Perspectivas

Mike Hammer: alcohol, violencia y sexo

10/10/2021

Mickey Spillane. Fotografía de NBC Television

Cuando Mickey Spillane falleció viejo y rico hace 15 años, los críticos y los medios no le regatearon el escarnio y los epítetos más agrios con que en vida lo despellejaron como a ningún otro escritor policíaco.

Coincidió el mes de su muerte —julio de 2006— con un texto del escritor Matthew Jones en The Washington Post en que se refería a la ficción noire clásica como “un mundo oscuro y violento desprovisto de piedad o sentimiento”. Y citaba como ejemplo las proverbiales últimas líneas de Yo, el jurado, la primera novela del personaje Mike Hammer de 1947, en la que el detective descubre, finalmente, que el asesino de su amigo íntimo y excompañero de combate en la guerra que ha jurado vengar es una hermosa psiquiatra de Park Avenue que cuando él la confronta, le realiza un striptease, tratando de evitar que la mate.

“El rugir de mi 45 hizo temblar el cuarto. Charlotte retrocedió un paso. En sus ojos danzaba una sinfonía de incredulidad, testigo de la verdad que aún no se convence. Despacio, bajó la vista para mirar la fea hinchazón de su barriga desnuda, el sitio en que la bala había penetrado. Un hilo de sangre brotaba de la herida… Cuando la oí caer, me volví. Los ojos reflejaban ahora un gran dolor, el dolor que es anticipo de la muerte. Dolor e incomprensión.

—¿Cómo p-pudiste? —jadeó.

Tuve que apurar mi respuesta, porque corría el riesgo de contestarle a un cadáver.

—Fue muy fácil —dije.”

Un final épico para unos estadounidenses traumatizados por la guerra y obsesionados entonces con la subcultura del striptease y los clubes de mujeres desnudas, al que la colorida tapa del libro, con Hammer apuntando a la mujer con su automática mientras ella sensualmente se desabotona la blusa, terminaría de hacer el mandado.

Para Jones, eso era noir puro y sucio, aunque algunos lo amáramos. Pero el noir continuó evolucionando mucho más allá de lo que nos dio Spillane o los otros maestros —James M. Cain, Jim Thompson, Cornel Woolrich o David Goodis—, que no alcanzaron los elevados hitos de Dashiell Hammett o Raymond Chandler. Y que “como Ícaro —al decir de James Sallis—, alzaron el vuelo pero terminaron por desplomarse en un mar de ediciones baratas”, y algunos incluso desaparecer.

Con excepción de Spillane.

Que a pesar de explotar la misma fórmula de cualquier novela de detectives en la que como decía Gide “cada personaje intenta burlar a los demás y la verdad aparece poco a poco a través de la niebla del engaño”, también explotaba los resortes de un género que ofrecía a sus lectores lo que buscaban en esos pocket-books: la satisfacción de ciertos apetitos y carencias, que eran la definición misma de la imperfección humana.

Textos rebosantes de acción y heroísmo. Rabiosos de violencia y sexo, que Mike Hammer sació desde el principio con sus dosis abundantes de heroísmo y crueldad extrema. No olvidemos que estamos hablando de unos buscavidas que, tecleando sobre la máquina aspiraban a salvarse del hambre de la Gran Depresión Y tras escribir una historia en un día, al otro la enviaban por correo a la revista y recibían un cheque de 250 dólares.

Como en las cadenas de producción de automóviles.

Sin la subversión de la individualidad de Jim Thompson, materializada en la visión del psicópata que sobrevive en la depresión de El asesino dentro de mí, más allá de la redención. (En cierta forma el alter ego del psicópata detective Mike Hammer y su monólogo demencial). O el pesimismo de David Goodis sobre el fracaso. No.

Cuando Mickey Spillane fallece, ha vivido a contrapelo de todo eso y triunfante. Directo al grano. A la caja registradora. Y con la fuerza narrativa de un tigre: a zarpazos.

Der Spiegel consideraba en su epitafio que su legado se puede encontrar en Quentin Tarantino y en la maravillosa Sin City de Frank Miller, pues había revolucionado todo un género con cinco novelas sádicas sobre un detective con una comprensión ingenua de la ley y el orden, crudo y poco elegante, que consolidó su reputación como el representante más insensible del género pulp en sus comienzos, con «lágrimas literarias» como La venganza es míaMi pistola es rápidaLa gran matanza Bésame, moribunda.

Dejando como legado después de 88 años de —vaya paradoja— vida pacífica, sí, y convencional, una esposa, dos exesposas, cuatro hijos, un montón de nietos, más 200 millones de copias impresas de sus libros, y un sinfín de lectores satisfechos con sus escritos.

Relax. Completamente relax. En las antípodas de su polémico héroe.

Para Los Angeles Times, era solo “Violence, Sex and Royalty Checks”. Y las púas críticas salían de él —decía— como Jack Daniels sobre hielo.

Y fue cierto: “No presto atención a esos idiotas que se creen críticos”, proclamó en una entrevista; y en otra: “Me importa un comino leer reseñas. Lo que quiero leer son los cheques de las regalías”.

Aunque no fue esto nada más lo que le convirtió para la crítica en algo maligno. Objeto de abominación.

Jim Thompson y Elmore Leonard, dos de los autores más duros del noir, se han referido principalmente al sanguinario (y explosivo, diríamos nosotros) coctel de sexo y de violencia que Spillane había elaborado.

Por lo demás, un producto químicamente puro del puritanismo norteamericano, que mientras en público se vanagloriaba de su desprecio al sexo como una forma de placer, en el ámbito privado era todo lo contrario y se producía una sexualidad alocada y promiscua.

Cosa que ocurría con el propio Spillane.

Y su Mike Hammer, oscilante entre la castidad y la crueldad, pero siempre desde la óptica varonil de la absoluta exaltación del pene del detective arrebatador, y la mujer como la criatura blanda a las tentaciones que supuestamente es inducida al mal por la concupiscencia. Con su violencia exacerbada y sus desafortunados comentarios sexistas apabullantes, que por lo demás, con su componente político, encajó como la horma en el zapato del inconsciente del ultraconservador estadounidense, ciegamente nacionalista y reaccionario, y que se sospechaba amenazado por el “eje del mal” de turno, la Guerra Fría.

Cuando publicó Yo, el jurado, en 1947, lo vapulearon. Anthony Boucher a la cabeza: “vicioso… glorificación de la fuerza, la crueldad y los métodos extralegales”. Y la Saturday Review tratándole de “acción espeluznante, personajes espeluznantes, trama espeluznante, final espeluznante”.

Aún en 2006, ya cadáver, Le Monde se refirió a un autor decididamente reaccionario y visceral anticomunista, amante de las armas, que odiaba a los franceses “que odian a los norteamericanos”. Por lo que Página/12 de Buenos Aires tituló: “Un fascista menos”.

Bastaba solo ver las portadas de sus novelas. Rabiosas de violencia e inundadas de sexo ilegal y casi siempre poco explícito, en los drugstores de todas las ciudades norteamericanas. Que, por lo demás, vivían en los 40, el auge de las pin-ups semidesnudas y en actitudes sugerentes, en las fotografías e ilustraciones a color que en el Ejército solían pintar en las cubiertas de tanques, camiones y aviones militares.

¿Deberíamos considerar a Mickey Spillane como un estilista único en el género duro del hard-boiled, o un explotador cínico del sexo y la violencia para comercializar sus novelas?

Póster de la serie de televisión «Mickey Spillane’s Mike Hammer»

¿Pero quién recuerda hoy a Mike Hammer?

Quizá unos pocos.

Subvertidos por los estereotipos del género, socavados en alguna adolescencia olvidada por la prosa desconcertante de una novelucha como The Big Kill, en la que un tipo decía cosas como: “Rompí el costado de la vara a través de su mandíbula y abrí la carne hasta el hueso. Golpeé sus dientes en su boca con el extremo del cañón. Y me tomé mi maldito tiempo para darle una patada en la cara. Se estrelló contra la puerta y se quedó allí, burbujeando. Así que lo pateé de nuevo y dejó de burbujear”.

Y te quedabas tieso.

¿Pero recuerdan las nuevas generaciones a míster Hammer?

Algunos como yo quizás evoquen el rostro de aquel actor cínico, cascarrabias y muy simpático de los 50, Darren McGavin, de aquellos capítulos de media hora en blanco y negro de la serie Mickey Spillane’s Mike Hammer que Radio Caracas Televisión transmitió, antes de que el romántico y vulnerable Stacy Keach lo sustituyera con su labio leporino y el icónico sombrero flexible de ala corta y la gabardina. Violento, claro está —era la esencia del personaje—, pero pasado por el agua de la TV.

Bastante menos sanguinaria y despiadada.

Casi con exactitud uno recuerda el salto de aquel trampolín que lo mareó, a los trece o los catorce, al salir del delicioso y tranquilo divertimento inglés del Poirot y la Miss Marple de Agatha Christie, de editorial Molino y sus espléndidas y enigmáticas portadas, al impacto de Yo, el jurado.

Y su violencia. La de aquel tipo tosco y todoterreno un corpulento detective neoyorkino de 90 kilogramos y 1 metro 80 y pico de gabán sucio y corbata desabrochada, con el alma hecha polvo dentro de una dureza de odio y amargura, blindado con una armadura de cinismo, y la mente aún entre el estiércol y el fango de la jungla japonesa, entre el hedor de las playas sobrevolando, elevándose desde los cuerpos de los muertos, donde había saboreado la muerte y le había parecido apetitosa, “hasta el punto de no poder volver a disfrutar de los frutos de la civilización normal”.

Así era él.

Golpeando un Lucky. Y soñando con una Velda, su secretaria adorable, que te retaba con cada movimiento de su cuerpo, con sus labios que se fruncían para dar un oportuno y breve beso.

Y sus asesinos arrogantes que deberían haberle mirado más atentamente y darse cuenta de que él también era un asesino, y percatarse de cómo es morir antes de poder sacar el arma.

Y la lluvia. La interminable lluvia. Nuestro personaje pisoteado como un trapo, mientras los lectores no sabíamos ni aceptábamos el porqué. Y eso que no éramos unos anticomunistas rabiosos y obcecados como él.

En 1953, en aquel maravilloso enclave europeo de la caraqueña Plaza Candelaria, donde vivíamos —en el extrarradio del mundo capitalista— podíamos viajar transportados por aquellos libros de la Colección Caimán de Editorial Diana de México, esos “mundos portátiles”, que teníamos a mano. Con los autores del hard-boiled, que al parecer solo algunos de nosotros —en verdad muy pocos— visitábamos.

Desde el british Lemmy Caution de Peter Cheyney y los raros especímenes de James Hadley Chase —a Neruda le encantaba La carne de las orquídeas—. Pero sobre todo, los detectives gringos, el Mike Shayne de Brett Halliday, Max Thursday de Walle Miller, el Shell Scott rubio de Richard S. Prather, y el Mike Hammer de Spillane.

Para Chandler, por ejemplo, era mercancía de segunda fila que sobrevivía a la mayor parte de la literatura de ficción de alta velocidad. Y escribía: “es fácil de falsificar; la brutalidad no es fuerza, la ligereza no es ingenio, la escritura desde el borde de la silla puede ser tan aburrida como la escritura plana; el coqueteo con rubias promiscuas puede ser algo muy aburrido cuando lo describen jóvenes caprichosos sin otro propósito en mente que describir ese coqueteo”.

Y, bueno, Chandler era un exquisito.

Spillane era más barriobajero, más vulgar. Sin los resonantes y afinados ecos de melancolía de Philip Marlowe, ni el laconismo diamantino del Sam Spade de Hammett, sino una insaciable sed de venganza paranoica y odio, un oscuro odio chato y visceral.

Muchos años después nos enteraríamos —como siempre pasa— que aquel energúmeno genial había salido de las mismas aguas oscuras de un tal Race Williams de los 20 y 30, creado por un despreciado escritorzuelo Carroll John Daly, que sería reivindicado por Erle Stanley Gardner —el creador del abogado Perry Mason— como el verdadero inventor del hard boiled. Que al igual que Hammer, decía cosas como “Le reventé un plomazo y el show terminó”, o “¿Muerto? Estaba tan frío como la sonrisa de una solterona”.

Con el mismo tipo de pesimismo e incertidumbre moral del Sam Spade y Philip Marlowe, caballeros cansados que hacían lo correcto únicamente porque era correcto, y para quien “A veces un trozo de plomo vale todo el pensamiento del mundo”.  Y que entusiasmó a millones de ciudadanos norteamericanos como Spillane. De hecho, la segunda aventura de Mike Hammer, Mi pistola es rápida, se inspiraría en la novela de Daly, The Hidden Hand.

Del Hammer’s Bar and Grill

Nació Frank Morrison Spillane en 1918 en Brooklyn, Nueva York, hijo de un cantinero irlandés estadounidense John J. Spillane y su esposa presbiteriana y educada, Catherine Anne, criándose en hogar duro y el todavía más duro barrio de Elizabeth, Nueva Jersey.

Bajo la supervisión de su madre, se leyó todo Melville y Dumas antes de los 11 y, recién salido de la secundaria comenzó a escribir los diálogos de los comics de Marvel, Capitan América, Capitan Marvel, Superman, Batman La Antorcha Humana, donde demostró su legendaria velocidad en la escritura, pues lo que a otros autores les tomaba una semana, Spillane lo liquidaba un día, “Abriéndome camino hacia abajo”, como más tarde recordaría.

Y como su tío favorito era inspector jefe del Departamento de Policía de Nueva York, Billy Turk, al sobrino le nació el gusto por la aventura y el crimen callejero, pero eso sí: con la mente de un auténtico “WASP”: White, Anglo-Saxon and Protestant.

Estaba lanzado.

Y un día después del ataque a Pearl Harbor, con 23 años, se une al Cuerpo Aéreo del Ejercito de los Estados Unidos. Y convertido en piloto de combate es destinado como instructor de vuelo en Greenwood, Mississippi. Al terminar el conflicto, seguiría encandilado con el estereotipo del combatiente, poseído por una especie de estrés postraumático o neurosis de guerra, que le acompañará cuando reemprenda los guiones de comics, como el súper violento Mickey Spillane’s Mike Danger, el mismo que después, cuando necesita los famosos 1000 dólares, convertiría en Mike Hammer de su primera novela Yo, el jurado.

Inspirado, como confesaba en 2002, en un infante de marina estadounidense que sirvió en el Teatro del Pacífico en Samoa, Guadalcanal y Bougainville herido en acción: Jack Land. Y quien después de la guerra, era un policía de los suburbios de Newburgh, Nueva York, donde Spillane lo conoció cuando operaba el Hammer’s Bar and Grill, frente al río. “Era un duro marine —contaría—. Entró en una isla japonesa en el Pacífico, con 240 hombres Fue uno de los cuatro que salieron”.

De ahí, este comando con placa de detective privado que no se refrena cuando dispara, pero ya no en las trincheras de la Guerra del Pacifico, sino en Nueva York, aplicando la ley de talión del Antiguo Testamento, que identifica el castigo con el crimen cometido. Una fantasía recurrente en cuanto escriba Yo, el jurado:

“Sacudí la lluvia de mi sombrero y entré en la habitación”.

—Ahí dentro, Mike.

‘Ahí dentro’. ¡Cuánto me conmovieron aquellas palabras! ‘Ahí dentro’ estaba, tirado en el suelo, muerto, mi mejor amigo. El cadáver. Bien podía llamarlo así. Ayer era Jack Williams, el hombre que había compartido conmigo la misma trinchera durante los dos años de la guerra, entre la cenagosa pestilencia de la jungla. Jack, el mismo que había asegurado estar dispuesto a dar el brazo derecho por un amigo, y que cumplió su promesa al evitar que un japonés mal nacido me partiera en dos. Detuvo la bayoneta con los bíceps del brazo, y se lo tuvieron que amputar”.

Junto a Pat Chambers, jefe del Departamento de Policía de Nueva York, quien de ahora en adelante le servirá de contrapeso en todas las historias, y sus descripciones aceleradamente minimalistas, como la de su amigo arrastrándose moribundo por el suelo con un tiro en el estómago hacia una silla que el asesino ha ido apartando poco a poco para que no alcance el arma que colgaba del respaldo, y su pistoletazo de salida:

“Jack, estás muerto y no puedes oírme. O tal vez sí puedas. Ojalá que así fuese, porque quiero hacer un juramento irrevocable. Me conociste durante muchos años, Jack, y tú sabías que la palabra que sale de mi boca sigue en pie mientras viva. Juro que encontraré al gusano que te mató. No llegará a la silla eléctrica. No lo colgarán. Morirá exactamente como tú lo hiciste, con una bala 45 en el estómago. Sea quien fuere el que lo hizo, Jack, lo encontraré. Si me oyes recuérdalo: quien quiera que haya sido. Lo juro”.

Nada que ver con el Sam Spade o el Philip Marlowe que en medio de un indiscutible glamour, dejaban en las manos de la justicia a los culpables. Mike Hammer era un sujeto que tomará la justicia en sus propias manos y lo aclaraba: “Tú eres un policía, Pat. Tú estás atado de pies y manos por reglas y regulaciones. Hay alguien vigilándote. Yo estoy solo. Puedo abofetear a cualquiera en la jeta y nadie puede hacer nada. Nadie puede despedirme. Quizás nadie se preocupe demasiado si me matan, pero aún tengo una licencia de detective privado con el privilegio de llevar un arma y ellos me temen”.

Un homicida. El antecedente directo del “Harry el sucio” de Clint Eastwood, dos décadas después. Un auténtico tipo duro, sin aristas.

Juez, jurado y verdugo

Spillane les daría a los lectores un héroe para esos tiempos difíciles a los que la ley parecía incapaz de hacer frente al turbión criminal que arrasa Estados Unidos, y sostenía que “uno que no actuaba con frustrante lentitud ni se sentaba simplemente a debatir el problema: enfrenta la violencia con violencia, y cuando el malo está caído, patearle los dientes”.

Descrito en la revista Life como “una máquina de desnudar y disparar que bebe mucho, nunca piensa en absoluto y vende mejor que nadie”, después del lanzamiento en 1947 de Yo, el jurado, produjo un escándalo de la crítica.

El San Francisco Chronicle dijo que el libro era “una glorificación tan cruel de la fuerza, la crueldad y los métodos extralegales que la novela podría convertirse en una lectura obligatoria en una escuela de formación de la Gestapo”. Pero lo cierto es que sorpresivamente después de agotar las 10 mil primeras copias en tapa dura, Yo, el jurado vendió e rústica la asombrosa cantidad de seis millones de ejemplares.

Y para peor, Spillane llegó a afirmar que solo le había llevado nueve días escribirlo, y si era así (algunos dicen que 19)tenían que haber sido los nueve días más rentables de cualquier escritor que conociésemos, ya que catapultaron una serie de 30 novelas más, con ventas totales de alrededor de más de doscientos millones de copias más.

Pero…

Ningún crítico importante en ningún lugar decía una palabra amable para el libro de escritor, caricaturizado simultáneamente como un fascista por los liberales y un libertino por los conservadores. Y eso a pesar de que detestaba tanto a los comunistas e hizo que 40 de ellos fueran abatidos por una ametralladora en Una noche solitaria de 1951, un gesto que seguramente aplaudió Joseph McCarthy. Mientras que él, impertérrito, se llenaba los bolsillos y se enfrentaba a la jauría: “Me importa un comino leer críticas. Lo que quiero leer es el cheque de regalías. Escribo cuando necesito dinero”. “No tengo fans, ¿sabes?, lo que tengo son clientes. Y los clientes son tus amigos”.

En rápida sucesión escribirá Mi pistola es veloz (1950), La venganza es mía (1950), Una noche solitaria (1951), El asesino (1951) y Bésame, moribunda (1952) que se convertirá en la primera novela de detectives en llegar a la lista de bestsellers del New York Times. 

“Demonios, no soy un autor, soy un escritor”, insistía burlón. Consideraba que un “escritor” era el tipo que escribía para ganar dinero, con absoluta falta de pretensión. Solo la filósofa y escritora rusoamericana Ayn Rand, la autora preferida de la derecha libertaria estadounidense, lo elogió.

Dijo que Spillane le daba la sensación de “escuchar una banda militar en un parque público”.

Pero de las acusaciones más duras que se hicieron contra él, además de racista, fue la de misógino. En1952, la revista Harper’s detalló la fatalidad de la mujer en sus libros: “De siete con las que tiene un encuentro casual pero íntimo, seis son asesinadas (tres tiroteadas, una estrangulada, una degollada), disparando a las tres que le interesan más profundamente, a dos en el abdomen, de las que una resultó ser un hombre; y a la tercera le dispararon a la cabeza accidentalmente por un niño, justo cuando estaba a punto de matar al Sr. Hammer”.

No obstante la diatriba más sombría salió de la revista Good Housekeeping, en 1955, en la pluma de un tal Philip Wylie, quien acusó a Spillane de inspirar a “futuros maníacos sexuales”, y “despreciar a la humanidad”.

Invectivas que para el escritor policíaco Max Allan Collins —el autor del comic Camino a la perdición llevado al cine en 2002 por Sam Mendes y protagonizada por Tom Hanks—, muy amigo de Spillane, era una percepción muy simplista.

Tomemos como ejemplo —opinó— la segunda creación más famosa de Spillane, Velda, la secretaria de Mike Hammer. “Tiene una licencia de detective privado, es muy dura, muy ingeniosa y al menos tan inteligente como Mike Hammer”. Cuando las mujeres de Mike son villanas, siempre son fuertes y tan inteligentes como Mike Hammer. Dignas oponentes”.

También le afectó que Robert Aldrich adaptara Kiss Me Deadly con Ralph Meeker como Hammer, con el guion de I.A. Bezzerides —que había tenido problemas con las listas negras en Hollywood, en la década de 1950—, quien llegó a decir que había ignorado el libro. Aunque en las manos de este director genial, a pesar de su deshonestidad, resultó un clásico de culto del mejor cine negro.

Los ataques dejaron huella en él. Y su mala imagen establecida. No sería invitado a una convención de novelas de misterio hasta más de 20 años después, en 1981; y no recibiría un reconocimiento especial de Mystery Writers of America hasta 1995, aunque se necesitó de Elmore Leonard para conseguirlo.

Fotografía de NBC Television

Pero no había nadie como Mike Hammer

Su celebridad había generado un programa de radio, una tira de comic (escrita por Spillane) y a finales de la década de los 50 la inolvidable serie de televisión Mickey Spillane’s Mike Hammer, protagonizada por el simpático Darren McGavin —el mismo de la otra serie de culto Kolchak, The Night Stalker, el antecedente claro de Los expedientes secretos X—, que los venezolanos veríamos por Radio Caracas Televisión en episodios de 30 minutos en blanco y negro, producidos por Jay Bernstein, quien adquirió los derechos de su amigo cercano por un dólar.

En 1962, tras una larga década en dique seco apareció Cacería de mujer, con el mismo Mike y su pesimismo existencial plano y ramplón, pero ahí, perturbadamente sádico, sin enmascarar sus sentimientos: “Viví para matar, porque mi alma era una cosa endurecida que se deleitaba con la idea de tomar la sangre de los bastardos que hacían del asesinato su negocio”.

Y en 1964 La serpienteLa cosa retorcida en 1966 y en1967 Los amantes del cuerpo. Y como el showman y genio del marketing que era, llegó un momento en que se hizo tan famoso como su creación, apareciendo en las portadas de sus libros pistola en mano. Y de la noche a la mañana su imagen se convirtió en sinónimo de Hammer.

Cuando The Girl Hunter fue llevada al cine en 1963 por Roy Rowland —con la rubia Shirley Eaton, la chica Bond de Goldfinger, como Velda—, será el propio Spillane quien haga de Mike Hammer. Lo que le convirtió en el único escritor de la serie noire en protagonizar de su propio detective ficticio en un film.

Pero Spillane logró la culminación de su fama como ícono de la cultura pop, cuando burlándose de sí mismo y nuevamente vestido con su fedora y su gabán tradicional, apareció en más de 110 comerciales vendiendo la Miller Lite de 1973 a 1989. Aparte de hacer de artista de trampolín y bala de cañón humana en el circo.

Cuando en los Cayos de Florida en los 50 visitó un restaurante y vio la fotografía de Hemingway en la pared, cuenta que una camarera lo reconoció y le pidió una fotografía que coloco junto a la del autor de Fiesta. El restaurante era una parada de Hemingway, en su camino hacia y desde Cuba.

—¡Derriba el suyo o el mío! —dicen que explotó Hemingway en cuando lo vio. Y una camarera furiosa tiró a Hemingway de la pared. Nunca regresó.

—Hemingway odiaba mis tripas —diría Spillane sonriendo.

Spillane, las mujeres y el sexo

El desprecio por su manera de tratar a las mujeres no es gratuito. Hammer es un machista brutal. Su morbo que acoquina y que hace de su magnetismo sexual el atributo básico de su fantasía de poder, termina siendo repugnante. Es un homme fatale del que se enamoran mujeres que, en general, serán descritas como seres exuberantes o con un deseo sexual desmesurado, explotadas y sometidas, atraídas, excitadas por su dureza, su violencia y su crueldad.

Levanté la mano y la golpeé en la boca tan fuertemente como pude. Su cabeza se balanceó, pero todavía estaba allí, y ahora sus ojos eran más feroces que nunca. ¿Todavía quieres que te obligue?

—Házmelo —dijo ella”

Desde la gemela Mary Bellemy en negligé, el abreboca de Yo, el jurado hasta la Charlotte Manning del mismo libro y su legendario strip-tease para evitar que aquel la mate:

“Sus dedos se afanaban ahora en la cremallera de la falda. Luego, acometieron un botón. Entonces, la falda se deslizó al suelo, formando un rollo en torno a sus tobillos. Antes de desembarazarse por entero de la prenda, se quitó, también, la pieza que constituía toda su ropa interior. Mas lo hizo lentamente, a fin de impresionarme con toda la sensualidad de la maniobra…”

O la Juno Reeves de La venganza es mía o su mítica secretaria, socia y compañera de vida, Velda Sterling, quien tiene licencia de armas y una automática del calibre 32, pero cuyos vestidos ajustados muestran lo que parecen “las curvas en la autopista de Pensilvania”, sexualmente intocable (para él) como una virgen, pues es un hecho comprobable que Hammer jamás posee a ninguna de las que se enamora, así Velda aparezca envuelta en “un negligé rosa puro que fue diseñado con la simplicidad como motivo”.

Mientras, se fuma un Lucky. O se emborracha como un cosaco de whisky de centeno, o de cerveza hasta que lo recogen de una cuneta.

Por su parte, Spillane llevó una vida francamente familiar con sus esposas. Con Mary Ann Pearce con quien se casó en el 45 y tuvo cuatro hijos y vivió hasta el 52, con los críticos reventando sus entrañas pero los dólares brotando de las orejas, y se dice que con una poderosa crisis religiosa producto del clímax violento y sádico de sus libros, y se convirtió en Testigo de Jehová.

“Hay más libros en camino, pero no contendrán las cosas que refuercen las excusas para el colapso moral de esta generación actual. He cambiado mi trabajo y mi curso de acción para estar en armonía con el Reino de Jehová”.

Y cesa (por 9-10 años) de escribir.

Hasta 1961, cuando aparece Cacería de mujer, considerada la mejor de sus novelas, se divorcia de Mary Ann y se casa con una cantante de discoteca 24 años más joven que él, Sherri Malinow: “Llamé a la agencia y les pedí que me enviaran una rubia, la enviaron y yo nunca la devolví”. Y posa desnuda en la portada de The Erection Set. Pero el matrimonio se rompe en 1983 después de 9 años. Y a los 64 se casa con Jane Rodgers Johnson, una ex Miss Carolina del Sur casi 30 años menor que él, con la que terminará su vida.

Pero ya las aventuras de Hammer carecen de mordedura sádica. Y el gusto del público ha cambiado. Por lo que crea a Dino, el exagente de la CIA. Y a Tiger Mann, especie de agente secreto a lo 007, de una organización de espionaje financiada por un multimillonario de derecha radical, en El día de las pistolas.

Los libros que no pertenecen a los “hammers”—The Erection Set (1972) y The Last Cop Out (1973)— muy publicitados, fueron fracasos comparativos con su fama. Al igual que los libros de Hammer de segunda generación, The Twisted Thing (1966), The Body Lovers (1967), Supervivencia cero (1970). Y escribe un libro para niños The Day the Sea Rolled Back, ¡con el que gana un premio del Gremio Literario Juvenil!

En 1973 Spillane había perdido su pegada. Y desaparece de nuevo por 6 años.

Hasta que en 1989, con más de 70 escribe El asesino, con el que el crítico de The Guardian fue amable pero despectivo. Siguió adelante con Black Alley, a los 88. Pero ya estaba manifiestamente fundido y había sufrido un derrame cerebral.

Se dice que pesar de su riqueza, Spillane fue un hombre de gustos muy sencillos, que disfrutaba pescando desde su bote de 24 pies y conduciendo una camioneta Ford a la que llamaba su “Carolina Cadillac”. Jactándose de poseer aquel Jaguar que le habia regalado John Wayne envuelto en una gran cinta roja y una nota que decía: “Gracias, Duke”.

Posteriormente se enamoró de la comunidad costera de Murrells Inlet, Carolina del Sur, donde pescaba cangrejos, buceaba y albergaba una impresionante colección de armas.

El 17 de julio de 2006 cuando falleció a los 88 años.

“En realidad soy un blando”, declaró dos años antes de morir, con su voz suave, afable y elocuente. “A los tipos duros los matan demasiado pronto”.


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