Mi Caracazo

27/02/2021

Tenía muchas ganas de mear y entonces subí esas escaleras larguísimas de El Calvario, esas escaleras como de pirámide egipcia, mientras escuchaba las detonaciones allá abajo, por todas partes se escuchaban detonaciones, la Policía Metropolitana pasaba en sus camiones jaulas, se paraba en las bocacalles, disparaba y seguía, había basura por toda partes, restos de objetos quemados, palos, cauchos, poquísimos carros o autobuses, los negocios cerrados con sus santamarías hasta el suelo, y la gente saqueando, sí, mucha gente, pero como por oleadas, por ventarrones, todos corriendo con botellas de whisky, con hornos, con juguetes, con comida, con televisores, y las patrullas, las pocas que había, zumbando, como escapando de todo eso, y vi muchas personas con los brazos ensangrentados, cortados con los vidrios de las tiendas que saqueaban, veníamos de la Baralt, donde había llegado un autobús con militares y tuvimos que salir corriendo hacia abajo mientras escuchábamos los disparos, y de ahí hacia El Silencio y el Calvario, la verdad es que no sé qué diablos fuimos a hacer allá, ¿qué coño fuimos a hacer allá?, me lo he preguntado mil veces, y me lo vuelvo a preguntar después de 25 años, 28 de febrero de 1989, no el 27, el 28, eran más o menos las tres de la tarde, habíamos estacionado en la Universidad Central y caminamos en dirección al centro, la idea era hacer una especie de reporterismo de lo que ocurría, pero ninguno de los dos éramos ni periodistas ni nada, solo dos chamos de 20 años, sin cámara, sin libreta, sin más instrumentos que nuestras dos piernas, con ganas, pienso ahora, de vivir, de exprimir la experiencia, con esa sed de la juventud que te arroja de cabeza a la vida porque no quieres que nadie te la cuente, y bueno allí estábamos, en el ojo del huracán, en la caldera viva del Caracazo, y en esas condiciones era muy peligroso pararse en la calle a mear pero yo no aguantaba más y entonces subí a El Calvario, subí aquellos escalones de pirámide egipcia, y lo hice de dos en dos, de tres en tres, mirando siempre hacia atrás como si me persiguieran, porque ahí todos estábamos como escapando de algo, y cuando llegué al último escalón vi un caobo o un aragüaney o cualquier otro árbol del que no recuerdo su nombre ni su tamaño pero sí recuerdo que estaba como pegado a un costado, y entonces fui directo a él porque sentí que era un lugar seguro, un refugio, y allí abrí mi cierre y disparé un largo chorro de miedo amarillo, un chorro que venía conteniendo desde hacía varias horas, fueron algunos segundos de alivio, uno, dos, tres, cuatro, cinco, y entonces escuché una voz que me dijo, quieto ahí, no te muevas, quieto ahí, y yo volteo y veo el agujero de un FAL apuntando a mis ojos, quieto ahí, no te muevas, no te muevas, decía el soldadito bisoño, como de dieciocho años recién cumplidos, nervioso, cagado, con un miedo todavía más tembloroso que mi propio miedo, y entonces le di digo tranquilo, tranquilo, y levanté mis manos, tranquilo, solo estaba meando, le dije, solo estaba meando, allá abajo es peligro pararse a mear, yo solo subí para eso, y entonces el chamo me dice que no puedo estar ahí, me lo dice con su cara de ojos inyectados, con una cara que hasta el día de hoy yo no me olvido, entonces me sacudo rápidamente, me abrocho los pantalones, me adecento, y le demuestro que no soy lo que cree (no sé qué creía que podía ser yo, quizás un saquedor, quizás un tipo armado, un enemigo, no sé), y cuando se da cuenta de que no soy un sujeto peligroso sino todo lo contrario, un sujeto desarmado y con tanto miedo como él, le pregunto por su situación, que qué hace ahí, que qué está vigilando, y me dice: me dieron cien municiones (me muestra los cartuchos) y me ordenaron que cuando viniera la gente de Lídice les echara plomo y que cuando se me terminaran las balas echara a correr no más, y después de decir eso se quedó callado, nos miramos un micro segundo a los ojos, creo que tragamos saliva al mismo tiempo e insistió, no puede permanecer aquí, no puede estar aquí, ok, muy bien, entonces le dije adiós, suerte, suerte para todos, y bajé los escalones, y comenzamos a emprender la vuelta, pero quisimos hacerlo por los lados de la avenida Urdaneta que estaba bastante tranquila, por ahí apenas se escuchaban disparos a lo lejos y solo se alcanzaban a oír las radios y televisores que los departamentos tenían a todo volumen, y fue así, al escuchar el sonido de esas radios y televisores proyectándose por fuera de los balcones y las ventanas de la Urdaneta que nos enteramos que se había decretado el toque de queda, mierda, toque de queda, ¡toque de queda!, y eran como las seis de la tarde y ya no podíamos estar en las calles a partir de las siete, así que apuramos el paso, nos quedaba todavía un largo trecho desde Miraflores hasta la Universidad, corrimos, trotamos, caminamos, corrimos, el trayecto se nos hizo infinito, kilométrico, larguísimo, hasta que llegamos al estacionamiento de la Central y exhaustos subimos al carro y volvimos a nuestras casas para quedar pegados durante horas y horas frente a las imágenes que transmitía la tele.

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Este apretado párrafo condensa mi experiencia vivida el 28F de 1989 junto con mi amigo Sergio Rueda.

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Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 28 de febrero de 2014.


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