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“Siempre sentí que era invencible. Que nunca me iba a pasar nada. A otro lo agarra la guardia, a mí no. A otro le pegan perdigonazos, a mí no. Hasta que me pasó. Hasta que te pasa.
Desde que comenzaron las protestas, he estado adelante, mucho más cerca de lo que estuve el miércoles 14 de junio. Estaba con una prima, buscando los cartuchos de las bombas lacrimógenas para hacer una protesta creativa: semilleros con tréboles de cuatro hojas.
Sembrar vida.
Había gente, pero no demasiada. Nos encontramos a otro primo y no quisimos bajar a la autopista. Nos quedamos en la Plaza Altamira. De pronto todo el mundo empezó a correr. Ella cruzó a la izquierda, mi primo siguió derecho y yo seguí subiendo. Escuchaba los disparos. Nos abrieron la puerta de un edificio. Estaba ayudando a que todos entráramos en medio de una nube blanca de bombas.
¡Apúrense, pasen!
Me volteé hacia donde estaban los guardias para ver si entraba o seguía corriendo, cuando vi a dos PNB en la mitad de la avenida, a dos canales de distancia. Escuché la detonación. Vi las chispas. El que iba atrás fue quien disparó. Me tapé la cara con el brazo para protegerme los ojos. No sentí nada. Quizás fue la adrenalina. Intenté entrar al edificio cuando me di cuenta de que algo chorreaba por mi cara.
‘¡Me dieron, me dieron en la cara, déjenme pasar!’.
No le quería avisar a mi papá hasta saber bien qué tenía. Me hice un selfie para ver. Ocho perdigones en la cara, cuatro en el brazo y dos en el casco. Después me atendieron los Cruz Verde. Me limpiaron y curaron en la Clínica El Ávila. Entonces llegó mi papá. No me reclamó.
Tengo pasaporte venezolano y de la comunidad europea, pero este es mi país. Aquí está toda mi familia. Se han ido muy pocos. Somos 27 primos y por lo menos 20 estamos acá. Mi abuelo, el arquitecto Julián Ferris, diseñó el edificio de la Corte Suprema de Justicia [Tribunal Supremo de Justicia]. Esto es lo de uno, es sentido de pertenencia.
He peleado con mi papá: ¿Cuál es el límite? ¿Qué tiene que pasar para que uno decida irse? Y ahora me pasa esto. Por mí hubiera vuelto a marchar ya. No lo hago porque estoy de reposo, pero pronto lo vuelvo a hacer. Respeto al que se va porque es una decisión importante y difícil pero también lo es para quien se queda.
Tenía once años cuando Chávez llegó al poder. Los niños no hablábamos de política. Sabía el nombre del presidente porque me lo habían dado en Sociales. Estoy luchando por una Venezuela que no conozco: trabajar, pedir un crédito, comprar un apartamento. Pagar un carro en cuotas. Viajar con tu sueldo. Mis abuelos me cuentan cómo era.
Tengo dos meses que no trabajo: ¿quién va a comprar pulseras, zarcillos y collares con esta situación?
¿Tú crees que a mí no me da miedo ir a marchar? Marcho porque lo que tengo no me gusta y lucho por algo mejor. Es mi deber. Luchas o te vas. Primero usaba casco de bicicleta, pero al ver cómo le dan a la gente en la cabeza, pasé a uno de moto. No salgo de la casa sin pañuelo, Maalox y el casco. Tengo 70 días protestando y me he conseguido muy pocas amigas del colegio. ¿Dónde están? Me afecta la indiferencia de algunos. Veo gente marchando de la que me he alejado: ahora lo hacen luego de haberse enriquecido.
No creo en enchufado arrepentido.
Si me quedan algunas marcas en la cara le contaré a mis hijos que son heridas de guerra”.
***
Daniela Santana Ferris, 30, orfebre.
***
Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci en 22 de junio de 2017.
Roberto Mata
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