Telón de fondo

Miranda sin prisiones

"Miranda en La Carraca" (1896), de Arturo Michelena

28/05/2018

Miranda en la Carraca, pintura de Arturo Michelena, es una de las más famosas de la iconografía nacional. Nadie ha dejado de solazarse en la imagen, desde cuando se expuso por primera vez durante el período de modernización de la sociedad en el cual se empeñó el presidente Guzmán Blanco. A partir de entonces ha ocupado espacio principal en la sensibilidad de los venezolanos, hasta el punto de que tal vez se pueda considerar como el cuadro más visto y celebrado a través de la historia republicana. No se trata ahora de mirar los rasgos de la obra desde el punto de vista estético, para lo cual hace falta la opinión de los especialistas, sino solo de aproximarse a los elementos históricos que encubre con el propósito de establecer una visión angelical de la Independencia.

La sociedad que nace del conflicto con España necesita una memoria que le sirva de incentivo. Debe partir de unos antecedentes que concedan espacios amplios a la vanagloria. La colectividad que despide a los realistas para sacarse las tripas en casa requiere el refuerzo de unos sentimientos capaces de aglutinarla, no vaya a ser que su ausencia conduzca a escabechinas interminables y al desconocimiento de la autoridad constituida. En consecuencia, los primeros gobiernos deben buscar en el pasado una plataforma capaz de sustentarlos, pero no una cualquiera. Claman por una cuna de oro, por una raíz que les permita ufanarse junto con los gobernados, como todos los estados nacionales que se establecen a partir del medioevo. De allí, por ejemplo, que el presidente Páez no dude en procurar los servicios de Rafael María Baralt. En 1840 le encarga y paga el Resumen de la Historia de Venezuela, que viene a ser un primer arsenal de recuerdos a través de los cuales se establece puente macizo hacia la epopeya que desemboca en un presente urgido por la necesidad de legitimarse y de evitar los tumbos.

El proceso iniciado por el gobierno fundacional llega a su apogeo en el guzmanato, a partir de 1870. No solo se agrupan entonces importantes antologías documentales y circulan obras literarias de contenido histórico. También comienza un desfile de objetos, estatuas, adornos, estampas y pinturas para que la historia confeccionada a la medida entre por los ojos de los espectadores y viandantes. En este empeño, que no es una manipulación simple sino una necesidad política, una arqueología de blasones que no son triviales, un oxígeno ofrecido por los padres-héroes para evitar el ahogo de sus descendientes, tiene lugar de excepción el Miranda en la Carraca de Michelena. Pensado para la exhibición pública en lugares parecidos a unos templos que se levantan para la contemplación del poder en cuyas venas corre la nobleza de los paladines, ha hecho a cabalidad su faena hasta nuestros días. ¿No lo seguimos contemplando, cautivos y arrobados, sin advertir los hechos que oculta?

En el cuadro Miranda está en la cárcel, pero no está de veras. No es el habitante de un lugar de dolores y tormentos, sino el ocupante de un espacio modesto. Sabemos que está aprisionado porque el artista muestra los eslabones de una cadena dispuesta en un muro del habitáculo que presenta como celda, que hace las veces de calabozo, pero el hierro no toca la carne del gran hombre, no la aflige, no la lacera. La cadena está allí sin causar daño. Si Michelena buscaba algo evidente para que supiéramos que pintaba a un prócer enjaulado, urdió un acero benévolo que se conforma con amenazar desde un rincón. Pero, además, el prisionero cuenta con la compañía de unos libros. Ni siquiera se le ha impedido el placer de la lectura. Quizá el pincel quiso hacer memoria de la ilustración del personaje, de sus relaciones con el Siglo de las Luces, pero también remite a la existencia de una expansión permitida por los carceleros. Está, por último, la pose del personaje echado en una precaria cama. Quiere que lo veamos cómodo, que sepamos que solo la pasa relativamente mal cuando está al borde de la muerte después de un periplo terminado en fracaso y en miseria. Así se exhibe, o quizá también pretenda, de acuerdo con la creatividad del artista, que lo descubramos en la contemplación de un panorama que no le causa desazón, en el inventario de unos recuerdos que no son necesariamente oscuros, o que puede cambiar por otros mejores desde una autonomía que solo ha sido limitada a medias en la Carraca. Es lo que se desprende de la cara apacible de un protagonista de la historia que experimenta una última estación de serenidad obsequiada por la iconografía republicana.

Se ha dicho que el poeta Eduardo Blanco posa entonces para el artista, quien no daba con el rostro de Miranda que deseaba presentar y lo encuentra en el aclamado autor de la época. Detalle interesante o, en cierta forma, puntal de la idea que ahora se sostiene sobre el lienzo. Como se sabe, Blanco es el autor de Venezuela heroica, texto de gran difusión en cuyas páginas se realiza la primera traducción de la guerra de Independencia como epopeya de naturaleza troyana, provocada por los dioses olímpicos y llevada a cabo por personajes como los de Homero, mezcla de figuras inmaculadas y de criaturas movidas por fuerzas sobrenaturales. Son letras bien recibidas por el gobierno y por multitudes de lectores, no en balde convierten una matanza en el monumento de mármol que se está edificando.

Pero el Precursor no está en el arsenal de la Carraca por decisión de personajes como Aquiles y Ulises. Su reclusión es el resultado de la traición de sus subalternos republicanos, Bolívar entre ellos, quienes cometen un acto de perfidia cuando lo entregan a las autoridades españolas después del fracaso del primer ensayo de autonomía. No lo ponen en las manos de una autoridad morigerada, sino a la disposición del bárbaro capitán Domingo Monteverde, quien ha iniciado campañas de terror en numerosos contornos y ante quien se rinden de pavor los criollos. Queda bajo la férula de un reconquistador feroz que lo envía a Cádiz rodeado de prisiones. Antes ha apurado el trago de la desconfianza de sus coterráneos del mantuanaje, quienes lo motejan de advenedizo y lo acusan de extremista. Después es víctima de su inhabilidad en el manejo de unas tropas desentrenadas y remisas, que lo obliga a suscribir una Capitulación que termina en entrega incondicional ante las fuerzas realistas. El fracaso alimenta las bajas pasiones, la combustión quema muchas reservas morales, el sálvese quien pueda mueve los ánimos, para que se produzca la escena de una inmolación escandalosa cuyo final suaviza el pintor.

El artista no es historiador, desde luego, y crea su obra en atención a la solicitud de una época que no quiere la evocación de sus vergüenzas, sino la siembra de raíces doradas. Por eso propone un colofón benigno, a través de cuyos colores apenas se vea lo que las necesidades de la época reclaman: la reconstrucción del pasado como hagiografía, la veneración de los padres fundadores y, por supuesto, la adoración del más célebre de ellos. Los hombres influyentes de la generación de Guzmán Blanco quieren que solamente una historia auspiciosa se le meta a la gente por los ojos, y Arturo Michelena es uno de ellos.


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