Literatura

Maquiavelo dramaturgo

Nicolás Maquiavelo en su estudio, por Stefano Ussi. Óleo sobre lienzo. 1894

14/04/2018

De los dos grandes fundadores de la sensibilidad moderna, Maquiavelo continua siendo el menos conocido, a pesar de la difundida popularidad de su nombre. Sus tratados políticos, con la excepción de El príncipe, no son reeditados como se merecen. Sus lúcidos Discursos sobre la primera década de Tito Livio, su ingenioso Del arte de la guerra o sus apasionantes Historias florentinas apenas ocupan el tiempo de profesores y eruditos. Sin embargo, hay pocos escritos más influyentes en el surgimiento, consolidación y acaso decadencia de las democracias occidentales. Como dramaturgo, tampoco es Maquiavelo reconocido con justeza. Es cierto que sólo una de sus piezas es digna de memoria, pero suficiente para convertirlo en uno de los mejores autores de teatro de todos los tiempos. Como siempre, el florentino fue un adelantado. Habló de política moderna cuando el imaginario medioeval todavía era dominante y escribió una comedia de incuestionable modernidad cuando el teatro no salía todavía del abandono del milenio post-imperial.

De todas las artes renacidas durante el Renacimiento, el teatro no fue el más favorecido en sus comienzos. Entre todas las construcciones que Cosme de Medici encargó a sus arquitectos (Brunelleschi, Alberti, Michelozzo), hospitales, bibliotecas, iglesias, palacios, jardines, casas de campo, ninguna que se recuerde estuvo destinada a la representación teatral. Sin embargo, aprovechando una estadía en Roma, a prudente distancia de su generoso mecenas, el gran Alberti construyó un theatrum, el primero del periodo, en el palacio que diseñó en 1452 para el papa Nicolás V, pero no se tienen registros de que alguna vez fuese utilizado. Aunque sería en la URBE, tres años más tarde, donde se llevarían a cabo las primeras representaciones del teatro clásico (latino) a cargo de los discípulos del eminente sabio Pomponio Leto. Entre ellas, una Fedra, de Seneca, y alguna comedia de Plauto. Poco después, hacia 1481 y bajo la dirección del erudito Francesco Filelfo, se iniciaron los estudios del teatro de Eurípides y Sófocles. Pero sería el descubrimiento de Vitruvio y sus espléndidos Diez libros de arquitectura lo que estimularía, en una fase más avanzada del Renacimiento, la reaparición del teatro en todo su esplendor. Y le correspondería al gran Palladio, siguiendo de cerca el modelo romano, la construcción, en Vicenza, del primer gran teatro post-imperial.

A Maquiavelo se le tiene, y probablemente sea verdad, como autor de la más notable comedia del Renacimiento italiano. La escribió ochenta años antes de que Shakespeare escribiera la primera de sus influyentes comedias (Como gustéis) y sería, por desgracia, su única producción dramática importante. Lo que impresiona es que Maquiavelo nunca fue un dramaturgo profesional como el inglés. Su verdadero oficio era la política tal como la entendemos en nuestro tiempo. El objetivo de La mandrágora, que es como llamó a su comedia, haciendo alusión a las supuestas propiedades de la raíz, es puramente instrumental: obtener la gracia perdida de los Medici. La escribió en 1518 durante su destierro, publicada en 1524, y representada en 1526. Su éxito daría a conocer al oscuro secretario de la cancillería de Piero Soderini mucho más que cualquier de sus tratados de teoría política. Vasari reseña que Aristóteles da Sangallo fue el responsable de una seguramente espléndida escenografía para la ingeniosa comedia maquiaveliana.

En alguno de sus iluminadores comentarios dedicados a Maquiavelo, Ernst Cassirer recuerda que en La mandrágora encontramos la más acabada expresión de las ideas del autor. Y no es improbable que esté en lo cierto. El pesimismo antropológico del florentino ciertamente que nunca, ni siquiera en El príncipe, fue expresado de manera tan radical. Shakespeare, que lo leyó y utilizó, en sus famosas Dark Comedies o en la igualmente amarga Tempestad, deja una puerta abierta para que el hombre, al final del día, despliegue la bondad de su carácter. Porcia, en El mercader de Venecia, puede resultar arrogante y manipuladora, pero su actitud nos parece la más justa. Jacques, con todo el pesimismo y melancolía que despliega en Como gustéis, nos resulta, como Hamlet, digno de compasión. Lo mismo Claudio, con todos sus errores, en Medida por medida. En La mandrágora, por el contrario, no encontramos ningún personaje capaz de dar muestras de desinterés o bondad. La comedia de Maquiavelo se puede leer como un penoso compendio de las flaquezas humanas. A propósito de una historia ciertamente cómica, bufa, el autor reiteraba su pesimismo: los seres humanos sólo se interesan en su beneficio personal, incapaces de cualquier altruismo o conducta filantrópica. Algo que ya había expuesto seis años antes en su difundido Príncipe:

Puede decirse que, en general, los hombres son volubles, ingratos,
disimulados, que huyen de los peligros y son ansiosos de las
ganancias. Mientras que les haces el bien y que no necesitas de
ellos, te son adictos, te ofrecen su caudal, vida e hijos, pero
se rebelan cuando es llegada esta necesidad de ellos.

Los protagonistas de La mandrágora se ajustan, sin reservas, al ideario antropológico maquiaveliano. Moralmente, nadie se salva en la obra. El protagonista, Calímaco, es el prototipo del hombre ideal de Maquiavelo: un hombre de acción, resuelto, desconfiado de los giros de la fortuna y capaz de acudir a cualquier medio para alcanzar su resbaladizo propósito. Como Cesare Borgia, Calímaco es representante de aquella virtu que sería prerrequisito para un hombre de acción. Se trata de un joven criado en Francia, que no se sienta a deshojar margaritas o a clavar poemas de amor en los árboles del jardín o a esperar que la suerte lo favorezca. Nada de romanticismo aquí, ni ensoñaciones ni sueños: “¿Cómo he de hacer? ¿Qué partido tomar? Debo absolutamente tratar de hacer algo, sea peligroso, sea perjudicial, sea infame”.

El héroe maquiaveliano está despojado de consideraciones éticas o desvelos sobre la naturaleza del bien o la supuesta banalidad del mal; el fin siempre justifica los medios. En el mundo de Maquiavelo, las mujeres no tienen por qué ser mejores. La heroína de la comedia, la virtuosa Lucrecia, tomada de un cuento de Boccaccio, al final justifica su entrega con impecable cinismo. Dirigiéndose a Calímaco, el cual, acudiendo a todo tipo de trapacerías, ha conseguido meterse debajo de sus sabanas, Lucrecia hace un despliegue de oportunismo, no distinto al que Maquiavelo esperaba de los príncipes:

Puesto que tu astucia, la estupidez de mi marido, la ingenuidad
de mi madre y la perversidad de mi confesor me han llevado
a hacer algo que por mí sola nunca hubiese hecho, juzgo
que esto ha sido una disposición del cielo que así lo ha querido
y no soy quién para rechazar aquello que el cielo quiere que acepte.
Por lo tanto te tomo por señor, amo y guía; tú serás mi padre,
mi confesor, y también quiero que seas mi felicidad, y aquello
que mi marido quiso por una noche, lo quiero para siempre.

Maquiavelo, como siempre, escribió La mandrágora en prosa “vulgar” cuando todavía el latín era la lengua más prestigiosa, siguiendo de cerca la estructura dramática heredada de los comediógrafos romanos: cinco actos, respeto a las unidades “aristotélicas”, un final feliz, como el que esperamos de una comedia, y diálogos como los utilizados por Plauto o Terencio, sin dejar de acudir al empleo de travestis. Su obra es una genial evolución del teatro experimental del Renacimiento que, como todo lo del periodo, había tenido su origen en Italia: “La fuente del teatro moderno es Italia. Fueron los italianos los primeros que sintieron el estímulo del teatro clásico y los que a su impulso compusieron las primeras tragedias, operas, églogas y críticas dramáticas de los tiempos modernos. Y ellos, a su vez, estimularon a los franceses, ingleses y, menos directamente, a los españoles”. (G. Highet, La tradición clásica). No obstante, como decíamos, no sería en la Florencia cuatrocentista de Cosme de Medici, donde la actividad teatral comenzaría su renovado desarrollo. Le correspondió a la ilustre ciudad de Ferrara, patrocinada por la noble casa de los Este, ser la sede, más que ninguna otra urbe europea, del nacimiento del teatro moderno. Con Ferrara, otras importantes ciudades del septentrión italiano, como Vicenza —sede del Teatro Olímpico de Palladio— o Mantua —donde en fecha tan temprana como 1478, el brillante humanista y poeta Angelo Poliziano produjera su Orfeo, la primera obra sobre un tema clásico en tiempos modernos—.

Sin dejar de pertenecer a esta tradición, Maquiavelo la asume de manera crítica, modernizándola y otorgándole una inquietante actualidad. El secretario de la cancillería florentina fue un consentido del siglo XX, y esta preferencia incluía La mandrágora. Una comedia amarga que gravitó sobre los isabelinos y prefiguró la crueldad y absurdo de las vanguardias contemporáneas. La inquietante actualidad a la que aludíamos, ánimo a Tom Hanks a hacer de Calímaco en un montaje neoyorkino de 1979. Y, en Caracas, durante los modernísimos y violentos años sesenta, la comedia de Maquiavelo fue representada con recordado suceso. No me atrevo a asegurar que el XXI será tan devoto de Maquiavelo. Nuevos pensadores han dejado de compartir su pesimismo. De acuerdo con estos renovados criterios, una sociedad justa propicia la aparición de hombres y mujeres justos. En una sociedad, como la venezolana de las dos últimas décadas, despojada violentamente de cualquier principio de justicia, confiar en la virtud innata del hombre exige un empeño heroico, que es lo que han desplegado los mejores sectores de la sociedad en reiteradas ocasiones. Pero el pesimismo antropológico de Maquiavelo es superable si actuamos de acuerdo a su famoso concepto de virtu. Que no es otra cosa que determinación, acción y condena de la apatía e indiferencia, la mejor manera de atacar el “mal radical” de Hannah Arendt y que fuera el método utilizado, en La mandrágora, por Calímaco para lograr los favores de una esquiva Lucrecia.


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