COVID-19

Meditaciones en la zanja

Fotografía de Federico PARRA | AFP

17/07/2020

 

«El sentido hace que infinidad de cosas sean soportables; quizá que todo lo sea. El hombre que considera su propia vida y la de su prójimo sin sentido alguno, no es solo desafortunado, sino que está casi descalificado para vivir la vida”.

C.G. Jung

“Cosette era de quienes se hunden en la aflicción, y salen adelante”.

Víctor Hugo

“No existe ninguna situación que no pueda ser ennoblecida

por el servicio o por la paciencia”.

Wolfgang Goethe

Con este paradójico título comienza Viktor Frankl uno de los sub-capítulos de su entrañable libro El hombre en busca de sentido: memorias y reflexiones a partir de sus vivencias en los campos de concentración nazis, donde trascurrieron cuatro años de vida.

Pocas experiencias han sido tan devastadoras para quienes las sufrieron, y tan desgarradoras para quienes, desde entonces, hemos tenido conocimiento de tales monstruosidades. La infamia que condenó a millones de personas a morir en los campos de exterminio -expresión última de eficiencia en el arte de asesinar-, y a aquellos que lograban apenas sobrevivir, a soportar condiciones diseñadas para arrebatarles la condición humana misma -no reconocida en ellos por sus persecutores, captores y exterminadores-, es algo que inundó de vergüenza, junto a un infinito temblor, a gran parte de la humanidad. No a todos. Ya sabemos que hay aún partidarios de consolidar la solución final que no lograron en aquella oportunidad.

Quizás solo esa imagen que nos atrapa en la obra de Edvard Munch, El Grito, parece traducir fidedignamente lo que el ser humano es capaz de sentir, y de infringir, y las profundas heridas que dejan en la psique. Curiosamente, la misma demencia nazi que concibió y ejecutó el mayor genocidio de la historia, prohibió y retiró de Alemania todos los cuadros de este autor, calificándolo de “degenerado”.

Sin embargo, casi el mismo asombro puede producir la constatación de que en circunstancias inimaginables, más allá de lo soportable, hay en el ser humano algo capaz de abrirse paso -no de inmediato, no impulsivamente, no sin que algo muera en él-, y descubrir que ese algo, a lo mejor desconocido antes de la llegada de lo infernal, empieza a asomarse poco a poco, a abrirse paso en medio de charcos de odio, de miseria, de muerte, y revelar, o recordar, con su contundencia, que la vida sigue allí afuera, y, también, aquí adentro, aunque la parte que está entumecida de espanto lo haya olvidado; aunque la parte que parece aniquilada, lo ignore.

En medio del estupor que produce el canibalismo, esa oscura peculiaridad de nuestra estirpe, capaz de una destrucción o crueldad extrema hacia individuos de la misma especie, encontramos valiosísimos testimonios de seres que logran afrontar las mayores adversidades a fuerza de profundidad, de recogimiento, de ir hacia adentro: “A pesar del primitivismo físico y mental imperantes a la fuerza, en la vida del campo de concentración aún era posible desarrollar una profunda vida espiritual. No cabe duda que las personas sensibles acostumbradas a una vida intelectual rica sufrieron muchísimo (su constitución era a menudo endeble), pero el daño causado a su ser íntimo fue menor: eran capaces de aislarse del terrible entorno retrotrayéndose a una vida de riqueza interior y libertad espiritual”.

Se refiere Frankl, entre otras cosas, a que en medio de los trabajos forzados –cavar zanjas en pleno invierno y medio desnudos, con el cuerpo cubierto solo de harapos y pellejos- surgían conversaciones de una profundidad inaudita. La inminencia constante de la muerte, la enfermedad, la desolación, parecía encontrar contención en la hondura, en una particular comunión con los compañeros de infortunio, en la compasión frente al inmenso sufrimiento compartido –cuando el envilecimiento que los rodeaba, y a cuyo contagio estaban permanente expuestos, no había hecho estragos en sus psiques-, y en las prácticas espirituales que jamás dejaron de estar presentes en las inmundas barracas.

No solo eso. Con el estómago atormentado por las punzadas del hambre, en organismos que empezaban a devorarse a sí mismos en una desesperada estrategia de sobrevivencia, aparecía en todo su esplendor la dimensión estética del vivir. Un día, un prisionero corre a las barracas, donde sus compañeros recién llegados de otro despiadado día de trabajo, insultos, golpes, y les grita, lleno de arrobamiento, que salgan a admirar una magnífica puesta de sol. Ellos asienten. Salen de nuevo, casi a rastras, y mientras todos, enmudecidos ante los exuberantes colores de aquel atardecer –desde el azul acero al rojo bermellón-, que en ese momento el cielo quiso regalarles, escuchan a un compañero decirle a otro «¡Qué bello podría ser el mundo!».

“A medida que la vida interior de los prisioneros se hacía más intensa, sentíamos también la belleza del arte y la naturaleza como nunca hasta entonces. Bajo su influencia llegábamos a olvidarnos de nuestras terribles circunstancias…”. Es lo que este lúcido prisionero llamó la huida hacia adentro. Sí, es válido huir -que no desistir, renunciar-, cuando la huida es protección, preservación de la vida, olvido momentáneo de la crueldad, antes de volver a presentarse.

Cuando lo único que les quedaba era la existencia denuda, cuando sabían que ya no tenían nada más que perder, salvo la vida, aún persistía en ellos el aprecio por la naturaleza y el arte, reafirmación incontestable de humanidad. Constataban -y nosotros con ellos-, una vez más, los inagotables contrastes de esta vida nuestra.

En Caracas, sin casi agua, electricidad, gas, atención hospitalaria suficiente y apropiada -como el resto del país-, sigue El Ávila en pie, impertérrito en su majestad: necesitamos mirar hacia él, cada día, varias veces. Caracas, sembrada también de obras de arte, gracias a los casi remotos e inolvidables tiempos de la Democracia, nos brinda aún –a pesar de la destrucción de casi todo- la posibilidad de la experiencia estética: tenemos que deleitarnos en su presencia cada vez que la errática flexibilización del confinamiento, y la más errática aún posibilidad de llenar de combustible los tanques de los vehículos, nos permita rodar, o caminar, por nuestra ciudad. En el resto del territorio venezolano, donde la naturaleza se encarga de deslumbrar cada día, y los artistas y artesanos han dejado huellas indelebles, abundan los refugios frente a la intemperie. Se hace imperioso habitarlos.

Y aquellos muertos vivientes, víctimas de un Estado genocida, en medio de su abyecta miseria, contaban, sí, también con el humor. “El humor es otra de las armas con las que el alma lucha por su supervivencia. Es bien sabido que, en la existencia humana, el humor puede proporcionar el distanciamiento necesario para sobreponerse a cualquier situación, aunque no sea más que por unos segundos”, pudo constatar desde los primeros días de aquel confinamiento, el psiquiatra vienés.

El humor, esa expresión de alegría propia de nuestra condición, tiene la particularidad de aparecer en medio de valles de sombra de muerte como un cayado capaz de sostenernos, así sea por unos preciosos segundos. Y los venezolanos lo sabemos. Lo seguimos practicando militantemente, a pesar de estas dos décadas    -antes o después de dudar, de llorar, de gritar, de enmudecer, de esperar, de desesperar-, y nos libera, a ratos, mientras seguimos oteando el horizonte.

“Hemos sido creados para la alegría, esta es ontológicamente anterior al dolor y superior a él. Pero el camino de la alegría, en virtud de que somos finitos (y por lo tanto imperfectos, o mejor, procesalmente perfectibles), implica momentos de dolor.”, expresó, con hondo convencimiento, Armando Rojas Guardia, poeta nuestro que acaba de partir hacia otros mundos, en conversación con Alejandro Sebastiani Verlezza.

Sin embargo, ese dolor puede rescatarnos del riesgo de la banalidad de un vivir demasiado volcado hacia la alegría del afuera, y otorgarnos la profundidad que nos completa como humanos. Del sufrimiento somos capaces de extraer belleza estética, y existencial, si conectamos con la compasión. Los venezolanos haremos bien en descubrir que la alegría y el humor, si son expresiones extemporáneas de adolescencia tardía, o si se convierten en evasión crónica del inevitable dolor, nos pueden debilitar, y arrojarnos a otro charco: la de un vivir desprevenido. Conviene prestar atención.

Y aunque sintamos que estamos cavando zanjas, siempre podemos elevar la mirada, quizás el cielo nos sorprenda con la visión de lo sublime –o incluso, de lo numinoso- y con ello, retorne a la carne, la vida. Cuando bajemos la mirada, nuevamente, podríamos sorprendernos: “…y es que la cotidianidad está repleta de regalos, de obsequios, de dones inesperados, basta permanecer atentos para percatarse de ellos y agradecerlos”, nos regala aun Rojas Guardia. En esta oscura cotidianidad nuestra, escarbemos hasta encontrar esos dones inesperados que se esconden debajo de las piedras. Y luego, agradezcamos. Será nuestro personalísimo homenaje al poeta. Y a la vida.

“Cuando el hombre se encuentra en una situación de total desolación, sin poder expresarse por medio de una acción positiva, cuando su único objetivo es limitarse a soportar los sufrimientos correctamente -con dignidad- ese hombre puede, en fin, realizarse en la amorosa contemplación de la imagen del ser querido.”, insiste con profunda convicción Frankl, y nosotros sabemos que ese ser querido, cuya imagen puede salvarnos, puede ser la pareja, el hijo, el amigo, o el Ser Divino, cualquiera sea la imagen que podamos hacernos.

La pandemia del COVID 19 -con sus consecuencias de confinamiento, incertidumbre prolongada, temor por la propia vida y la de los otros, desvanecimiento del mundo que conocíamos-, y que en Venezuela significa, además, profundización del abismo, puede ser la ocasión de que descubramos, o recordemos, que adentro, muy adentro, poseemos ese algo que conecta mundos: el material -tangible, corrompible, fuente frecuente de padecimientos, también de placeres, qué duda cabe-, y el otro, el sutil -intangible, incorruptible, fuente de dicha-, si solo miramos hacia adentro, o hacia arriba, que, a veces, es lo mismo.

Ese algo, llamado por sabios, místicos y poetas, alma, es la dimensión del ser que, si cultivamos en estos dificilísimos tiempos, será la que nos ayude a reconstruirnos, a recomponernos, a rehumanizarnos, cuando, por fin, salgamos caminando al encuentro de la vida fuera de los campos en que hemos estado confinados, por razones sanitarias o políticas.

Mientras tanto, contemplemos profundamente estas palabras de Albert Camus, y hagámoslas nuestras. Es lo que hubiera querido para nosotros Viktor Frankl, quien como mayor legado a la humanidad reiteró la certeza de que el hombre, para serlo, necesita encontrar sentido a su andar.

“En medio del odio descubrí que había, dentro de mí, un amor invencible. En medio de las lágrimas descubrí que había, dentro de mí, una sonrisa invencible. En medio del caos descubrí que había, dentro de mí, una calma invencible. Me di cuenta a pesar de todo eso… En medio del invierno descubrí que había, dentro de mí, un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque esto dice que no importa lo duro que el mundo empuja contra mí; en mi interior hay algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta. ¿Quién le enseñó eso doctor? El sufrimiento, respondió enseguida el médico”


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