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Cuando se habla de la novela policiaca francesa es tópico referirse a Balzac, lo que, por lo demás, no constituye un desatino. No olvidemos que la narrativa criminal surge en el siglo XIX cuando, en su afán de buscarle una explicación a todo, el investigador se convierte en detective y el misterio en complot. Acaso, ¿no gozó de una estupenda intuición para la intriga el Balzac de Un asunto tenebroso, considerada una de las primeras novelas policiacas de la historia, si no el comienzo?
Un asunto tenebroso se publica en 1843, el mismo año en que Los crímenes de la calle Morgue de Edgar Allan Poe aparece en la revista Graham’s Magazine de Filadelfia. No en balde, su trama se desarrolla en París, donde vive su protagonista, Chevalier Auguste Dupin, con su cercano amigo el anónimo narrador. Y algo más llamativo aún: ambos autores se inspiraron en Eugène-François Vidocq, el primer director de la Sûreté francesa y uno de los primeros investigadores privados, quien tuvo un pasado delictivo e inspiró a Victor Hugo para los dos personajes principales de Los miserables, Jean Valjean y el inspector Javert.
Fue íntimo amigo de Balzac, y sus Memoria, escritas a los ochenta y dos años de su vida, fueron leídas por Allan Poe en Londres en 1829 e inspiraron su Chevalier.
Un asunto tenebroso alimentaría una respetable tradición francesa que, más allá de la lógica helada y geométrica del caballero Dupin y Sherlock Holmes, traspasará la novela folletinesca de escritores como Emile Gaboriau, la síntesis de novela inglesa y francesa de Leblanc y el melodramático Leroux, para desembocar en 1930 en Georges Simenon.
Simenon se ocupará de describir con trazo denso, firme, un ambiente sórdido y vital, de un grado de sensibilidad humana desconocido por la policiaca anglosajona y, al contrario de ésta, se propone castigar el crimen desde el principio.
El enigma será banal. Pero a cambio, el lector encontrará la elaboración de situaciones y personajes sugestivos, verosímiles: encantatorios. Y el “hecho insólito” del crimen misterioso estará muy lejos del escándalo lógico y racional anglosajón, más cercano del alma —de la psique—: más intuitiva.
Cambiando una forma de sentir.
Para Simenon —y su culminante creación, el mítico comisario Maigret—, resolver el enigma no significa descubrir al homicida, es mucho más: meterse en el alambique psicológico que ha provocado esta desgracia. Y participar afectivamente en una realidad ajena, generalmente en los sentimientos de otra persona: el criminal. Simpatizar con el asesino. Para ello está allí Maigret: para sostener la mano del criminal, la nuestra, y dirigir el encuentro de ambas.
Hasta ese día, todos los autores de la novela policial francesa naufragaban inmersos en laboriosas definiciones, asfixiando toda fantasía. El enfoque de Simenon se centrará en una nueva órbita en la que el destino individual, por más sólidamente establecido que parezca, será presa de una sociedad que de improviso lo destroza, creando personajes de conmovedora densidad, que George Simenon solventa con una economía de lenguaje y una velocidad creativa inconcebible.
El amigo Simenon
Estamos obligados a señalar algo que alguna vez dijo Fernando Savater, citando a Borges, quien, refiriéndose a su admirado Robert Louis Stevenson, habló de ciertos escritores por los que uno siente algo que no puede ser descrito sencillamente como admiración o interés, sino como “uno de esos amigos que me dio la literatura”.
Ese algo nos ocurre con Simenon, que, como dice Savater, “no es siquiera que los tengamos por los más grandes, sino por los más nuestros”.
Guardado en ese rincón más íntimo se encuentra Simenon. O, más afectuosamente, Jules Maigret. Desde aquel inolvidable amanecer cuando comenzamos a leer el primer relato: El caso Saint-Fiacre. O más exactamente, cuando una llamada tímida despertó a nuestro amigo en la pequeña posada de María Tatin, donde se hospedaba, tras regresar a su ciudad natal, Saint-Fiacre, para investigar aquel asesinato anunciado.
Al otro lado de la ventana es aún una noche cerrada. Una noche fría de principios de invierno. Y leíamos bastante impresionados la descripción de una madrugada similar a la nuestra, pero en un pequeño hotel provincial en pleno invierno, que, como descubriríamos mucho después, para John Banville era una descripción digna de Flaubert. “Excepto que Flaubert —como él decía— habría usado muchas más palabras”.
Nos identificamos con su atmósfera, su humor, su tono de voz y su escritura y hasta con sus caprichos, sus debilidades y sus errores, que por tanto no nos resultan muy difíciles de disculpar.
En sus páginas, muy a gusto, sentimos esa cálida y estimulante cercanía: ese reconocimiento mutuo del amigo. Y junto con Maigret, frecuentamos también a sus entrañables y míticos ayudantes, Lucas, Laponte, Torrence y Janvier.
El caso del grafómano liejés
¿Un hombre con el impulso o manía irresistible de escribir? Sí, y como depende de quién o desde dónde se mire, es un don o una maldición. En el “caso Simenon” ocurrió esto último, obligando al escritor que junto con algunos otros dominó el siglo XX, a ganarse a pulso la consideración y el favor del haute littérature.
Su velocidad narrativa fue inaudita.
Capaz de completar una novela en diez días a razón de un capítulo diario —sin importar si estaban protagonizadas por su comisario Maigret o bien era una de esas obras que él llamaba ‘duras’, por su mayor complejidad—, de firmar más de 200 libros con su nombre y otros tantos bajo seudónimo, escritos sin descanso desde su primera juventud, compusieron un legado que, a pesar de haber sido bendecido por figuras como Gide, Céline, Eliot o García Márquez, tuvo que ganarse a pulso la confianza de los más chatamente perspicaces a causa de ese don.
Al asimilar la obra de Simenon, John Banville no pudo evitar hacerse la misma pregunta que también antes se habían planteado otros escritores, dada su prodigiosa velocidad para crear y escribir: “¿Es humano?”
Desde el principio, cuando poco antes de cumplir sus dieciséis años, se detuvo ante la Gazette de Liège, entró y sorprendió al jefe de redacción al escribir un artículo en el acto como prueba, se puso de manifiesto el potencial de energía de Simenon. Y luego de ser aceptado en la redacción, corría de una mesa a otra, bromeaba, discutía y telefoneaba dos veces diarias a las seis comisarías de la ciudad para redactar varios artículos en un día. ¿Cómo lo hacía?
Al arrancar el prólogo de su portentoso Simenon, Maigret encuentra a su autor, su mejor biógrafo, Pierre Assouline, se pregunta: “¿Quién podrá explicar alguna vez la ‘paradoja de Simenon’: un hombre conocido sobre todo por su notoriedad? A su muerte, sólo se hablaba de cifras, de récords, de marcas diversas. Como si el escritor se hubiera borrado hacía mucho tiempo, detrás del fenómeno”.
Si hasta Federico Fellini, en un arranque de admiración, dijo de él: “Uno tiene que aplaudir como se aplaude en el circo el valor, la audacia del malabarista o del acróbata”, sin meditar quizás que tal muestra de admiración no le habría gustado a uno de sus más íntimos amigos.
Bajo el signo del exceso, de hybris
¿Qué es la verdad, “la áspera verdad”, de un novelista sino lo que se oculta, lo invisible, enterrado en los intersticios de su vida? Desde su nacimiento en Lieja, el 13 de abril de 1903, como dice Banville, su madre fue una fuerza asombrosamente formidable que dominó su vida durante el tiempo que vivió, y probablemente más. Sumamente supersticiosa, Henriette Brüll no puede hacerse a la idea de que su hijo Georges haya venido al mundo un viernes trece, de mala suerte, poco después de medianoche. Católica por convicción, por temperamento, es un día de luto, pues es aquel día de la semana en que fue crucificado Jesús de Nazareth. Algo que la impacta morbosamente. Por lo que lo da nacido el doce a las once y media de la noche del jueves.
Pero hay más. No le gusta el muchacho. Y como la conmoción no se acaba nunca, tres años más tarde, cuando da a luz a su otro hijo, Christian, marcará por él su preferencia enfermiza. Y ya jamás hasta su muerte perderá la ocasión de recordar a todos tal predilección, creando en el pequeño Georges la terrible sensación de no ser amado.
Henriette Brüll de 22, de ascendencia holandesa y prusiana, con ojos claros y vivos, rostro delgado, ropa severa, hecha con alfileres, es una mujer angustiada, hipersensible e hipernerviosa, humilde, orgullosa y acosada por el espectro de la pobreza, ante la que se siente perpetuamente amenazada. Se ha casado con Déciré Simenon, de 25 años: la humildad y la resignación hechas hombre. Un contable de una total falta de ambición, a quien viéndole leer su periódico todas las tardes, en el mismo sillón, como hombre tranquilo, podría pensarse que es feliz en perfecta armonía con su destino.
Con esa serenidad que los cínicos llaman ingenuidad, Déciré, un hombre de una vida profesional y familiar cronometrada, era de una meticulosidad casi kantiana. Tanto que, al parecer, los relojes parados le horrorizaban, y siempre conservaba el ritmo de su péndulo en el oído. Y, sin embargo, a este ser que adolecía de una especie de incapacidad para expresar los sentimientos familiares, Simenon pondrá siempre en lo más alto, y hasta el final será el astro de su nostalgia. Siempre con el famoso “pudor Simenon”.
Ninguno siente la necesidad imperiosa de hablar, y precisa Assouline, de querer hacerlo no sabrían. Es demasiado personal. Pero en la mesa, cuando su madre regaña a George, basta con un guiño y una sonrisa, para que esa complicidad se manifieste en secreto. Ni una palabra, sólo la calidez de la mirada. Desde entonces, el mundo se ha dividido para él entre los que reciben las bofetadas y quienes las dan. Y de este padre que siente verdadero horror por el tiempo paralizado, Georges siempre conservará en sus oídos el ritmo de su péndulo.
Y de Henriette, un fuerte sentimiento de culpabilidad, de desprecio. “No recuerdo haberme sentado en sus rodillas”. Nunca lo besa. Limitándose a tenderle maquinalmente la mejilla o la frente. Y así, secuencialmente, poco a poco, se va cociendo algo muy hondo. Y esa distancia, esa indiferencia, le afectará tanto como aparecerá en sus novelas, y mucho más tarde, cada vez que la evoque, dará cuenta de “aquella forma tan suya de quejarse sin pudor de sus órganos genitales que la hacían sufrir”.
En Lettre à ma mère en 1974, desgarradoramente confesará: “Nunca nos hemos querido mientras vivías, lo sabes de sobra. Los dos hemos fingido… Entre nosotros dos sólo había un hilo, tu voluntad feroz de ser buena con los demás, pero, tal vez, sobre todo, contigo”.
Son los años que preceden a la Primera Guerra Mundial.
Cuando al regresar a casa a las seis y media, como todas las tardes, Déciré constata que no hay percha libre en el corredor para colgar su abrigo, y un desconocido está sentado en el cojín floreado de su sillón de mimbre, el único que hay en la casa, y otro lee su periódico, la hora de la cena ya no es la misma. Los platos también han cambiado.
Désiré se sienta en una silla con las manos vacías y espera. Ya no está en su casa. Henriette ha tomado inquilinos y él es el último, porque “el cliente es el rey y Déciré no es un cliente”.
Georges nunca perdonará a su madre esa humillación sin nombre. Ese desprecio. Aunque, sin embargo, haya sido el único medio que encontró para aumentar sus ingresos, porque desde el nacimiento de su segundo hijo ya no trabaja. Y como Lieja es una ciudad universitaria, ha abierto una pensión.
Viaje alrededor de mi habitación
El pequeño Georges odia los inquilinos. Su presencia es una iniquidad para su padre. El hogar es un pandemónium. Hay rusos, polacos, checos y rumanos, y aunque la humillación late en la atmósfera, no consigue detestarlos totalmente. Sus conversaciones le apasionan. Y cuando ellos se dan cuenta sorprendidos, de que el adolescente se interesa en sus discusiones sobre literatura o anatomía, política, biología, se harán sus amigos.
Y él más tarde les estará agradecido por haberles descubierto a sus grandes novelistas: a Chejov, Dostoievski, Pushkin, Gorki, sin olvidar al Gogol de Almas muertas, a quien con frecuencia ensalzará como el mejor escritor del siglo XIX.
Déciré y Henriette pueden pasar horas sin hablarse. Y es en esa Lieja de 1915 donde “hasta la calle huele a cuartel”, que Simenon es testigo del efecto de la ocupación alemana sobre los belgas. Y de cómo —registra John Gray en NewStatesman—, “fue en esa lucha diaria por la existencia, donde la moralidad fue descartada y olvidada, en que todos engañaron, mintieron y traicionaron, donde Simenon se formaría esa actitud fríamente realista sobre cómo funciona el mundo para él, dándole lo que él describe como «una serenidad algo cáustica” de las cosas.
En esos momentos le gustaría marcharse a cualquier parte, callejear, estar fuera de casa. Está fascinado por las novelas de Dumas, le apasiona el Viaje alrededor de mi habitación de Xavier de Maistre —“¡Qué glorioso abrir un nuevo camino y aparecer de golpe en el mundo sabio con un libro de descubrimientos en la mano, como un inesperado cometa que brilla en el espacio!”—. Pronto les seguirán Dickens, Balzac, Stendhal, Conrad y Stevenson.
Nunca conseguirá deshacerse de ellos.
Como dicen Sandra Hochman y Saul Bellow: “Todas las neurosis remiten a eso. Todo remite al niño”. En esa retorta liejesa se decantó la neurosis de Georges Simenon, ancla de su excepcional genio creativo. Un genio que desbordó y con creces, ésa su célebre capacidad para escribir ultrarrápido sus libros.
Los pensionistas no viven en sus cuartos, sino en el corazón de la casa, la cocina, y Georges pasa mucho tiempo acechando sus reacciones, observándolos. Le apasionan. Hasta 1914, el momento en que esa influencia sobre él estaba en su cenit y la fecha en que se van. Época en la que tiene entre 8 y 11 años de edad, y que resultará definitoria, acentuando su revuelta interior. Su determinación de separarse cuanto antes del medio familiar. De librarse de aquellas convenciones sociales que le pesan. Con rabia por no saber cómo expresar su rebeldía contra la autoridad tanto en casa como en la escuela.
Entonces conocerá el amor y el sexo: Renée, que tiene 15 años, él tiene 12, están de vacaciones en Emburgo cerca de Lieja. Y como recordará y contará a Fenton Bresler, sesenta años después, fue a recoger unas bayas rojas para ella en las ramas más altas del acebo, y al bajar del árbol sangraba en abundancia y le dijo: “’Túmbate ahí’, y yo me tumbé. Y prácticamente me circuncidó”.
Por supuesto, desde entonces no fue el mismo. Y anunciará a sus padres que renuncia al sacerdocio —como quería Henriette— por el oficio de las armas. El ejército es una de las raras profesiones, cree él, que dejan suficiente tiempo libre para escribir.
Pero no llega a terminar el tercer año de secundaria. Ha visto a Renée abandonar la escuela del brazo de un hombre de unos veinte años que la esperaba a la salida. Y para colmo, cierto día, el médico de su padre, el doctor Fischer, le cita en su casa y le dice:
“—Georges, tengo que darte una mala noticia, es necesario que dejes de estudiar y empieces a ganarte la vida… ”
Ha visto a su padre hace algunos días y no cree que pueda vivir más de dos o tres años como máximo. La angina de pecho de la que sufre de manera crónica está muy avanzada.
Una gran perturbación interior le zarandea y se insubordina hasta el punto de rechazar toda educación católica violentamente. En septiembre de 1918, no toma el camino del colegio jesuita y, por voluntad propia, vuelve la página en el instante en que la Europa exhausta cuenta sus muertos y se dispone a firmar el armisticio. Él sólo ha cumplido los quince años.
El pequeño Sim
Le confiesa a Henriette que tiene hambre de vivir. Y en el centro de Lieja, George Renkin, el propietario de una librería, le acepta de dependiente. Está a gusto. Se adapta a los horarios. El problema es que el librero no se encuentra a gusto con él. Un día, un cliente ha pedido Le Capitaine Gautier, y Renkin busca en la letra G como si fuera Théofile Gautier. Es probable que se confunda con Le Capitaine Fracasse. Y el dependiente que conoce a sus clásicos, se lo hace observar sugiriéndole que busque en la D, por Alexandre Dumas. Aquello rebasa todos los límites, sobre todo porque el cliente apoya las palabras del dependiente. Cuando Georges se arrepiente es demasiado tarde. Lo despiden.
Camina. Vagabundea. Y azarosamente sus pasos lo llevan a la calle Official ante la Gazette de Liège, uno de los principales diarios de la ciudad. El director Joseph Demarteau, sorprendido de verle redactar un artículo en un segundo, le abre la puerta y le incorpora a la redacción.
Durante cerca de tres años adquirirá esa experiencia intuitiva que le caracterizará como escritor, acopiando, atesorando las cosas vistas u ojeadas. Su memoria acumulará todo lo vívido, lo expresivo del ambiente y sus personajes, que muy pronto dará a luz y compondrá la famosa atmósfera típicamente simenoniana. Es un espíritu tan poroso que, como dice Assouline “sabe traducir el moho de la existencia tras haberlo liberado del humus”. La dimensión olfativa y gustativa de sus novelas lo atestiguará. Bajo su pluma, incluso la noche tiene olor. Y los colores alcanzan un emocionante efecto de realidad.
Es obsesivo con el detalle.
“El pequeño Sim”, como le llaman, en poco tiempo hará crónica local, el verdadero periodismo de sucesos. Es el chico para todo. El jefe de redacción tiene la inteligencia suficiente para no enmarcarlo en un sólo género. Por lo que, tras casi un año desde su ingreso, se consagra: Demarteau le confía una crónica regular, “Hablemos”, que le permitirá publicar 784 columnas que firma “Monsieur le Cop”, y luego “Georges Sim”, en un trazo humorístico feroz que la mayoría de las veces puede terminar en un texto inesperado, al margen de las normas, que desentona en un medio tan conformista y conservador como La Gazette.
En tres años “El pequeño Sim” no sólo conoce al simbolista Paul Fort que lo deslumbra, sino que penetra el mundo del circo que le fascinará tras negarse La Gazette a darle la sección de Opera y Teatro, aunque qué importa: está lanzado, es un fervoroso del music-hall, alucinado por los acróbatas sin red, lo que reafirma su propia filosofía de la vida.
Un día de verano de 1919, un hombre acosado en un tejado corre, tropieza y se aferra desesperadamente a la cornisa, mientras abajo, la muchedumbre vocifera “¡Traidor! !Espía!” Y lo reclama para lincharlo. El clamor de la multitud exige que le entreguen al “boche” (despectivo de “alemán” en esos días posteriores a la ocupación). El reportero Simenon experimentará cómo los transeúntes, personas que no duda son honradas, en un segundo están dispuestos a convertirse en asesinos sin otra forma de juicio que su odio.
Y se percata de cómo puede un rumor infundado convertirse en psicosis colectiva. Y cómo el poder morboso del odio ordinario se desorbita durante la cacería de un hombre.
A los dieciocho años, Sim es un hombre que escribe, un periodista de cuerpo entero. Y respira esa condición por los poros. Si se le observa concentrado en su agitación. En su frenesí reporteril. Con el tiempo ha condensado su escritura. Sin embargo, hay algo que también lo habita como un íncubo. Su obsesión por el sexo y las mujeres.
Cincuenta años más adelante, cuando termine de dictar Carta a mi madre (Tusquets, 1993) mientras ella agoniza, se asfixia, cae enfermo. “Enfermo sin duda por haber descubierto que yo no era el hombre que había creído ser —escribirá—, enfermo de saber también que mi madre no había sido más que una mujer descentrada desde sus principios en la vida y que habría merecido mi ternura y mi edad antes que cierta indiferencia y cierto rencor”.
Y un neuropsiquiatra que la ha leído escribe la Lettre à non fils (Carta a ningún hijo) que le habría podido escribir Henriette. Y cautivado por este manuscrito que califica de “grito de verdad”, queda alterado (no olvidemos que también lo obsesionó la psiquiatría y, sobre todo, Jung). Dejando de lado su admiración, nunca pudo conquistar la ternura de su madre. E incluso, como registra Pierre Assouline, aunque la ternura nunca estuviese excluida de sus estancias en los burdeles y en los hoteles, “nunca habría cesado de buscarla multiplicando sus relaciones con las mujeres”.
De manera que nadie imagina en La Gazette su doble vida, cuando sacrifica al rito de la cerveza y el choque de las jarras del fin de la jornada de trabajo, para hundirse en la noche liejesa a la caza de las mujeres, la taberna y el burdel. Un hábito contraído en su adolescencia que permanecerá vivo hasta edad avanzada.
Entonces, se desmarca de la conservadora Gazette de Liège para frecuentar los locales de sus antípodas Noss’Peron y de Nanesse, un semanario satírico caracterizado por su tendencia natural al periodismo de chantaje descarado, donde finalmente recala. Henriette siente vergüenza de esa colaboración. No obstante, Simenon no olvidará los momentos vividos en Nanesse. Y, sobre todo, los personajes con quienes se codearía allí. Tanto que, al echar una mirada retrospectiva, tendrá la sensación de que pudo haber caído en la delincuencia de manera irremediable. “No como un burgués que se encanalla a horas fijas, sino como un auténtico marginal atraído por lo desconocido, la aventura y el riesgo último del borde de los precipicios”.
Le retienen unos pocos pretiles: su padre -cuya apertura de espíritu y tolerancia atenúa su rebeldía-; su patrón, Joseph Demarteau, y Régine Renchon, “Tigy” -pintora de Lieja-, su novia. La ha conocido en La Caque, un club donde se reúne un grupete muy informal de pelos largos, emborrachándose de palabras sin consecuencias y de filípicas sin futuro. Grupo muy similar a Les Compagnons de l’Apocalypse que aparecerá en El ahorcado de Saint-Polien. Régine es tres años mayor que Simenon, y como él la retratara en sus Memorias, habla de arte, de filosofía, de literatura… Es virgen, y de su persona se desprende una especie de encanto menos físico que intelectual.
Y ahora ya lo sabe: será escritor. No un literato, como esos que hacen la Literatura, sino más bien como humorista al estilo Mark Twain.
La leyenda comienza
Su primer libro, publicado a los 17 años, se titula Au pont des Arches, firmado por Georges Sim, de 95 páginas, rindiendo homenaje a la comicidad rabelesiana, con ilustraciones de varios artistas, incluido su mentor Luc Lafnet, el alma de La Caque. Meses después reincide con una plaquette, Les Ridicules, bastante feroz, una parodia humorística de novela policiaca sin intención, al estilo de los maestros franceses del género, Gaston Leroux y Maurice Leblanc, y un homenajea a Sherlock Holmes.
Una tarde, al regresar de Amberes, en el andén está Régine esperándole. Déciré ha muerto. El final de la angina de pecho que el doctor Fischer pronosticó le ha liquidado. Y aún bajo los efectos del shock, sin liquidez para pagar las facturas de las pompas fúnebres, La Gazette le adelanta el dinero. Si antes ponía a su padre por encima de todo, después lo pondrá más alto todavía y no dejará de idealizarlo libro tras libro.
Luego de ese shock, otro: el ejército. Se ha presentado de voluntario para terminar con esa formalidad que amenaza con hacerse desagradable. Tiene 18 años y medio, mide 1,72 metros de estatura y pesa 70 kilos. Su meta es liquidar eso lo más pronto posible, y es enviado a un regimiento motorizado. Se le tienen ciertos miramientos por su situación particular de sostén familiar. No sólo vive cerca de su madre, sino que le facultan para proseguir su colaboración en La Gazette.
Se encarga de las cuadras, vigila sesenta caballos. Al año no sólo ha dejado el ejército, sino también a su familia y su ciudad, su mundo, el universo de la infancia.
Para él esto significa franquear la frontera invisible y saltar a esa tierra de nadie que explotará a lo largo de toda su obra, “donde se mezclan la excitación de la aventura y el vértigo de lo desconocido”. Y esperando cortar el cordón umbilical que todavía lo une al mundo que deja, su madre, le redacta un texto de despedida, a medio camino entre el cuento y el poema en prosa, Le Compotier tiède, que para algunos vale por cualquiera de sus trabajos, aunque él considere esas páginas sin valor alguno.
Es diciembre de 1922. El tren se aleja de la estación de Lieja con un joven Simenon en la ventanilla que sueña con licores más fuertes. Y en el andén, Régine, quien le ha empujado a dar el gran salto, aunque él realmente no tenía necesidad de que le alentasen. Junto a la muchacha, su padre. Los vagones se adentran en la niebla espesa. No lo sabe aún, pero se marcha a Francia para siempre.
París
Lo espera su amigo el pintor Luc Fanet. Con él vuelve a sumergirse en la atmósfera de las noches de La Caque, y se queda en Montmartre hablando hasta el alba. Se mete en un pequeño cuarto abuhardillado, después en otro que una vieja inglesa acepta alquilárselo a condición de que no cocine.
Su trazo parisino es vertiginoso como su pluma. Gracias a una carta de recomendación de su patrono de La Gazette, entra a trabajar con el escritor conservador Binet-Valmer.
Manda a buscar a Régine Renchon, Tigy, y se casa con ella. Y en 1924, tras dos años en hoteles, él y su flamante esposa alquilan apartamento en el 21 de la Place des Vosges, un decadente palacete por el que han pasado un descendiente de Richelieu, la gran duquesa de Toscana y Alfonso Daudet. Y en los números pares, en el 6 específicamente, Víctor Hugo.
Binet-Valmer lo valora y lo recomienda como secretario de uno de sus grandes amigos, un aristócrata. Le llaman marqués de Tracy, más que Raymond d’Estutt de Tracy, lector asiduo de Le Figaro y de L’Action Française. Es heredero de una espléndida fortuna y se ocupa activamente de su periódico Paris-Centre; una de las razones para contratar como secretario al “pequeño Sim”.
Tiene 20 años y parece dominado por el hambre de mujeres más que por cualquier otra cosa. Entonces, ¿cómo explicar la precipitación con su matrimonio? “Tenía todavía más hambre de pareja”, dirá luego. Para él el matrimonio es sinónimo de armonía y equilibrio. “Estoy poco acostumbrado a vivir solo”. Su presencia a su lado no puede ser más oportuna, porque al futuro creador del comisario Maigret sólo le interesan dos cosas: los libros y el sexo.
Y ordena libros, clasifica documentos, responde el correo, almuerza con el marqués y le acompaña a la sede de Paris-Centre en Nevers. Redacta las invitaciones, las batidas de caza, cita a los banqueros. Y aprende enseguida. Está siempre sobre aviso. Sin tregua. Y le invade la tristeza y muy pronto el desánimo, su único refugio es la escritura de cuentos y novelas breves para pasar el rato.
Sólo le excita el viaje con el marqués a Nevers. Y ante todo la sede de Paris-Centre. Abel Lamy, su redactor jefe, publica en folletín Entre deux âmes, de Delly, lo mismo que La Vallée de la peur de Conan Doyle. Y otorga amplio espacio a los sucesos, de los que el lector nunca se cansa, con un sólo programa para Francia en 1924: “¡Limpiar las trincheras!”. Simenon se suma al ambiente redactándole los artículos al marqués de Tracy.
Pero, es en Paris donde quiere estar. Y participa sus planes al marqués. Ganar la mayor cantidad de dinero posible escribiendo libros fáciles, luego instalarse y dedicarse a la literatura. El marqués quiere creer en ello. Le presta dinero y más tarde se confesará “alegre” al conocer su éxito. Durante casi dos años junto a este hombre extraordinario en el sentido literal del término, Simenon aprende mucho. Según Assouline, “a la sombra de Tracy, su experiencia alimentó la inspiración del novelista”.
Allí conocería y apreciaría a Pierre Tardivon el administrador del castillo, el personaje que encontraremos en 1924 bajo la identidad de Joseph Tardivon en Les Larmes avant le bonheur, y luego en El caso Saint-Fiacre y en Las memorias de Maigret, por ser Moulins la tierra del comisario donde su padre trabajó en el castillo de Saint-Fiacre en calidad de administrador. Sin embargo, en Paray-le-Frésil, Simenon experimentaría el sentimiento vertiginoso de pasar la raya y, como sus héroes futuros, la ilusión de cambiar de clase, de estatuto, de vida.
Tiene 21 años y está animado de la determinación inquebrantable de vivir de su pluma. Los Simenon viven en un cuarto del hotel Beauséjour del barrio Batignolles y tienen prohibido cocinar. Cenan en restaurantes de cocheros-choferes de ambiente caluroso, familiar. Y Tigy “se revela como una ama de casa sorprendente y prepara un cordon-bleu exquisito”, reconoce Simenon en una carta a su madre, quien no se contenta con encargarse del aspecto material de su vida en pareja. Relee los textos a medida que salen de la máquina, corrige las faltas debidas a la precipitación, busca informes, lleva los textos a los periódicos y cobra los pagos en los diversos magazines y revistas, Frou-Frou, Sans-Gêne, Paris-Flirt, Le Sourire, Paris-Plaisir, Ric et Rac.
Simenon pule su estilo. Ha entrado en la carrera literaria con la idea de que fuese un medio para sobrevivir, sin pretensiones ni mirar atrás. Con un sólo objetivo, el gran público. A velocidad de crucero escribe varios cuentos por día, es su medida, su ritmo. No obstante, con 20 años está estancado. Y habría permanecido así, de no haber aparecido Colette.
“¡Nada de literatura!”
Sidonie-Gabrielle Colette era una novelista, periodista, guionista, libretista y artista de revistas y cabaré francesa. Adquirirá celebridad internacional por su novela Gigi. Se ha casado en segundas nupcias con el redactor jefe de Le Matin —donde Simenon manda sus relatos—, y ocupa en el periódico un despacho, quien lo dejará pasmado después de rechazarle varios cuentos:
“—Mi querido, no es esto. Es casi todo, pero no es esto. Es usted demasiado literario. ¡Nada de literatura!”.
El propio Simenon dirá en una famosa entrevista de The Paris Review en 1955 a Carvel Collins:
“—Sólo un consejo general de un escritor me ha sido muy útil. Era de Colette. Estaba escribiendo cuentos para Le Matin, y Colette era editora literaria en ese momento. Recuerdo que le entregué dos cuentos y ella me los devolvió y lo intenté de nuevo y lo intenté de nuevo. Finalmente dijo: ‘Mira, es demasiado literario, siempre demasiado literario’. Así que seguí su consejo. Es lo que hago cuando escribo, el trabajo principal cuando escribo.
—¿Qué quieres decir con ‘demasiado literario’? ¿Qué cortas, cierto tipo de palabras?
—Adjetivos, adverbios y cada palabra que está ahí sólo para hacer un efecto. Cada oración que está ahí sólo para la oración. Sabes, tienes una frase hermosa: córtala. Cada vez que encuentro algo así en una de mis novelas es para cortar.
—¿Es ésa la naturaleza de la mayor parte de su revisión?
—Casi todo.”
Y he aquí que cuando más adelante crezca la familia, al completar una novela convocará a sus hijos y agitará el texto enérgicamente ante ellos preguntándoles: “¿Qué estoy haciendo, pequeños?”, a lo que responderán ritualmente, en coro: “Te estás deshaciendo de los adjetivos, papá”.
Como observa su otro biógrafo, Patrick Marnham, “lo último que Simenon hubiera deseado hacerle a un lector hubiera sido enviarlo al diccionario”. En pocas palabras, “él está escribiendo para todos”. Y será en 1923, con 20 años, cuando adquiera esta depuración drástica.
Por otro lado, poco le importa que su máquina de escribir sea alquilada. Lo que más le importa es su alojamiento. Por lo que no tarda en moverse. Es cuando se mudan los Simenon a la habitación y media que alquilan en el antiguo palacete del mariscal Richelieu. Y martiriza la maquina “Corona” escribiendo. Se detiene sólo para reanimarse con una copa de vino tinto u observando el vaivén de la calle hasta caída la noche.
Es cuando abandona aquel distrito más bien triste, y cruza el Sena guiado por las luces de Montparnasse hacia La Rotonde y la Coupole, el Dôme y el Jockey, donde se siente en su elemento siempre en ebullición, en movimiento. Y Tigy le sirve de guía, cuando saca tiempo para pintar y exponer en Montmartre.
Es también en la Rive gauche donde va al cine a pequeñas salas del barrio. Asiste a El gabinete del doctor Caligari, La carreta fantasma, Entreacto, El tren sin ojos, Las noches de Chicago… películas que descubre y redescubre con entusiasmo. Amasando el mortero a razón de diez o veinte mil líneas por novela, adquiriendo una técnica y un savoir faire.
Pero como siempre, al despuntar la aurora, se levanta junto con la ciudad, junto a su mesa, en la plaza de los Vosges, sumergiéndose en un aroma mezclado de café y tabaco de pipa. Y hojeando las páginas del Larousse Ilustrado. Está convencido de que la poesía de este tipo de historia está contenida por entero en las palabras y no en la intriga y la acción.
No obstante, es en esa masa de historias desigual pero compacta, en que germinará la génesis de su obra futura. Pero lo que le interesa es producir.
Esto es una cita textual, ¿no? Porque no están las comillas, pero no las quiero agregar sin confirmar.
Luis García Mora
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