el mérito de esta poesía temprana fue intentar, nada menos, la síntesis de los modelos clásicos con el paisaje, la lengua y el habla de los venezolanos, la creación de una poética del paisaje venezolano, la búsqueda de una poesía nuestra y nueva, a la vez que inserta en la tradición ancestral de España y Occidente. Un lenguaje poético hecho a partir de nuestros nombres y de nuestra forma de hablar que hoy puede encontrarse en poetas como Palomares, Montejo y Cadenas.


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