Perspectivas

Literatura, humor y política

29/09/2018

Uno de los aportes más importantes que la humanidad debe a los antiguos griegos es la invención de lo cómico. No es que las demás civilizaciones no se hayan podido despachar mofándose y ridiculizando al prójimo, cosa que al parecer siempre fue muy fácil y para lo que no hace falta demasiada inteligencia, como bien sabemos por experiencia cotidiana. Pero los griegos hicieron de la burla un arte, y le dieron rango literario. Y para ello sí se necesita al menos buen gusto.

Dice Aristóteles en su Poética que la poesía cómica nació de unos cantos (komos) que los agricultores entonaban por los campos en honor a Dionisos, dios del vino, para pedirle buenas cosechas. Estos cantos, llamados ditirambos, evolucionaron con el tiempo, haciéndose más largos, adquiriendo un argumento (mythos) y cobrando una estructura más compleja, hasta convertirse en las comedias, tal y como han llegado hasta nosotros. Pronto surgieron autores que rivalizaban entre sí por ser el autor de la comedia mejor y más popular.

Entre los antiguos griegos, los festivales de comedia se celebraban en el mes de Gamelión, que corresponde a nuestro mes de enero, en pleno invierno. Sin embargo, a las fiestas Leneas, que así se llamaban y se celebraban en Atenas, acudían gentes de toda Grecia, dispuestas a pasarla en grande. Había desfiles, comilonas y borracheras en honor a Dionisos, el dios del teatro y del vino, pero la atracción principal se concentraba, claro está, en torno a los escenarios. Todos querían un sitio en el gran teatro de Dionisos, en la ladera sur de la Acrópolis. Allí se representaban las comedias, en las que no se salvaba nadie: los coros entonaban danzas satíricas criticando a algún demagogo o se metían con la amante de algún general o de algún político. Los actores se ponían máscaras y barrigas falsas con las que ridiculizaban a los más importantes hombres públicos, fueran filósofos, militares o políticos, como Sócrates o Pericles, mejor conocido entre el populacho como «cabeza de pepino» (cosa que lo reventaba, por cierto).

Cuentan que Sócrates estuvo presente en el estreno de la comedia de Aristófanes en la que él era protagonista, Las nubes. Al ver cuán parecido a él era el disfraz del actor que lo representaba, el filósofo se levantó de su asiento para que todos lo notaran, en medio de las risas. En Las nubes, Aristófanes toca en clave humorística el problema nada trivial de la mejor educación para los atenienses. En la obra, Sócrates es una especie de charlatán que corrompe a los jóvenes con sus sofismas. Al final, la academia de Sócrates, llamada cómicamente «El pensatorio» y que flota entre las nubes, es incendiada y el filósofo debe salir huyendo. Por cierto, no se conserva un solo testimonio de que Sócrates se hubiera ofendido por las ocurrencias de Aristófanes.

Los festivales de comedias eran competencias en el que se premiaba al autor de la mejor obra. Los premios eran sorprendentemente sencillos desde nuestro punto de vista (un ánfora de vino, una corona de laurel), pues a los autores les importaba más la gloria de haber sido el vencedor. El humor de las mejores comedias era, desde luego, eminentemente político. Y es que los atenienses siempre vieron en su teatro una ocasión irrepetible para tratar, abiertamente y sin tapujos, lo más señalado de sus asuntos públicos, ya en clave cómica, ya en clave trágica.

El más agudo y mordaz de todos los comediógrafos de su tiempo fue Aristófanes, cuyas obras todavía hoy nos divierten, veinticinco siglos después. Todavía hoy se agotan las entradas en el Herodion de Atenas o en el teatro de Epidauro, o en cualquiera de los teatros y hasta plazas al aire libre en las ciudades de Grecia y de Europa, para ver alguna de sus piezas conservadas hasta nuestros días. Todavía hoy los espectadores seguimos riendo de los mismos chistes y situaciones cómicas, veinticinco siglos después. Ya hemos hablado de Las nubes. En Lisístrata, las mujeres de la ciudad, hartas de la guerra, inician una huelga sexual para forzar a sus hombres a acordar la ansiada paz. En Las asambleístas, las mujeres, hartas del mal gobierno, dan un golpe de estado a los hombres y se encargan de la ciudad, dejando a sus asombrados maridos encargados de los asuntos domésticos. En Las aves, dos ancianos atenienses se proponen fundar utópicamente una ciudad ideal en el medio del aire, con la ayuda de unos astutos pajaritos. El asunto se complica cuando deciden cobrarles peaje a los dioses si quieren bajar del cielo a la tierra.

Para decir todas sus cosas sin temor a represalias, los comediantes contaban con un derecho singular que les protegía: la parresía (que en griego significa «decirlo todo»). Se trata de un derecho que los amparaba para decir todo lo que quisieran, siempre y cuando fuera verdad. Así, la democracia ateniense garantizaba a sus ciudadanos, a través del teatro, no solo la libertad de expresarse y un poco de transparencia para ventilar públicamente sus asuntos, sino incluso el derecho a burlarse de sí misma. La democracia concedía a los ciudadanos un sano derecho a burlarse de sí misma.

En el año 405 a.C. la suerte cambió drásticamente para Atenas. Esparta finalmente vencía en la larga Guerra del Peloponeso. Con la derrota de Egospótamos y la imposición de la dictadura de los Treinta Tiranos, las cosas cambiaron radicalmente. La armada ateniense fue destruida y los espartanos impusieron en Atenas un gobierno títere. Abolida la democracia, no quedó más espacio para la crítica política, y el teatro ya no pudo volver a ser el mismo. Otros autores vinieron y la comedia continuó, pero el humor nunca volvió a ser el mismo. Las agudas y mordaces, inteligentes comedias aristofanescas de antaño fueron sustituidas por una especie de malas telenovelas, unos dramas tipo culebrón en los que generalmente una chica pobre se enamoraba de un rico galán y quedaba embarazada, para después descubrirse que en realidad la pobre y fea muchacha era una hermosa y rica heredera, a la que se le reconoce gracias a una medallita o un lunar, entonces ambos pueden vivir plenamente su amor y todos quedan felices. Que todo lo que inventaron los griegos no tiene que ser bueno.

El caso de la antigua comedia ateniense nos muestra cuán insospechadamente cerca se encuentran el humor y la política. Nos muestra cuánto depende una expresión artística de ciertas condiciones políticas y culturales para su desarrollo y subsistencia, pero también cuán sabios y frágiles son los mecanismos necesarios para que sobreviva y se fortalezca una democracia. La democracia ateniense conocía muy bien las ventajas de permitir la crítica y la burla, de promover la risa colectiva como elemento de cultura y de debate democrático, verdades demasiado sofisticadas para que pudieran ser comprendidas por los rudos y toscos guerreros espartanos. Esta historia demuestra también cuán alto es el precio que debe pagar el arte y la cultura cuando se impone un régimen autoritario, retrógrado y obsoleto, pero también es un claro ejemplo, en resumidas cuentas, de que las dictaduras no tienen sentido del humor.


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