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Lea acá “BigBang, BigBand”, el capítulo V de “Al ritmo de Gerry Weil”
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Un buen ensamble, una buena banda, lo que tiene que tener es mucho ensayo, humildad entre los ejecutantes, disposición a escuchar críticas y a trabajar todos juntos para que la música de la banda ocurra, no la necesidad personal de alguno de los intérpretes y ni siquiera la del compositor.
En 1969, Gerry Weil cumplía treinta años, grababa su primer disco y formaba familia con Omaira Elena González, la madre de sus dos hijos, con quien lleva cuarenta y dos años de matrimonio.
Nos conocimos en una discoteca, un amigo mutuo nos presentó. Omaira ya me había visto tocando con el grupo. Tenía veinticinco años, era delgada y atractiva, era maestra y artista plástico. El día que la conocí llevaba puesta una peluca, era la moda en la época, pero al poco tiempo ella se dejó crecer su afro y yo mi melena.
Comenzaba una nueva historia familiar y la comunión con el movimiento hippie era parte de ella. Música, creación artística, drop out, espiritualidad, todo en un país que despertaba a otras formas de hacer cultura, al tiempo que estrenaba su paz social gracias a la legitimación de los partidos de izquierda y a lo soluble que había resultado ser la guerrilla en la democracia venezolana.
En esta época el jazz era realmente una música elitista, de un público muy reducido. El jazz era seguido por gente bohemia. Para entonces yo tenía un pequeño público, no era tan conocido como ahora, no salía en los periódicos, nada de eso. El movimiento musical donde los músicos sí gozaban de mucha popularidad era el rock nacional, los Impala, los 007, los Memphis, todo ese movimiento que musicalmente no tenía nada que ver con el jazz, no obstante muchos de ellos estudiaban conmigo. Otro mundo donde los músicos gozaban de muchísima fama y reconocimiento era la música latina, las orquestas de música festiva, pero el jazz era un submundo, un ámbito muy reducido. Era una época también de estudio para mí, de aprendizaje, de ensayar y montar piezas con mi trío. Y estudiaba muchísimo piano clásico para adquirir la técnica.
El primer disco venezolano de jazz en estudio
El saxofonista y clarinetista John La Porta había visitado Venezuela en 1956, con ocasión del Segundo Festival de Jazz de Caracas. En el escenario del Teatro Nacional, la noche del 12 de agosto de ese año le acompañaron, entre otros músicos, la Orquesta Casablanca, el Sexteto de Walter Albrecht, el Quinteto de Charles Nagy y un septeto formado por miembros de la orquesta Casablanca. Los temas que tocó esa noche LaPorta con estos grupos conforman el disco South American Brothers, grabado en vivo por Melvin Niswander, del Centro Venezolano Americano, y distribuido por el sello Fantasy con el serial 3237. South American Brothers es el primer disco de jazz que se graba en Venezuela. El segundo, trece años más tarde y con una inmensa mayoría de temas compuestos por sus intérpretes, sería El quinteto de jazz, primer álbum de Gerry Weil y primer disco venezolano de jazz grabado en estudio. De su edición fue responsable el sello América.
Una nueva banda le acompañaba: en la batería Francisco Rosales; en el contrabajo y la flauta Félix Colino; en el vibráfono Manuel Padrón y en el saxo, Manuel Freyre. El disco, de acetato, en cada una de sus caras comenzaba con una pieza del jazz universal. Por el lado A, Time remembered de Bill Evans. Por el lado B, The Jody grind de Horace Silver. Félix Colino y Manuel Padrón grabaron piezas de su autoría, Andean way y Waves respectivamente. Las tres piezas restantes fueron compuestas por el pianista: Expressions N.º 1, Snap y There will always be tomorrow. De esta última dice Jacques Braunstein en los textos que acompañan al disco: “En esta oportunidad, la variación sobre el tema sirve como introducción y el tema básico es presentado luego. El lirismo del disco logra su punto culminante en esta pieza”. Las notas de Braunstein dan cuenta de una cercana observación de la carrera musical de Gerry, quien para 1969 llevaba unos diez años dedicado por completo a la música. De su desempeño como pianista, observa el autor: “El solo de piano en Expressions N.º 1 es con toda probabilidad el mejor retrato de Gerry en la actualidad. Un Gerry cuya búsqueda marca una etapa de la cual surge un cambio, una inteligente restructuración de valores con profundas marcas impresionistas. Es su tendencia a lograr una madurez espiritual. Si bien esta composición de Gerry podría figurar en el repertorio de cualquier pianista clásico contemporáneo, debe apuntarse que las divisiones rítmicas y la expresión son netamente jazzísticas. El mundo de Gerry es disonante y armónico”. El inolvidable Jacques Braunstein finaliza sus reflexiones entregando su parecer general en relación al disco: “Mi afición por el jazz me ha llevado a conocer muchos músicos, agrupaciones y discos. Puedo afirmar enfáticamente que el disco del quinteto de Gerry Weil es uno de los mejores y más originales que he escuchado últimamente. Es moderno, es fuerte y es agradable. Es un disco que no debe faltar en las colecciones de los amantes de la música”.
De El quinteto de jazz hoy en día pienso que realmente es un álbum muy adelantado para su época. Muy avant garde por su lenguaje contemporáneo, como se observa en la pieza Snap, muy vanguardista también en el sentido del free jazz, comenta Gerry.
El free jazz, según acuerdan los historiadores del género, habría nacido oficialmente en diciembre de 1960 con el álbum Free jazz: A collective improvisation by the Ornette Coleman Double Quartet, hito que inicia otra gran revolución dentro del jazz, cuyos hallazgos y posibilidades siguen dando nuevos frutos a través de las décadas. La improvisación es, para casi todos los músicos del género, la esencia misma del género, la aventura extrema de la creación instantánea, sin guion, expresión máxima de la cohesión de un colectivo y de una profunda comunión con la música y su ejecución.
Pasé muchos años sin oír El quinteto de jazz, y cuando volví a escucharlo me impresionó ver cómo ya en ese disco se perfila lo que va a venir. En ese disco oigo mucho las influencias de Bill Evans, por ejemplo en su pieza Time remembered, el piano mío es totalmente Bill Evans. Percibo también las influencias de Herbie Hancock y de Miles Davis, que era lo que escuchábamos en la época.
El 21 de octubre de 1970 nace su hijo mayor, Gerhard.
El nacimiento de Gerhard no nos hizo cambiar, no me convertí en un señor formal, seguí siendo el mismo. Los hippies criamos a nuestros niños a lo hippie, cerca de sus padres, participando en todo. Gerhard cuando era pequeño tenía el pelo larguito, iba conmigo a todos los conciertos y me acompañaba siempre.
El mensaje
En 1971 y bajo el prestigioso sello Polydor salió The message, disco de la banda homónima. Gerry compuso las seis piezas que conforman el álbum y lideró esta agrupación de formato big band integrada por dieciséis músicos. Uno de los temas, El mensaje, en el cual Gerry rapeaba en inglés, llegó al número uno en el hit parade de la radio en Venezuela. En este disco participaron Alberto Naranjo en la batería, Michael Berti en el bajo, Vinicio Ludovic en las guitarras, Freddy Roldán en las congas, Alejandro Blanco Uribe en la percusión, José Cheo Rodríguez, Luis Arias y Lewis Vargas en las trompetas, Bill Bucchi en los saxos alto y soprano, Víctor Cuica en el saxo tenor, Rolando Briceño en el saxo alto, Benjamín Brea en el saxo barítono, y en los trombones César Monje, Totico Pineda y Rodrigo Barboza. Esta vez, Omaira sería la autora de la portada.
The message acusaba muy pronto los signos de lo que aún era vanguardia en los grandes centros de invención del jazz de los Estados Unidos. Es el primer disco de fusión —jazz-rock— que se edita en Venezuela. Apenas habían pasado dos años desde la salida del disco que marca, para el mundo entero, el nacimiento del jazz eléctrico, el imprescindible Bitches brew de Miles Davis, quien por segunda vez dividía la historia de la música, a diez años de Kind of blue, de 1959.
Para 1971 Gerry había estudiado con Vittorio Giarratana, prosiguiendo su formación clásica en el Conservatorio Italiano de Música en Caracas con Corrado Galzio e Ilmar Luks. En jazz, sus profesores de la época fueron Charlie Nagy y Tito Fuentes, y en sus estudios de piano lo guiaba la conocida pianista Harriet Serr. Su madurez musical ya era un hecho declarado en cada audacia de final feliz. La crítica, los colegas, los melómanos iniciados y el público de jazz que él había contribuido a forjar, lo celebraban ya desde entonces.
En los primeros años de la década de los setenta estudié en el Instituto de Fonología con el maestro Antonio Estévez y me dediqué radicalmente a la música contemporánea. Compuse música electrónica. Hice la música de una pieza teatral que montó Rajatabla, “El maravilloso traje color helado de crema”, de Ray Bradbury. La obra duraba tres horas y era pura música electrónica que había compuesto en el Instituto de Fonología, asistido por Jimmy Kovacs. Me metí a fondo en la música contemporánea y como siempre, volví al jazz.
Pero quizás el primer gran hito en su carrera musical y uno fundamental en la biografía del jazz y la experimentación en Venezuela, sería La Banda Municipal.
Ícono de la contracultura
Bajo el signo de aquella tendencia transformadora, no solo del jazz sino también del rock, que se vivía intensamente hacia los primeros años de la década de los setenta en todo el mundo, nace La Banda Municipal en la plenitud de lo que hoy solemos llamar la “Venezuela saudita”.
La vitalidad creadora de los años setenta en la música, produjo verdaderos milagros en el ámbito de lo popular. La primera mitad de ese decenio fue prodigiosa por dondequiera que se busque: los años de oro de la salsa, el rock progresivo, el apogeo de la bossa nova, la estelar renovación del tango, la invención de nuevos géneros a partir de las tradiciones locales y nacionales. Y, por supuesto, el jazz asistía a otro de sus esplendores, tanto desde el punto de vista artístico como en lo relacionado con su expansión hacia nuevos públicos. Miles Davis continuó en su vertiginosa exploración del jazz-rock. Enchufó su trompeta a un pedal de wah-wah con la deliberada intención de aspirar la atmósfera de Jimi Hendrix. Animó a Chick Corea y Keith Jarret a experimentar en pianos y órganos eléctricos. Wayne Shorter y Joe Zawinul iniciaron Weather Report para aprender la lengua de los instrumentos amplificados. Herbie Hancock se unió a la electrificación del jazz. Y del lado del rock se asomaron y migraron al jazz guitarristas como Carlos Santana y Jeff Beck.
Para aquella época el mercadeo no se anticipaba —o al menos no siempre, o al menos no tanto— a las búsquedas artísticas. No las atropellaba. Por el contrario, una vez que se mostraba la creación en plena libertad, la mercadotecnia se ajustaba a la obra. Una vez que las piezas estuvieron compuestas y los discos listos, el mundo vio aparecer nuevas y muy distintas portadas para los discos de jazz, con temas pictóricos más populares, emparentados con la cultura rock. Las bandas de jazz, hasta entonces reservadas a los salones y clubes, entraron a los campus universitarios y formaron parte de la programación de los grandes festivales al aire libre. Weather Report sonaba en la radio, seguida de Led Zeppelin o de Héctor Lavoe.
La Banda Municipal nació con los elementos de la fusión ya muy bien asimilados por cada uno de sus músicos, de modo que aquél no sería un propósito. La búsqueda que sí emprendió, y con una profunda honestidad, riesgo y exigencia, fue la de un espacio para lo venezolano dentro de todo lo que habían hallado musicalmente.
Gerry Weil en el piano eléctrico y acústico, Alejandro Blanco Uribe en la percusión y a cargo de los efectos sonoros, Vinicio Ludovic en las guitarras, la flauta y la marimba, Richard Blanco Uribe en el bajo y contrabajo, y Edgar Saume en la batería y la trompeta, comenzaron a reunirse a mediados de 1973. Ensayaban religiosamente todos los días, desde las nueve de la mañana hasta las primeras horas de la tarde. Después de varios meses, estaban listos para salir al público con su primer espectáculo: Música del subdesarrollo, que más allá de servir de título era, expresamente, el lema de la agrupación. Sus primeras presentaciones fueron en el Teatro Alberto de Paz y Mateos en Caracas, los días 1ro, 2 y 3 de febrero de 1974. En el público se encontraban personalidades como José Ignacio Cabrujas, Isaac Chocrón, Germán de las Casas, Eduardo Casanova, Simón Alberto Consalvi y Elías Pérez Borjas.
“¿Y qué vamos a hacer?”
La Banda Municipal se había formado inspirada en un propósito que tutelaría toda la actividad creadora de sus músicos: emular, simular, lo que hubiera sucedido en la música venezolana si hubiese tenido las posibilidades históricas de desarrollo que tuvo el jazz norteamericano. Las composiciones de La Banda Municipal serían entonces un ejercicio cuyo resultado debía proceder de la investigación y de la comprensión de las tradiciones musicales autóctonas frente a los resultados más contemporáneos de la evolución de la música popular en el mundo occidental. Ambicioso, lleno de riesgos, este proyecto deseaba de alguna manera reconquistar las décadas que la transculturación había hurtado a la música venezolana.
Mientras en Estados Unidos el jazz que nace de una manera marginal y siendo tal vez la música de menor alcance, sobre todo en ventas, tuvo su posibilidad de desarrollarse, aquí no hubo desarrollo de la música venezolana porque la penetración cultural, que ejerció una fuerte influencia en la música popular, de alguna manera opacó las posibilidades de los gestos nacionalistas de orgullo con respecto a lo nuestro. La música venezolana, para la década de los años setenta, estaba culturalmente muy bombardeada por música que venía de afuera. Nuestra meta era crear una banda que experimentara sobre cómo sería la música popular venezolana contemporánea si no se hubiese detenido su evolución, es decir, si se hubiese dado para la música tradicional venezolana un proceso similar al del jazz en los Estados Unidos. Buscábamos un sonido venezolano pero contemporáneo, con guitarra eléctrica, piano eléctrico, modulador de anillo, cámara de eco, en fin, las influencias de Miles Davis —Bitches Brew—, Weather Report y todo ese movimiento de fusión. Tratamos de adaptar eso, pero con rítmica y temática venezolanas.
Hacia la misma década, importantes músicos venezolanos habían emprendido otras formas de experimentación con búsquedas renovadoras. Vytas Brenner, en su primer disco —La ofrenda de Vytas, 1973— proponía la inusual convergencia instrumental que reunía sintetizadores, piano, clavicordio, órgano, guitarra eléctrica, bajo, batería, y cuatro, arpa y maracas, para una nueva clasificación genérica: el etno rock. Sin embargo, solo el deseo innovador tenían en común La Banda Municipal y la música de Brenner.
La obra de mi amigo Vytas, según mi criterio, es más collage. En primer lugar, Vytas se diferenciaba de La Banda Municipal porque no era jazz, era rock con música venezolana. Vytas era un músico de gran éxito comercial, vendía discos, tenía muchísimo más alcance y proyección que nosotros. Nosotros éramos unos locos, totalmente fuera del sistema social. La Banda Municipal era música de rebeldes.
Era también la época de la creación y expansión de la onda nueva. Al respecto, Gerry observa:
Aldemaro Romero tenía el sueño de crear en Venezuela un movimiento paralelo a la bossa nova: la onda nueva, que tiene unas lindísimas piezas, melodías muy hermosas, de progresiones armónicas parecidas a las de la bossa nova, típicas del jazz, y con innovaciones rítmicas muy interesantes creadas por el coautor del género, Francisco Hernández, El pavo Frank.
En la bossa nova, que era la referencia de Aldemaro, las progresiones armónicas son llevadas a los ritmos pares de la música tradicional brasileña. La onda nueva adaptó este recurso a la rítmica venezolana, pero resulta que la rítmica venezolana es impar. El joropo, el vals, el pasaje, están en 3/4, mientras que la bossa nova está en 4/4 o en 2/4, lo cual le permite tener un alcance internacional porque la rítmica par hace fácil el baile para los públicos más diversos. La onda nueva no está en un ritmo par, fácil de cantar y de bailar para los europeos y americanos, sino en un ritmo impar, tres o seis, de ahí que no haya tenido impacto comercial a nivel mundial. La salsa pega porque es 4/4, y aunque los americanos y europeos la bailan cuadradito y tiesito, pueden llevar el ritmo. Por eso la salsa en Europa es un éxito. La onda nueva, por su ritmo impar, su síncopa venezolana, no es comercial. La segunda razón de que no haya tenido impacto más allá de nuestras fronteras, como sí lo había logrado la bossa nova, que trascendió a todos los continentes, es que ésta surge de las favelas, surge de los barrios de Río de Janeiro, Bahía o São Paolo, viene del pueblo. Aldemaro hizo la presentación de su primer grupo de onda nueva en un restaurante de lujo en Altamira que se llamaba Novgorod, con cubiertos de lujo, caviar y champán… pero en los barrios la gente siguió oyendo salsa. La onda nueva no tuvo continuidad porque no sembró raíces en los barrios, los barrios escuchan música portorriqueña y cubana. La música de los barrios es la salsa. No el joropo, no el merengue, no la guasa.
Adiós, Isidoro
Por otra parte, La Banda Municipal cuidaba la nitidez de su foco en Caracas, en lo urbano. Los ritmos con los cuales experimentaban no eran los de la Venezuela profunda, rural, sino otros más mestizos, como el merengue caraqueño, los valses, la guasa y el pasodoble, es decir, los repertorios de las retretas de plaza y de los cañoneros que animaban las fiestas. La música de la calle.
En cierto momento tuvimos un tremendo auge porque fuimos apoyados por Diego Arria, para entonces gobernador de Caracas, y nos puso a tocar en todos los barrios y en todos los ateneos y hasta nos mandó a Colombia. En general, el público de los barrios reaccionaba con apertura ante lo que hacíamos, y gente como Nené Quintero, que entonces era un niño, vio a Alejandro Blanco Uribe con todos sus peroles de percusión, y confiesa que Alejandro es una de sus grandes influencias. Alejandro era su ídolo.
La Banda Municipal había logrado su objetivo de “trabajar en la creación de un lenguaje popular, venezolano y contemporáneo”, como quedó escrito en uno de los programas de mano de aquel intenso año de 1974. Lograron hacer esa emulsión homogénea y perfectamente orgánica entre el jazz, el rock y los géneros populares de la tradición festiva de la ciudad. Quienes tuvieron la oportunidad de asistir a sus múltiples presentaciones dentro y fuera de Venezuela —Caracas, Maracaibo, Valencia, Maracay, Mérida, Barquisimeto, Puerto Ordaz, Macuto y Bogotá— afirman que además de su música de gran innovación, La Banda Municipal tenía “actitud”. Ilimitadamente creativos, incorporaron a sus shows los más variados elementos dramáticos, desde la performance, que para entonces sí que era algo nuevo, hasta exploraciones del espacio teatral mediante la música, con toda probabilidad inspiradas en lo que desde los años sesenta venía haciendo Sun Ra.
Caracas tenía un sonido nuevo, acorde a su nuevo rostro de ciudad pujante y a las nuevas dinámicas humanas que forjaba la vida contemporánea en un país sin conflictos internacionales, con mucho petróleo para vender y una población en su mayoría joven.
Además de la escena, la interpretación, la composición y las horas diarias de ensayo, una de las tareas de la banda era reunirse a escuchar música, compartir música.
En esa época existía esa costumbre entre los músicos, algo que ya la vida actual no permite, por la falta de tiempo y por lo acelerado que vive todo el mundo. Nos reuníamos en mi casa, en un cuartico que se llamaba “el cuarto hindú”, era un sitio pequeño al que tenías que entrar sin zapatos, ahí estaba el tocadiscos donde escuchábamos música, lo último que cada uno iba encontrando en jazz, rock, salsa, música académica, todo. Ahí escuchamos el primer disco de Chicago, Chicago transit authority, Blood, Sweat & Tears, Weather Report, Miles Davis, John Cage, Stockhausen, todo eso lo escuchábamos, lo compartíamos y luego todo eso influenció la música que hicimos.
Como una “precuela”
El fulgor de esta agrupación de culto fue tal que a lo largo de las últimas décadas no dejó de circular, entre los melómanos venezolanos, más de un CD pirata de La Banda Municipal. Era posible conseguirlos o encargarlos en los establecimientos informales de la Plaza Morelos. Grabaciones, todas, de muy pobre calidad, casi a punto de no calificar como grabaciones, pero sí, en cualquier caso, como objetos de devoción.
Hasta que en 2008, y gracias a la iniciativa de Gregorio Montiel Cupello, periodista y productor musical, se editó Música del subdesarrollo, el único disco que existe de La Banda Municipal. Este documento fue posible gracias a que Uwe Pauser, ingeniero de sonido, grabó en marzo de 1974 la presentación del grupo en el Teatro Municipal de Valencia y actualizó su calidad sonora con la tecnología ahora disponible.
Ocho temas pudieron ser rescatados para el disco: de Alejandro Blanco Uribe, El manguito, fusión de guasa, merengue, gaita y onda nueva; de Vinicio Ludovic, Guasa 1, una guasa con guitarra eléctrica; Emtsa N.º 3, merengue caraqueño inspirado en la experiencia de un niño que transita por su ciudad en autobús, y la compleja composición Banda Municipal, suite donde convergen desde el merengue de retreta con aires cañoneros, hasta elementos de la música electroacústica y electrónica.
Los cuatro temas restantes fueron compuestos por Gerry Weil: el vals venezolano Plaza de El Hatillo, Mandinga y San Gabriel —dos piezas en una, tumbao afrovenezolano armónicamente muy influenciado por Weather Report y Miles Davis—, composición que explora el tema universal de la lucha entre el bien y el mal, la luz y las tinieblas. El valle de San Javier, inspirada en el hexagrama “La verdad interior” del I Ching, El libro de las mutaciones, basado en la secuencia numérica tres, tres, dos, dos, tres, tres, un vals cuyo arreglo podría definirse como música de cámara popular, que hoy en día forma parte del repertorio clásico venezolano y es interpretado en los recitales de graduación de los conservatorios. Tumbao en 11, una pieza métricamente muy rara y de difícil interpretación (11/8) que constituyó una de las grandes innovaciones de La Banda Municipal. En 11/8 también ha escrito Gerry dos piezas posteriores: Alegría en 2005 y la emblemática y siempre solicitada Caballito frenao, de su disco Profundo, en 1999.
Al examinar este repertorio, sus orígenes, su tejido musical, su interpretación e instrumentación, se entiende la afirmación que hace Félix Allueva, quien asegura que este proyecto se adelantó a lo que globalmente se conocería como World Music veinte años más tarde. Gregorio Montiel Cupello procuró que el álbum saliera acompañado de un pequeño libro de valioso contenido, con fotografías, publicaciones de prensa y reproducciones de varios afiches de los conciertos. Invitó además a César Miguel Rondón y Félix Allueva, quienes en sus textos entregan una fracción de esta historia. Los músicos de la banda están presentes, treinta años después, en testimonios recabados por Montiel Cupello. Gracias a la convergencia de estos esfuerzos, La Banda Municipal es ahora parte del acervo de los melómanos y músicos más jóvenes, que podrán poner en perspectiva lo que hizo esta agrupación en 1974 y sentir aún su sabor a vanguardia en la segunda década del siglo XXI.
Cuando La Banda Municipal iba a meterse dentro del Sistema de José Antonio Abreu, que estaba naciendo, y de nuestra casa hippie en Gavilán nos íbamos a mudar para unos galpones en Los Ruices, yo dije: No, ni de vaina, eso no es lo mío. El grupo siguió un año más. Vinicio Ludovic empezó a tocar el piano, Frank di Polo entró después tocando la viola y la trompeta, y estuvieron activos como grupo durante casi un año, incluso viajaron con José Antonio Abreu a Londres. Yo, mientras tanto, preparaba mi ida a Mérida.
Páramo arriba
¿Por qué me fui a Mérida? ¡Woodstock! Vivir en la montaña, contacto con la naturaleza, cultura anti sistema, anti cemento, anti ciudad… ¡Drop out!
Viví en Paramitos de Jají sin luz eléctrica durante siete años. Con velas. A 2.400 metros de altura, con agua fría, con una estufa de querosén para calefacción. Era el Paraíso, yo pensaba que nunca iba a regresar. Gerhard, mi hijo mayor, iba a la escuela rural, que estaba dentro de mi terreno. La escuela le quedaba a quince metros de la casa. Quien me vendió el terreno le cedió una porción al Ministerio de Educación para que se hiciera esa escuela y venían maestras de Mérida a dar clases. Gerhard se preparó muy bien durante su primaria y cuando hizo el bachillerato en Caracas fue uno de los mejores alumnos, se graduó muy joven y muy bien capacitado.
En esos siete años, de 1975 a 1981, estudié mucho, leí mucho, compuse bastante, practiqué yoga. Enseñaba música en Mérida, bajaba de la montaña a la ciudad dos veces por semana, daba mis clases, hacía mercado y subía. Iba a las casas de los alumnos y daba clases a los profesores de la Escuela de Música de Mérida, entre ellos estaban Pedro Simón Gutiérrez y algunos miembros de la familia Rivas. Terminaba mis clases, me montaba en el autobús y de regreso a la montaña.
Fueron años de búsqueda espiritual. Tenía un jardín de flores, sembraba algunas hortalizas, hacía caminitos de piedras. En la mañana salía a mi huerto y estaba más arriba de las nubes.
Pero llegó el momento en que me aburrí de ese Paraíso. Era vivir un retiro y uno no puede retirarse de manera prematura. Di algunos conciertos estando allá en la Universidad de Mérida, pero básicamente estaba viviendo en retiro.
Gerhard un día me dijo: “Papi, esto es muy bonito pero yo quisiera vivir en Caracas, y ver televisión y tener amigos”. Además en el páramo no había bachillerato, para estudiar bachillerato había que vivir en Mérida, y para vivir en Mérida preferíamos vivir en Caracas. Se sumaban muchas razones para volver, y bueno, también era cierto que Omaira tenía derecho a bañarse con agua caliente.
Cada vez que nombra a Omaira, Gerry pareciera hacer una reverencia secreta.
Ella no se quejaba, le encantaba. Es que ella es una heroína. En Mérida ella hasta hacía la ropa sencilla y práctica que vestíamos los tres.
La fase que culminaba con Mérida dejaba para Gerry mucha sabiduría adquirida, pero ningún deseo de prolongar esa experiencia.
Ahora sé que la felicidad no es un lugar, sino un estado de conciencia. Yo estoy más feliz aquí en Sabana Grande hoy que en las montañas de Mérida. Lo digo con plenitud: ¡es aburrido el Paraíso! Y había mucho ruido allá. El ruido de mi mente, de todo lo que estaba dejando de dar y de aprender.
El ruido de los conciertos que no daba, de los alumnos que no tenía, el ruido de los discos que no grababa, el ruido de las composiciones que no podía hacer sonar, el ruido de la ausencia.
Esos siete años en Mérida fueron un período de fantasía. Me había ido pensando en no volver nunca, pero ahora sé que hubiera sido imposible quedarme el resto de mi vida a 2.400 metros sobre el nivel del mar.
De Caracas a Mérida me fui con un piano de cola y un camión lleno de libros, y siete años después regresé con lo mismo. Me había desconectado. Había una cierta tendencia en algunas personas que decían: “Bueno, pero ¿tú no eres el profeta que vive en la montaña alejado de todo? ¿Qué buscas aquí? ¿Trabajo? ¿Buscas otra vez conectarte al sistema de vida del que te alejaste?” No era algo explícito, pero había una cierta actitud que reflejaba esa forma de pensar en ciertas personas que encontré a mi regreso.
Estoy feliz de haber vuelto. Ahora bien, si tú me preguntas si valió la pena estar siete años en Paramitos de Jají sin luz eléctrica, mi respuesta es sí. ¿Qué gané? Tiempo. Tiempo para estudiar la música de Bach. Tiempo para leer. Tiempo para componer. Para tocar piano por muchas, muchas horas. Tiempo para practicar tai-chi, meditar, caminar en los potreros. Tiempo.
Cristina Raffalli
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