Perspectivas

Los arcones de monseñor Torrijos

19/02/2022

Mérida. Sierra Nevada. 1892. Acuarela de Anton Goering

Muy contento tuvo que ponerse fray Manuel Cándido Torrijos y Rigueiros el día que por fin recibió la carta del rey en que lo nombraba obispo de Mérida de Maracaibo. Lo había esperado desde siempre. No es exagerado. Lo había esperado y se había preparado. Desde los tiempos en que era Provincial de los dominicos de la Provincia de San Antonino en el Nuevo Reino, y había visitado por primera vez aquella apartada y diminuta ciudad, “circuida de montañas y apartada de caminos”, en los confines orientales del vastísimo reino santafereño, a fray Manuel se le había metido la loca idea de que aquel era el lugar ideal para fundar un gran colegio donde estudiar la ciencia moderna. Cierto, fray Juan Ramos había fundado un colegio-seminario para estudiar latín, cánones y teología, pero él quería más. Quería crear un gran colegio “de mayor fama y prestigio” que el que habían creado los jesuitas, donde se estudiaran también la ciencia y los adelantos de su tiempo. Lo dejaron por escrito algunos de los que lo conocieron: cuando se le metía algo en la cabeza, había poco que hacer.

A Mérida había llegado por primera vez quizás en 1778, cuenta Baltasar Porras (Torrijos y Espinoza. Don breves episcopados merideños, 1994). Eran tiempos difíciles para las órdenes religiosas en América hispana, los años que siguieron a la expulsión de la Compañía de Jesús. A la excesiva intromisión de la política en la vida de las congregaciones debía sumarse el extremo celo por la disciplina que éstas, temerosas, se autoimponían, previniendo no fuera a ocurrirles algo semejante. En 1769, dos años después de la expulsión de los de Ignacio, Carlos III decretó la visita general de los religiosos en América. Serían tres visitadores por orden y virreinato. No por nada los enviados no cesaban de repetir que la obediencia al rey era una “máxima capital del cristianismo”.

En agosto de 1777 llegaron a Bogotá los visitadores de los dominicos en el Nuevo Reino y fray Manuel, entonces Prior Provincial de la orden, comprendió que lo más prudente era poner tierra por medio. Fue así que se inventó una visita pastoral a las misiones de los remotos llanos de Barinas, Pedraza y Guanare, así como a las sierras de Mérida. La excusa aquí era tomar posesión del colegio y la iglesia que habían sido de los jesuitas. Monseñor Porras sugiere que no era este su primer viaje a la ciudad. Comoquiera, no cabe duda de que fray Manuel, descendiente de una de las más rancias familias santafereñas, supo ganarse el afecto de las élites merideñas, dada la cercanía con que vemos a los principales dirigiéndose al fraile. Cierto también que la visita coincide con los días en que los merideños se encuentran inquietos ante la posibilidad de perder la sede de su recién creada diócesis, y el padre Torrijos debió haberles asesorado con tino y prudencia. Tampoco cabe duda de que fray Manuel tuvo que enterarse entonces de las aspiraciones de los merideños por tener de nuevo un gran centro de estudios, como había sido el desaparecido colegio Francisco Javier. Así, el 4 de enero de 1779 el ayuntamiento de la ciudad escribía al rey, presentado al padre Torrijos como su candidato para que fuera el primero en ostentar la mitra merideña: “Este sujeto, Señor, es un cúmulo de perfecciones físicas y morales y políticas. Su sangre sabemos ser de las primeras familias de la ciudad de Santa Fe…”

Pero poco pueden hacer los hombres cuando Dios decide que aún no es tiempo. Fray Manuel será nombrado Procurador de los dominicos ante la Corte en Madrid y el primero en ocupar la Silla de Mérida será el franciscano Juan Ramos de Lora. Durante más de diez años tendremos a Torrijos en Europa, gestionando auxilios reales para la gente de su provincia dominica. Hay quienes sugieren que durante en todo ese tiempo nunca dejo de trabajar por alcanzar la mitra merideña. Por esos años lo veremos en las listas de los candidatos para la sede de Popayán y después para la de Santa Marta, pero su oportunidad llegará en 1791 con la muerte del obispo Ramos, cuando la voluntad de Carlos IV se incline, por fin, a su favor. Ello debió ocurrir entre agosto y septiembre de 1791. En enero del año siguiente se expedían las Bulas correspondientes por parte de Pío VI y el 20 de febrero eran dadas las ejecutorias reales.

Los meses siguientes se irán en los preparativos para el viaje. Organizar su enorme equipaje y el de sus acompañantes, y adquirir todo lo necesario para sus planes merideños. Para ello logró reunir una importante suma: 4.000 pesos en préstamo de la Tesorería de Madrid, más 3.563 que también le prestaba su apoderado, don Mateo Arroyo. Cantidad a la que habrá que sumar otros 4.000 pesos fuertes cedidos por el mismo monarca para cubrir los costos de su traslado. Antes de partir estará en Córdoba, donde tenían fama los estudios científicos, para contratar los servicios de fray Gabriel Ortiz, de Real Colegio de San Pablo, quien sería el encargado de organizar este otro gran colegio. El 6 de julio de 1792 monseñor Torrijos embarcaba en el bergantín Areñón con destino a Maracaibo, primer puerto de su diócesis, en donde atracará poco más de un mes después, el día 9 de agosto.

Hay quien dice, y yo no podría contradecirlo, que no hay mejor reflejo de lo que un hombre lleva por dentro que su propia biblioteca. Allí están, es verdad, sus intereses y sus conocimientos, pero también sus temores y sus ilusiones, y en cierta forma también su destino. Por la “Minuta de los libros que contienen los cajones que remite a su Provincia Santa Fe de Bogotá el Padre Maestro Ex Provincial Fray Manuel Torrijos”, que se conserva en el Archivo Histórico de la Universidad de Los Andes, podemos saber quién era, intelectualmente, el nuevo obispo de Mérida, pero también los planes que tenía para su colegio. Hombre de su tiempo, recibió en Bogotá una educación exquisita, como correspondía a los de su clase, a la que supo añadir un interés por las ciencias experimentales muy propio de los ilustrados de su época. Así, las listas de la minuta remiten a obras de teología, derecho, filosofía, literatura e historia; pero a éstos hemos de agregar libros de química, física, geografía, farmacopea y diccionarios español-francés (que no de latín); para un total de dos mil novecientos cuarenta libros (no treinta mil, como quieren los propagadores del “mito de la biblioteca”). Muchos de estos libros tenían especial valor, como nota Homero Calderón (“La biblioteca de Torrijos. Minuta de un tesoro bibliográfico”, 2008), no solo científico sino también bibliográfico. Así por ejemplo Il Saggiatore, de Galileo Galilei, en su primera edición romana de 1623.

Y lo que decimos de los libros lo confirma el resto del equipaje. Ildefonso Leal (Nuevas crónicas de historia de Venezuela, Caracas, 1985) nos cuenta que también se embarcaron numerosos aparatos para el estudio de las ciencias naturales, morteros y telescopios, un gabinete de física con un aparato eléctrico y otro neumático (los primeros en ser traídos a Venezuela, comenta Eloi Chalbaud Cardona en su Historia de la Universidad de Los Andes, 1987), un globo terrestre y otro celeste, con los que se iniciaron los estudios experimentales en nuestro país. También venían ornamentos diversos, un reloj y un órgano para la catedral. Por ciertos efectos tenemos razones para pensar que monseñor Torrijos también estuvo en Francia y en Roma. En Francia tuvo que haber comprado los libros prohibidos que figuran en la minuta, con sus correspondientes expurgaciones. Es el caso del Catalogus gloriae mundi de Bartolomé de Chasseneux, en edición de Frankfurt de 1613. Estos libros fueron hallados en 1802, con ocasión de los expolios de su biblioteca, y confiscados por el Comisario General de la Inquisición en Mérida, Presbítero Doctor Juan Marimón y Henríquez. De Roma, caso insólito, se trajo como reliquia el cuerpo decapitado y vestido de soldado de San Clemente Mártir para dignificar su sede episcopal. Por si acaso, la reliquia venía acompañada de un Breve Pontificio en que constaba su autenticidad. Todo esto ciertamente nos dice de una larga preparación para ostentar la mitra merideña. Añade don Ildefonso, lo que no mencionan Porras ni Calderón, que como parte de tan desigual equipaje venían también dieciséis docenas de chorizos y fanega y media de garbanzos “para el viaje”.

Tan formidable bagaje no podía ocupar menos de cuatrocientas cargas, que fueron llevadas a Mérida a lomo de bestia a través de los páramos de Timotes y Mucuchíes. Casi un año después, el 9 de mayo de 1793, la valiosa carga llegaba a su destino final. Lo que pasó después con monseñor Torrijos y su episcopado es digno de la más triste de las historias. Después de haber encomendado su inestimable equipaje se dirigió a Bogotá, donde fue consagrado en abril de 1793 con solemne ceremonia y asistencia principal. Dilató en demasía su estancia entre ágapes y querencias, hasta que al fin se encaminó con poca prisa por tomar posesión de su sede.

A Mérida no llegó hasta el 16 de agosto de 1794, tres años después de que fuera nombrado obispo. Solo dos actos de gobierno pudo hacer: nombrar vicario y provisor y convocar a órdenes. También tuvo tiempo para encargar al docto Padre Hipólito Elías González, Canónigo Doctoral de la Catedral, que reformara el viejo Seminario. Noventa y siete días después de haber llegado a la ciudad, el 19 de noviembre, dicen las malas leguas que a seguidas de una acalorada discusión con un hermano dominico, monseñor Torrijos sufrió un ataque de apoplejía y dejó de respirar a las tres de la madrugada siguiente, siendo enterrado el día 21 “con toda pompa y solemnidad”, como manda el Ritual Romano. Sic transit gloria mundi. Me consuela imaginarlo algunas de esas frías noches andinas, ojeando a la luz de una vela alguno de sus libros prohibidos, mientras degusta un rico chorizo andaluz rociado quizás con algún inconfesable jerez.


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