Destacadas
Te puede interesar
Los más leídos
Unos dicen que una hueste de jinetes,
otros que una escuadra de infantes,
otros que una flota de guerra
es lo más hermoso sobre la negra tierra,
pero yo digo que es aquello que uno ama.
Safo de Lesbos
No solo los lingüistas lo han notado sino cualquiera que esté atento a las curiosidades de la lengua, pareciera que al habla de cada lugar le gusta reflejar con múltiples términos los conceptos o cosas a los que la cultura de ese lugar es más proclive. Dicen, por ejemplo, que hay una cantidad de palabras en árabe para designar los distintos tipos de arena, y lo mismo pasa con las palabras para nombrar la nieve en las lenguas escandinavas. Nosotros en Venezuela tenemos no pocos localismos para nombrar el alboroto, la anarquía, el desorden, el tumulto o la confusión, un concepto que, así revuelto, tal vez resulte difícil de comprender en otras culturas. “Atajaperro”, “bululú” (de origen africano pero de añejo arraigo en nuestras tierras), la muy caraqueña “sampablera” y ni hablar del zulianísimo “mollejero”, entre los que se pueden citar aquí. Sin embargo, ya sabemos que el clásico de los clásicos en este catálogo es el “bochinche” (y sus derivados, “bochinchero” o “embochinchar”), consagrado en la célebre frase de Miranda, pero también común en algunas cartas de Bolívar, lo que significa que la palabra era frecuente en los tiempos de la independencia y por tanto se remonta a la colonia. Así lo documentan filólogos y lexicógrafos como Gonzalo Picón Febres (Libro raro), Julio Calcaño (El español de Venezuela), Lisandro Alvarado (Glosarios del bajo español en Venezuela) y Francisco Javier Pérez (Diccionario histórico del español de Venezuela) entre otros.
Pues bien, el griego antiguo tenía cuatro términos diferentes para nombrar el amor. La palabra “amor”, como sabemos, no es de origen griego, sino latino. Los griegos sabían diferenciar con bastante exactitud a qué tipo de amor se referían cuando utilizaban cada uno de esos términos, lo que ponía en aprietos a los traductores romanos a la hora de llevar al simple y latino “amor” las diferencias que los griegos diferenciaban claramente.
Érôs
El primero de ellos, seguramente el más conocido, es érôs. Con érôs los griegos querían designar el amor, valga la redundancia, propiamente erótico, el deseo que surge entre dos individuos (o al menos en uno de ellos) de diferente o del mismo sexo, y que los impulsa irresistiblemente a la unión carnal. Eros, como se sabe, es una personificación mitológica. Hesíodo en su Teogonía nos cuenta que es tan antiguo como el universo mismo y que nació del Caos, como para expresar que se trata de una fuerza irracional y esencial que gobierna el mundo desde siempre. Platón, de hecho, le dedica varios de los pasajes más célebres de su Banquete, en el discurso de la sabia Diotima. A Eros se le representa junto a Afrodita, la diosa del amor, como un niño alado que va con un arco y una flecha asaetando a capricho a sus víctimas indefensas. Así lo cuenta el viejo Anacreonte, cuando se queja de este dios juguetón y cruel a la vez:
Otra vez el rubio Eros
me lanza la pelota, llamándome
a jugar con aquella niña
de bellas sandalias;
pero ella es de Lesbos,
mis greñas ya blancas
desprecia y, boquiabierta,
detrás de otra niña corre.
Philía
Otro término griego para designar el amor es philía, que ha pasado al español especialmente en forma de sufijo. Como sabemos, son innumerables los compuestos de esta palabra en nuestra lengua (“filosofía”, “bibliofilia”, etc.). La philía designa, sin embargo, otro tipo de amor: el de la amistad y el afecto o afición que de ella se deriva. Aristóteles, creo, fue el primero en teorizar acerca de la philía, especialmente en el libro VIII de su Ética a Nicómaco. Allí el filósofo dice que la verdadera amistad es una virtud, “o va acompañada de la virtud”, y que es “lo más necesario (anankaiótaton) para la vida”. “Sin amigos nadie querría vivir”, continúa, “aun cuando poseyera todos los demás bienes, pues hasta los ricos y los poderosos parecen tener necesidad de amigos”. La amistad, dice Aristóteles, solo puede surgir inter pares, es decir, entre iguales, esto es entre ciudadanos libres: “la amistad perfecta es la de los hombres buenos e iguales en virtud”. Y a continuación enumera las ventajas de esa “amistad política” (philía politiké). En este sentido, pienso que el filósofo fue el primero en señalar la dimensión política de la philía. Dijo que “la amistad mantiene unidas a las ciudades”, pues donde hay amistad hay concordia (homónoia) y donde hay concordia no hace falta la justicia. Dijo, finalmente, que los hombres justos son “los más capaces de amistad”, y que, por ello, la amistad no es solo “algo necesario, sino también hermoso” (anankaîón estin allà kaì kalón).
Storgê
La versión doméstica y familiar de la philía se expresa con un tercer término, la storgê. La palabra expresa la ternura, el afecto que se da especialmente entre padres e hijos. El término es más bien tardío, pues aparece en autores como el orador Antifón o el poeta cómico Filemón, todos posteriores al s. V a.C. Empédocles el filósofo dice que “vemos cómo […] el amor acompaña al amor (storgê)” (fr. 109) y Plutarco asegura que solo puede darse “de progenitores a hijos”. Un derivado de esta palabra es el verbo stérgô, que significa, precisamente, “amar”, pero también “alegrarse por el bien de otro”. Con este significado lo registra Hesiquio de Alejandría, lexicógrafo del s. V de nuestra era, autor del más importante diccionario de palabras griegas raras e inusuales que se conserva, con más de 15.000 entradas. El hecho de que el término storgê y su asociado stérgô aparezcan en autores tardíos no es gratuito. Denota un cambio de sensibilidad que se refleja en las formas literarias, pero también es posible que el término se haya mantenido en la lengua popular y su incorporación a la lengua literaria estuviera por ello vedada. En una escena en que debería hacerse patente el amor de un padre por su hijo, la llamada “Despedida de Héctor y Andrómaca”, el verbo no aparece en absoluto. En el libro VI de la Ilíada se cuenta que Héctor está en las puertas de Troya listo para salir al combate con Aquiles. Todos saben que no volverá vivo ni verá ya más a los suyos, por eso Andrómaca lleva en sus brazos al hijo de ambos, Astianacte, para que su padre se despida de él y lo vea por última vez. Sin embargo no hay lugar para la ternura en esta escena épica.
Agápê
Dijimos que las lenguas reflejan las tendencias de una cultura y también los cambios en la sensibilidad de los pueblos. Por tanto también las formas de concebir a Dios. Agápê es el amor supremo, el amor a Dios: desprendido, desinteresado, de una entrega total. Por extensión también designa al amor o al afecto que surge entre los que adoran al mismo Dios, lo que se traduce en caridad. Es por ello que el concepto de agápê no se constriñe a una dimensión espiritual, sino que también abarca un hacer concreto en este mundo terrenal. No hace falta decir que se trata de un término que remite inmediatamente al pensamiento cristiano. Hay que recordar que se trata de un término tardío, del acervo lexical del griego helenístico, la lengua koiné (“común”) que floreció entre los años de Alejandro y el surgimiento de Roma, es decir, durante los primeros tiempos del Cristianismo. Tampoco hará falta decir que se trata de un término, incluso tal vez un concepto, propio de la lengua y el saber popular. Por eso se atestigua en los Evangelios y en las cartas de Pablo, que estaban dirigidas a las gentes más sencillas. Cuando Pablo, en la Carta a los Corintios, hace su bellísima descripción del amor (13: 4-8: “…todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Las profecías acabarán, callarán las lenguas y la ciencia desaparecerá, pero el amor nunca dejará de existir”), el término que usa es, precisamente, agápê. Más allá de la sublimación religiosa, su uso, así como los verbos agapáô (“amar”) y el adjetivo agapitos (“amado”), sobrevivieron en el griego moderno hasta nuestros días. En nuestro español también tenemos un hermoso recuerdo en la palabra “ágape”, que designa las comidas en común de aquellos primeros cristianos para estrechar sus fraternales lazos de afecto.
* * *
No debe extrañarnos el que las cuatro palabras para nombrar el amor, érôs, philía, storgê y agápê, se conserven aún en griego moderno con algunas variantes semánticas y fonéticas. Sin embargo, en la arrugada y sonora piel de estas venerables sobrevivientes claramente se pueden observar las cicatrices y las marcas acumuladas durante siglos, como recuerdo de los cambios que fueron modelando la poesía y el pensamiento.
Mariano Nava Contreras
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo