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“Cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable.” Voltaire
Es fascinante el fenómeno a través del cual se termina no palpando las evidencias de un régimen tiránico. La retórica populista termina distorsionando la conciencia. Mientras mayor es la evidencia, la ceguera es más tenaz y el creyente se empecina en salvar una fe que a sus ojos merece un mayor culto.
El populismo se adueña de una retórica capaz de hipnotizar al nivel de generar un profundo sueño ideológico. En tal estado onírico, los efectos no corresponden a las causas que exige una mentalidad crítica, sino causas fabulosas, que se atribuyen a cualquier otro agente mientras exima al régimen dominante de su propia responsabilidad.
Mucho se ha discutido sobre la naturaleza del populismo. Hay quienes dicen que es difícil definirlo. De acuerdo a la Real Academia Española, es la “tendencia política que pretende atraerse a las clases populares”. Tal definición, como la mayoría del famoso diccionario, es insuficiente, por no decir lamentable. La convocatoria al pueblo no nos lo dice todo. Falta el propósito, el cual consiste en dominar a esa masa convocada en nombre de una falsa liberación. Usualmente la liberación implica agredir a otro grupo humano. Así entendido, el populismo es la antesala del fascismo. La eficacia de la retórica populista para infectar los cerebros obedece a la lógica perversa del fanatismo.
El corderito de Nietzsche
En un rapto de elocuencia demagógica, Evita Perón llegó a afirmar: «El mundo será de los pueblos si los pueblos decidimos enardecernos en el fuego sagrado del fanatismo».
Los populistas basan su discurso en la maniquea dicotomía ‘pueblo’/’anti-pueblo’. El ‘pueblo’, es decir, ‘nosotros’: la ‘gente’, representa el súmmum de las virtudes. El ‘anti-pueblo’, es decir, ‘ellos’, es la causa de todos los males: la burguesía, la oligarquía, el imperialismo, los extranjeros, el clero, los judíos, la globalización y todo lo que no esté de nuestra parte.
Contra todos ‘ellos’, los populistas desencadenan, al llegar al poder, la ira divina, amparada en procesos constituyentes con el objeto de implantar regímenes políticos autoritarios. Son, pues, revolucionarios. Se consideran ungidos por el ‘pueblo’ y legitimados por él para, si es preciso, saltarse las leyes, pues el estado de derecho es una componenda del antiguo régimen que conspira contra el ‘derecho a decidir’. Luego, con ese odio, con esa división de la sociedad, al llegar al poder acaban con las libertades.
Según el discurso melodramático-demagógico, el dominador se aprovecha de su fuerza mientras que el dominado sufre las injusticias. Para estar en la verdad y en lo justo, hay que ponerse del lado del pueblo. Es fácil reconocer aquí el “paralogismo (razonamiento inválido con el que uno se engaña a sí mismo) del corderito” al que tanto se refirió Nietzsche. El águila come corderitos, el águila es mala y, por tanto, el corderito es bueno.
—Mas volvamos atrás: el problema del otro origen de lo «bueno», el problema de lo bueno tal como se lo ha imaginado el hombre del resentimiento exige llegar a su final. — El que los corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar: sólo que no hay en esto motivo alguno para tomarle a mal a aquéllas el que arrebaten corderitos. Y cuando los corderitos dicen entre sí «estas aves de rapiña son malvadas; y quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino más bien su antítesis, un corderito, — ¿no debería ser bueno?», nada hay que objetar a este modo de establecer un ideal, excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un poco de sorna y tal vez se dirán: «Nosotras no estamos enfadadas en absoluto con esos buenos corderos, incluso los amamos: no hay nada más sabroso que un tierno cordero.»
Nietzsche: La genealogía de la moral, 13.
El populismo autoritario combina el resentimiento del paralogismo del corderito con la lectura de Carl Schmitt, quien fue considerado el jurista del nazismo. Su teorización se basa en la necesidad de instaurar un poder de ‘decisión’ adecuado que termine con la guerra interna, cosa que no es posible en un Estado liberal, en el cual no se puede justificar la exigencia del sacrificio de la vida en favor de la unidad política. Para Schmitt la política comienza con determinar quién es el enemigo. Cuando este autor dice enemigo, no es solo adversario, sino alguien a quien se le niega toda humanidad.
Cuando los bandos se niegan la humanidad mutuamente, tiene lugar lo que Todorov denomina “enemigos complementarios”. En la lógica populista pueblo/anti-pueblo se promueve la tentación de ver al adversario como enemigo. Esa tendencia al realismo extremo y la negación de cualquier ideal se encuentra también en el posmodernismo y sus tendencias filotiránicas. Según Todorov, solo el insumiso no se deja arrastrar por el odio y hace un esfuerzo moral para reconocer que su adversario también es un ser humano.
El concepto de “enemigos complementarios” lo tomó Todorov de Germaine Tillion, una humanista que participó en la resistencia francesa contra la invasión alemana, pero nunca quiso rendir su sentido de humanidad a pesar de las atrocidades que vio cometer a los nazis.
La violencia de la visión de túnel
El maniqueísmo resentido termina conduciendo a la violencia. Y ello ocurre porque la masa tiránica es presa de una peculiar invidencia. Como decía John Lennon (Nowhere Man, 1965): “Es tan ciego porque solo ve lo que quiere ver».
Nuestra mente tiene dos importantes modalidades cognoscitivas. Por una parte está la percepción, el contacto directo con el mundo exterior y hasta con nuestro mismo mundo interno. Por otra parte, está el procesamiento, es decir, la actividad del pensamiento para extender el conocimiento a través de razonamientos, donde todavía no podemos percibir. Cometemos grandes errores cuando no percibimos con cautela y precisión, y así adelantamos juicios precipitados, vale decir, incurrimos en los prejuicios. Si utilizamos los prejuicios para legitimar un régimen de dominación, entones estamos en presencia de la ideología.
Para escapar de la cárcel ideológica, la mejor recomendación es no dejar que nuestros prejuicios ideológicos se interpongan en la visión. De lo contrario, no veremos el panorama completo sino solo lo que queremos ver. La visión de túnel es la característica esencial del Síndrome del Hombre Correcto, es decir, alguien que considera que su ideología dogmática es la única verdadera, la cual viene asociada a la necesidad maníaca de sentir que sus acciones están perfectamente justificadas y son correctas en todo momento.
La necesidad de tener siempre la razón asume una importancia suprema en la vida del Hombre Correcto. Este personaje se concibe a sí mismo como miembro de un grupo de defensores de una verdad sagrada, amenazada por hordas de bárbaros falseadores. Él y sus compañeros cruzados se consideran a sí mismos el sostén de las cualidades civilizadoras asociadas al intelecto, las cuales tienden a desaparecer en un mundo enloquecido.
Un paso extra en la degradación ideológica es cuando el Hombre Correcto se convierte en el Macho Violento. Esta forma de ver las cosas justifica el uso de la violencia contra quienes no comparten esa visión.
“Concretamente, el Macho Violento, la forma extrema del Hombre Correcto, edita el sufrimiento y el dolor que causa a los demás. Eso es solo apariencia y puede ser ignorado. En El Universo «Real», la víctima es solo uno de Ellos, uno de todos los bastardos podridos que han frustrado y maltratado al Hombre Correcto toda su vida. En la realidad existencial, un gran macho brutal golpea a un niño; en el Universo «real» de la auto hipnosis, el Hombre Correcto se está vengando de los opresores que abusaron de él”.
Robert Anton Wilson: Creative Agnosticism.
Así se combina la visión de túnel con el resentimiento. Dejo de ver el sufrimiento que provoco en los demás, porque solo puedo ver mi sed de venganza, la cual puede poseer motivaciones más imaginarias que reales. De esa forma se crea una actitud psicópata que se alimenta de un círculo vicioso de representación distorsionada de la realidad con bajas pasiones. Al contrario, solo quien logra ver por encima de esa visión estrecha, puede hacer la diferencia.
La lógica del autoengaño
El Macho Violento/Hombre Correcto siente la necesidad patológica de hacer que el mundo se adapte a sus prejuicios. Esa urgencia de coherencia de la propia ideología se puede explicar mejor con la Teoría de Disonancia Cognitiva de León Festinger (A theory of cognitive dissonance, 1957).
Según Festinger, las personas no soportamos mantener al mismo tiempo dos pensamientos o creencias contradictorias, y automáticamente justificamos dicha contradicción, aunque para ello sea necesario recurrir a argumentaciones absurdas, es decir, el ser humano necesita sentir que todas sus acciones, pensamientos y creencias son coherentes. Para salvar esa coherencia, recurrimos a la autojustificación.
Un primer ejemplo lo encontramos en la fábula de Esopo de la zorra y las uvas. “Estaba una zorra con mucha hambre, y al ver colgando de una parra unos deliciosos racimos de uvas, quiso atraparlos con su boca. Mas no pudiendo alcanzarlos, se alejó diciéndose: –¡Ni me agradan, están tan verdes…!”.
Un segundo ejemplo viene de la ciencia ficción. Imaginemos un robot al que se le ha programado para dos cosas: primero, defender a su constructor, y, segundo, nunca atacar o perjudicar a un ser humano (tal como prescriben las leyes de la robótica de Asimov). Se da el caso que el robot ve cómo un asesino intenta matar a su constructor. Para este robot, la disonancia sería imposible de resolver. Quiere salvar a su creador, pero no puede lastimar a un humano. Ese dilema tan solo puede ser resuelto con un cortocircuito cerebral (lo que puede ser otra ley para la robótica) tal como sucede con el personaje Robby, el robot de la película Planeta Prohibido (Fred M. Wilcox, 1956).
El tercer ejemplo proviene de la experiencia social. Se trata de una madre que se niega creer en la culpabilidad de su hijo, a pesar de su largo prontuario de crímenes. En otras palabras, cuando estamos muy apegados emocionalmente a un grupo de creencias, preferimos las creencias a la realidad. Así, nuestro proceso mental elimina las evidencias y se refugia en los prejuicios.
El crepúsculo de los zombis
Cuando nos encontramos con esas personas a las que las evidencias no las persuaden por sí mismas, debemos inferir que la retórica populista ha logrado cosechar frutos en ellas porque ha sembrado su semilla en un terreno fértil.
La seducción de la tiranía se explica menos por la acción del seductor que por la recepción del seducido. Hay un tirano agazapado en todos nosotros, un tirano que se embriaga con la erótica de la soberbia. El tirano existe porque cuenta con una audiencia de personas de naturaleza filotiránica.
Estas naturalezas filotiránicas han encontrado abono en la decadencia de la cultura democrática. Tal decadencia, como ha escrito Vargas Llosa, consiste en “esa muerte lenta en la que se hunden los países que pierden la fe en sí mismos, renuncian a la racionalidad y empiezan a creer en brujerías, como la más cruel y estúpida de todas, el nacionalismo.” (“La decadencia de occidente”, El País, 20/11/2016).
En los últimos tiempos, el número de zombis, es decir, de los ideológicamente hipnotizados, ha disminuido, entre nosotros. A los hipnotizadores se les han venido acabando los trucos y la realidad se ha ido imponiendo. Los refractarios cada vez son más escasos, aunque también más tercos. Eso puede ser un buen síntoma. Según la teoría de la Radicalización Acumulativa de Hans Mommsen, los fanáticos se aferran más firmemente a sus mentiras en proporción directa a la proximidad de la caída del régimen que sustentan.
Wolfgang Gil Lugo
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