Perspectivas

Libros y bibliotecas en la antigüedad griega

25/04/2020

Hipatia en la Biblioteca de Alejandría. Fotograma de la película “Ágora” (Alejandro Amenábar, 2009)

La idea de reunir libros con el objeto de acumular información surge en Grecia en época relativamente tardía y está íntimamente ligada al desarrollo del libro en tanto que artificio tecnológico, así como de un creciente mercado que habría incrementado su producción. Para Tarn y Griffith (La civilización helenística, 1969), la idea «probablemente había llegado de Asiria o Babilonia».

Ya en el siglo v a.C. existen referencias de que en un sector del ágora, el mercado de Atenas, se vendían libros (Eupolis, fr. 304 K), y en la Apología (26 e), Platón hace decir a Sócrates que cualquiera podía comprar en el ágora las obras de Anaxágoras por un dracma. Cinco siglos más tarde, el historiador romano Plinio en su Naturalis Historia (xiii 70) referirá el testimonio de Varrón, según el cual el gobierno egipcio había prohibido la exportación de papiros, seguramente para perjudicar a la biblioteca de Pérgamo. Esto debió haber originado una crisis que estimuló el surgimiento de otros soportes para la escritura, llevando a la invención del pergamino. En este período de tiempo, el libro había dejado de ser un extraño artificio al servicio de unos pocos sabios para convertirse en una industria consolidada de alcances internacionales.

Como sugieren Reynolds y Wilson (Copistas y filólogos, 1986), el incremento del comercio del libro fue lo que posibilitó que ciertas personas pudieran formar las primeras bibliotecas privadas. L. Casson (Libraries in the Ancient World, 2002) también apunta al hecho de que solo una alta demanda de libros pudo haber suscitado un floreciente comercio, así como la formación de las primeras bibliotecas privadas a finales del s. vi a.C.

Los libros antiguos

A todas estas, será útil aclarar lo que para un griego antiguo significaba la palabra biblíon, «libro». En el siglo v se trata de hojas de papiro de unos 20 a 25 cms. de alto, pegadas una junto a otra en una larga tira, que se enrollaba en torno a una vara de madera o de metal llamada ómphalos, de una de cuyas puntas colgaba una pequeña tira, llamada syllabos, con el nombre del autor y la obra. Cada hoja estaba escrita a una cara, aquella en que las fibras del papiro corrieran horizontalmente, en tinta negra o roja, con un instrumento llamado cálamo. Los textos se alineaban en una o dos columnas de entre 25 y 45 líneas, de izquierda a derecha, alcanzando rollos de unos 3,5 mts. Los rollos se leían desenrollándose verticalmente, y una tragedia completa de Sófocles o Eurípides podía caber en un rollo completo, si bien una obra como el Banquete de Platón pudo medir unos 7 mts. Obras más extensas como las Historias de Heródoto, o la Ilíada y la Odisea, necesitaban de varios rollos, que se llamaron «libros». Su valor, por otra parte, estaba sujeto a los precios del papiro importado de Egipto, país que ostentaba el monopolio de la producción. Tales precios fluctuaban, además de que las copias debían ser hechas a mano por esclavos copistas, de modo que, a pesar de lo dicho por Sócrates, solo alguien que contara con una considerable fortuna, ayer como hoy, podría costearse una buena biblioteca.

Las bibliotecas antes de Alejandría

Según testimonio referido por Ateneo (i 3 a) hoy mayoritariamente rechazado, fueron dos tiranos en el período arcaico, Pisístrato en Atenas y Polícrates de Samos, los poseedores de las primeras bibliotecas privadas, cuya existencia era ya común a fines del s. v a.C. Sin embargo, en Las Ranas, Aristófanes se burla de Eurípides por haberse inspirado en fuentes literarias para componer sus propias obras (Ran. 943), lo que hace pensar que poseía una buena cantidad de libros. Una generación más tarde Aristóteles, según testimonio de Estrabón, era famoso por la vasta biblioteca personal que había reunido y que atesoraba en el Liceo. El historiador dice que Aristóteles fue «el primero en reunir una colección de libros» (xiii 1, 54).

A imitación de Filipo de Macedonia, que quiso que Aristóteles fuera el preceptor de su hijo Alejandro, cincuenta años más tarde Ptolomeo Sóter, primer monarca de Egipto y fundador de la biblioteca, quiso que el sucesor de Aristóteles, Teofrasto, fuera el preceptor de su hijo. Teofrasto, ocupado como estaba en dirigir el Liceo, nunca quiso moverse de Atenas, pero en cambio envió a un discípulo suyo, Estratón. Pronto llegaría a la ciudad otro valioso exdiscípulo de Aristóteles, Demetrio de Falero, por cierto también extirano de Atenas, el cual trabajó estrechamente junto al rey. Éste pudo perfectamente haberle sugerido la creación de la biblioteca.

Otra colección similar de libros debió haber tenido la Academia, fundada por Platón poco más de 50 años antes que el Liceo de Aristóteles, aunque no contamos con información al respecto. Sin embargo, no existe hasta este momento ningún testimonio de la existencia de bibliotecas sostenidas con fondos públicos, si bien parece que en algún momento se guardaron copias oficiales de las obras teatrales estrenadas en los festivales atenienses. Estas copias se conservaban previendo la posibilidad de que las obras fueran llevadas de nuevo a escena, y al parecer los actores estaban expuestos a sanciones si en sus actuaciones se apartaban de los textos. Estos reposaron en los archivos públicos de la ciudad a solicitud del orador Licurgo, según testimonio de Pseudo-Plutarco en sus Vidas de los diez oradores (841 f).

El Mousaion de Alejandría

Fue, pues, a partir del modelo de la Academia de Platón y del Liceo de Aristóteles que Ptolomeo i Soter organizó, hacia el año 280 a.C., el primer Museo de Alejandría, según cuentan Diógenes Laercio (iv 1 y v 51) y otros historiadores como Ireneo de Lyon (Contra las herejías iii 21, 2). Con su creación, el modelo de educación aristotélica sería implantado con éxito en Alejandría, solo que esta vez bajo protección real. No obstante, el Mousaion retoma también el viejo ideal de la comunidad filosófica iniciada por los pitagóricos.

Oficialmente se trataba de un templo en honor a las Musas, consagrado a su culto y presidido por un sacerdote. Este «culto a las Musas» consistía fundamentalmente en la dedicación al estudio por parte de sabios e investigadores venidos de todo el mundo. Para ello contaban con el apoyo de todo cuanto pudieran necesitar, no solo instrumentos para la experimentación empírica, incluso un zoológico y un jardín botánico, sino, y fundamentalmente, una excepcional biblioteca. Pronto la creciente complejidad de la biblioteca hizo necesaria la creación del cargo de director, aparte del sacerdote. Este director era nombrado por el rey, a quien obedecía directamente y de cuyo hijo solía ser el preceptor, como se dijo. Esto nos hace pensar que debía ser, como efectivamente era, un científico o un humanista de altísima reputación. Más tarde, cuando cayó la dinastía de los Ptolomeos y Egipto pasó a ser una provincia de Roma, el director de la biblioteca era nombrado directamente por el Emperador.

Por tratarse de una biblioteca real, sus colecciones estaban reservadas a un número restringido de estudiosos dilectos y su vastedad era, más allá de sus ventajas prácticas, también expresión de la grandiosidad de la dinastía que la sufragaba. Al igual que sus predecesoras las bibliotecas atenienses, se trataba aquí de una comunidad dedicada al cultivo de las artes y de las ciencias. Los historiadores hacen énfasis en el hecho de que se trataba de una comunidad dedicada no solamente al estudio de la literatura y de la filosofía, sino también, y aquí se hace patente la huella del aristotelismo, de las ciencias. Prueba de ello es que uno de sus bibliotecarios, Eratóstenes de Cirene, quizá la mente más rigurosamente enciclopédica entre todos los filósofos alejandrinos, fue filósofo y poeta, pero también matemático, astrónomo y geógrafo, famoso por su intento de medir la circunferencia de la tierra, así como la distancia del sol y de la luna.

La formación de la biblioteca

Fue así como los Ptolomeos implementaron una agresiva política que no se limitó a la creación de la biblioteca. Ofrecieron tentadores incentivos que atrajeran a los más reputados intelectuales del mundo griego, logrando que se radicaran en Alejandría, la cual se convertía más y más en un populoso centro multicultural y cosmopolita. Salarios elevados, exención de impuestos, alojamiento y manutención gratuitos hicieron que filósofos, poetas, científicos e investigadores como el mencionado Eratóstenes de Cirene, el matemático Euclides o Estratón, el más reputado físico de su época, vinieran desde Atenas, así como Herófilo de Calcedonia, pionero en el estudio de la anatomía, que trabajó en la renombrada escuela de Cos donde enseñó Hipócrates. Incluso Arquímedes dejó por un corto período de tiempo su nativa Siracusa para radicarse en Alejandría. Eximidos de impuestos y demás gastos, aislados del mundo exterior, alimentados por cuenta del rey, fueron llamados por Estrabón «los pensionistas del Museo» (Geografía xvii 893-794).

Al parecer existían dos grandes bibliotecas, la del Mousaion, el templo de las Musas, y la del Serapeion, el templo de Serapis, algo menor. Respecto de los fondos del Mousaion, fue Demetrio de Falero, amigo predilecto del rey e influyente hombre de su Corte, su director plenipotenciario, si bien nunca tuvo nombramiento oficial. En todo caso, solo recibía órdenes de Ptolomeo, quien cada tanto pasaba revista a los rollos, interesado por el crecimiento de su colección. Se habían propuesto reunir todo el conocimiento universal. Habían calculado que ello llevaría unos quinientos mil rollos y se habían puesto decididamente a encontrarlos. La política era adquirirlo todo, desde poesía épica a libros de cocina, no importaba lo que costara ni la forma, a veces poco ortodoxa, de hacerlo.

Paralelamente se inició la catalogación de todo ese acervo bibliográfico, confeccionando enjundiosos índices. Destaca en este respecto la labor de Calímaco de Cirene, en tiempos de Ptolomeo ii, considerado el padre de los bibliotecarios. Calímaco intentó una clasificación general y cronológica por géneros, componiendo un Catálogo de los autores que brillaron en cada disciplina singular, en 120 rollos, según algunos, o tablas, pínakes, según otros.

Gracias a los pínakes calimaqueos conocemos, por ejemplo, el número completo de las obras de los trágicos y sus títulos, aunque apenas se hayan conservado íntegras unas cuarenta tragedias, o los doscientos diecinueve títulos de las obras de Teofrasto. Semejante empresa debió suponer la contratación de un personal calificado, encargado de clasificar, organizar y copiar todo el material. Es de suponer también que ello debió emplear unas cuantas docenas de empleados, fundamentalmente esclavos.

La destrucción de la biblioteca

Las noticias acerca de la destrucción de la biblioteca son confusas y a veces contradictorias. En realidad, parece que más bien sufrió ataques y destrucciones parciales antes de su desaparición final. El primer incendio ocurrió en el año 48 a.C., durante el conflicto en el que Julio César se involucró para apoyar a Cleopatra vii en contra de su hermano Ptolomeo xiii. Cuenta el mismo César en su Guerra civil (iii 111) que, viéndose sitiado en palacio, estuvo obligado a prender fuego a las naves de Ptolomeo que se encontraban en el puerto. Lo que no cuenta es que el fuego alcanzó la biblioteca del Serapeion, perdiéndose los más de cuarenta y dos mil rollos que allí reposaban. Otros como Séneca (De tranquilitate ix 4-5), Plutarco (Vida de César xlix 4-6), Aulo Gelio (Noches Áticas vii 17), Dión Casio (Historia romana xlii 38, 2), Amiano Marcelino (Historias xxii 16, 13) y Orosio (Historias contra los paganos vi 15, 31) sí lo cuentan.

En el año 391, un decreto del emperador Teodosio prohibió las religiones paganas. Teófilo, obispo de Alejandría, mandó entonces a destruir totalmente el Serapeion por ser un centro de doctrinas paganas. Los estudiosos se mantuvieron aún una generación más, hasta el brutal asesinado de Hipatia en el 415. Orosio, el historiador cristiano, visitó ese año Alejandría y dio cuenta de la destrucción de la biblioteca por parte de los cristianos: «Hay templos hoy día que nosotros hemos visto, cuyos estantes para libros han sido vaciados por nuestros hombres. Y ésta es una cuestión que no admite ninguna duda» (Historias contra los paganos vi 15, 32).

En cuanto al Mousaion, se sabe que sus directores eran nombrados por el Emperador en época romana, y que Adriano fue especialmente generoso con la biblioteca. Pero también la época romana de Alejandría estuvo plagada de inestabilidad política y confrontaciones religiosas, todo lo cual sin duda debió afectar el funcionamiento de la biblioteca. Cuenta Amiano Marcelino que en el año 272 Zenobia, la reina de Palmira que se pretendía descendiente de Cleopatra, se apoderó de la ciudad. El emperador Aureliano, resuelto a recuperarla, la arrasó, destruyendo gran parte del importante barrio de Bruquión, donde se hallaba la biblioteca. En el año 296 el emperador Diocleciano, intentando reprimir una sublevación, ordenó también saquear la ciudad, pero se cree que ya para entonces muchos de los intelectuales que habían hecho vida en la biblioteca se habían mudado a otras ciudades más seguras, como Roma.

Una última versión, que tiene cada vez menos credibilidad, atribuye la destrucción de la biblioteca a los árabes, cuando conquistaron Alejandría en el año 640, vigésimo de la Hégira. Esta versión está basada en el relato de un historiador árabe del siglo xiii, Alí Ibn al-Qifti, quien en su Crónica de hombres sabios narra el encuentro entre el filósofo cristiano Juan Filopón, insigne comentador de Aristóteles, y el emir ‘Amr Ibn al-‘As, conquistador de la ciudad. El filósofo, temeroso por la suerte de la biblioteca, pregunta al general por el destino de los libros, con el deseo de salvarlos. El emir no se atreve a tomar una decisión y manda a consultar al califa ‘Umar i. Casi un mes, que es lo que tardaba el viaje entre Alejandría y Babilonia ida y vuelta, aguardan ansiosos el filósofo y el general, que han terminado por hacerse amigos. La respuesta del califa es tajante: “en el Corán está todo. Si hay libros que contienen enseñanzas contrarias, son heréticos y hay que destruirlos. Si hay libros que contienen las mismas enseñanzas, son innecesarios y hay que destruirlos”. Muy a su pesar, Ibn Al-‘Amr ejecuta la orden y ya no tiene cara para volver a ver a su amigo. Según esa leyenda, seis meses, día y noche, ardieron las calderas de los baños de Alejandría con el precioso combustible.


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