Telón de fondo

Mi tía habla de los primeros adecos

03/09/2018

Rómulo Gallegos, uno de los miembros fundadores de AD, ganó las primeras elecciones libres de Venezuela en 1947. Fotografía tomada de la cuenta oficial de Acción Democrática en Twitter (@ADemocratica)

Los historiadores sabemos el provecho que podemos sacar de las fuentes privadas. Suelen ser más libres, si se comparan con los documentos públicos. El sigilo de los sobres sellados permite que la verdad circule sin cortapisas, o un tipo de verdad que ilustra sobre situaciones de interés general. La ausencia de fisgones, especialmente si son poderosos o influyentes, hace que las opiniones viajen bajo la protección de una confianza que no puede tomarse mayores libertades si está sujeta a miradas inesperadas, o a inspecciones peligrosas. No hay nada que cuidar, o poca cosa, cuando se escribe a los hermanos, a los sobrinos o a los compadres sobre los sucesos del contorno. Por consiguiente, la confidencialidad propia de la correspondencia remitida a una persona de confianza, o a un círculo familiar, ofrece una cantera de informaciones invalorables para la exploración del pasado.

Se hace la observación con el objeto de invitarlos a leer una carta que escribe María Elisa Pardi, mi tía y madrina, sobre temas aparentemente superfluos que interesan a su familia mientras el país siente los tirones de la llamada revolución de octubre. La presenté en un simposio de 1988 sobre el golpe de estado contra Medina Angarita, pero la saco otra vez de la doméstica gaveta por la utilidad que tiene para quienes quieran saber cómo se piensa en la época sobre un movimiento político que ha generado no pocas disputas, entonces y en la actualidad; o cómo piensa un tipo determinado de persona que debió ser numeroso. La misiva no es portadora de una verdad absoluta, desde luego, sino de los pareceres de cierto tipo de personas, la “gente de orden”, gracias a los cuales se llega a un acercamiento digno de atención sobre las reacciones provocadas por los adecos fundacionales.

Mi familia materna, la parentela Pardi que después se muda a otras regiones, se establece en Boconó en 1868, más o menos, para dedicarse al cultivo del café. Proviene de la isla italiana de Elba y en breve le sopla buen viento, pues la prosperidad la acompaña en el nuevo siglo: varias haciendas de café en las cercanías del pueblo y en otro poblado de las proximidades, Campo Elías; una casa amplia en la esquina de la plaza Bolívar, cerca de la iglesia de San Alejo, del Concejo Municipal y la prefectura; dos o tres locales para alquilar y relaciones con los individuos de importancia, entre ellos muchos italianos también llegados de Elba que se convierten en figuras estelares del lugar. Algunos de los Pardi, ya venezolanos de primera generación, llegan a vincularse con los oficiales godos que combaten los excesos del liberalismo, o militan bajo la bandera amarilla más popular o plebeya. En el seno de ese hogar nace y muere muy anciana mi tía y madrina María Elisa Pardi, quien nunca se llega a casar y se convierte en maestra de primeras letras en una escuela de niñas y en pilar de las devociones religiosas. En Boconó le dicen “la niña María”. Tiene altercados con su hermana mayor, mi abuela Teresa Pardi de Iturrieta, porque acepta ser comadre y confidente del general Rafael Montilla, el Tigre de Guaitó, un individuo de baja estofa.

Ante de entrometernos en la misiva, acudamos a un fragmento de Copei en el trienio adeco, un libro de Rodolfo José Cárdenas en cuyas páginas describe el atuendo de las personas que acompañan al presidente Rómulo Gallegos en su toma de posesión. Es el siguiente:

«Fue una semana de pompas, jolgorios, sedas, condecoraciones, convites y mojigangas, los adecos con mucho, liquiliqui, y las nuevas empingorotadas señoras luciendo costosas pieles con los treinta y dos grados del mediodía caraqueño. Los invitados cultos que también los había sonreían ante aquel derroche de mamarrachadas y aquel sinfín de extravagancias tropicales. Más de un invitado austero se preguntaba dónde estaba, pues parecía imposible que el señor Rómulo Gallegos, tan afamado como hombre recatado, fuera el causante de tanta payasada, donde el histrionismo de los licores y de los banquetes resultaba pálido ante la albadanería que se reflejaba en los dedos ensortijados, manos obreras callosas casi reventaban los aros cargados de piedras, y los zapatos de charol indicaban a la legua que su ocupante era primerizo en ese caminar arlequiniano sobre las espesas y nuevas alfombras».

Si apartamos los juicios de valor y recordamos que la descripción no se refiere a un desfile de modas, sino a un suceso de naturaleza política, convendremos en destacar la existencia de una mudanza que llega hasta los salones que solo traspasaba un tipo de venezolanos. Ahora muchos otros son convidados, o se sienten convidados a lugares inaccesibles desde antiguo para quien no perteneciera a un grupúsculo que seguramente observa de lejos y con repugnancia lo que está pasando.

La carta de mi tía y madrina, escrita en Boconó el 20 de marzo de 1946, compendia la sensación de antipatía y zozobra que provocaba la legión de advenedizos. Dice a una hermana residenciada en Barquisimeto:

«Por aquí las cosas están como por allá, aunque más aliviadas porque uno conoce a las personas. Digo yo que uno las conoce, porque ya no son los de antes. Imagínese que Teresio no quiere hacer los mandados por ir a la casa del partido, y que Isaías trabaja en el taller cuando le parece, porque tiene que oír a la hora que sea los discursos de los adecos. Por eso no me entregó los muebles a tiempo, pero no se le puede reclamar porque eso no es democracia. Lo que está de moda es el botiquín que se llama La Demócrata, lleno de esa gente. Es un espectáculo a juro, cuando vamos a oír misa. Abren el botiquín hasta tarde y sepa que allá hacen la lista para concejales. Un teniente fulano de tal estuvo en días pasados brindando con ellos, como para animarlos a seguir en la tarea. Ya se graduaron todos de bachilleres sin haber pisado la escuela, pero leen papeles en la plaza todos los días del mundo, y todas las noches también. Imagínese que Mateo dice que esto es como el paraíso de los bichos, y el infierno de la gente buena. Lo peor es que hasta en la familia está penetrando el veneno, pues Francisco y Ana Josefa se mueren de la tribulación de ver que unos adecos están sonsacando a Rafael José para echar bromas. Ayer Etelvina me pidió el salón para un baile y me dio pena tener que decirle que no, por miedo de que la barra invente meterse sin permiso. Usted sabe que se ha perdido el freno».

Seguramente muchas familias tradicionales sienten entonces en muchos pueblos que se ha perdido el freno. Los dependientes están estableciendo a su manera un tipo diverso de relación con los patrones. Los artesanos hacen los horarios y atienden los pedidos del cliente en la medida de sus necesidades. La gente humilde hace política sin temor frente a las narices de los señores. Los organismos de representación dejan de ser el monopolio de unos escogidos. Hay bares frecuentados por una inesperada legión de sujetos deseosos de participar en los asuntos públicos. Hasta los militares los acompañan a veces en el jolgorio. Ya no importan las credenciales escolares, ni la partida de nacimiento, para participar en los negocios de la comunidad. Aún en las mejores familias puede cundir el ejemplo de la canalla. Las fiestas de sociedad no pueden ser como antes, se teme.

Tal vez la carta de María Elisa Pardi refleje algo más que la preocupación particular de su casa y de su estirpe, para traducir el miedo a los sobresaltos que produce la modificación del rol de las masas en la cotidianidad. El miedo que no se sentía desde el tiempo de las guerras civiles, el miedo de no saber qué puede pasar mañana, el miedo a la pardocracia dueña de la calle. Ese miedo de la tía y madrina, que otra vez ventila descaradamente su sobrino y ahijado, ¿no se multiplica entonces por mil?


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