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el doctor Álvaro Sandia, que me contó algunos de estos chismes.
En el año de 1639 Mérida era un pueblo minúsculo, casi una aldea acurrucada en la estrecha meseta que se forma entre las barrancas de los ríos Chama, Mucujún y Albarregas, cercada por inmensas sierras. Sin embargo este pequeño pueblo de unos quinientos habitantes, que aún no cumplía los cien años, ya mostraba indicios de una temprana vocación para los estudios y los libros. Diez años antes, los jesuitas habían fundado el Colegio de San Francisco Javier, el primer gran colegio venezolano, a donde vendrían humanistas españoles e italianos a enseñar latín, leyes y teología.
Cuentan Del Rey, Samudio y Briceño Jáuregui (Virtud, letras y política en la Mérida colonial, Mérida-San Cristóbal-Bogotá, 1995) que ese año de 1639, ante la escasez de recursos que aquejaba al recién fundado colegio, el cabildo resolvió donar a los jesuitas veinticinco cuadras de tierra al sur de la ciudad, en un sitio llamado Las Tapias, a la vera del camino real que llevaba a Santafé de Bogotá. Estas tierras habían sido entregadas en 1616 a un tal Diego de Ruicabo. Lindaban por el norte con El Llano Grande y por el sur con el barranco del Chama y la zona de El Carrisal (sic), que quedaba “…por el camino real abajo a mano izquierda”. Ruicabo había pedido permiso al cabildo para cultivar trigo, maíz y algodón, y para construir una acequia que trajera agua del Albarregas. El cabildo le concedió todo a cambio de un pago anual de medio peso (cuatro reales) por cuadra. Parece que al morir don Diego las tierras fueron denunciadas por abandono, aunque su viuda doña Aldonza juraba que había sembrado caña de azúcar.
A los jesuitas el cabildo los exoneró de todo impuesto con tal de que mostraran aprobación real para el proyecto y enseñaran gramática a los jóvenes merideños. Por Real Cédula del 13 de mayo de 1676 Su Majestad confirmó el colegio de los jesuitas y les otorgó derechos sobre Las Tapias, siempre y cuando dedicasen sus recursos a financiar la enseñanza de los jóvenes. A estas alturas la Compañía de Jesús poseía ya unas cuantas haciendas y estancias a lo largo del valle del Chama y hasta el sur del Lago, de Cacute a Trujillo y La Ceiba. Pero Las Tapias no era una hacienda más. Con sus dos casas de dos plantas de teja y bahareque, su capilla y su trapiche y su ranchería para los esclavos, era el principal centro de producción y el más cercano a Mérida. Sus productos se vendían en Maracaibo y en tiempo de zafra el trapiche quemaba hasta la noche. Según algunos, allí sembraron los jesuitas los primeros granos de café traídos a los Andes venezolanos. Los de San Ignacio habían hecho por ampliarla y consolidarla, comprando terrenos aledaños al Albarregas, mejorando la acequia, cercando sus linderos y arrendando terrenos en La Pedregosa de donde sacar leña para el trapiche. Pronto también les donaron las tierras de Santa Catalina, en la otra banda del Chama, y en 1737 compraron la estancia de San Jacinto por cuatro mil pesos. Entonces construyeron dos caminos –aún existentes- que bajaban por la barranca desde Las Tapias, y un puente para que pasaran los hombres y las bestias. Así unieron todas sus propiedades a un lado y otro del Chama.
En 1767, cuando Carlos III expulsó a los jesuitas de su imperio, la Compañía de Jesús poseía en Mérida, además de la hacienda Las Tapias, las tierras de El Llano Grande (lo que se llamaba la “Obra Pía”), Santa Mónica, Pie del Llano y Santa Juana. Todas estas posesiones, junto con las estancias de San Jacinto y Santa Catalina, equivalen a cerca de una tercera parte de la superficie actual de la ciudad. Todas fueron confiscadas. Se conservan los inventarios de Las Tapias y de otras haciendas y bienes, especialmente libros, que pasaron a otras órdenes religiosas hasta la erección de la Diócesis en 1778. Después de 1785 haciendas y libros fueron adjudicados al Colegio Seminario de San Buenaventura, origen de la Universidad de Los Andes.
Tulio Febres Cordero, en su Clave histórica de Mérida, cuenta que Bolívar estuvo tres veces en la ciudad. La primera en mayo de 1813, en medio de la llamada Campaña Admirable. Había salido de Cúcuta el día 14 y el 23 los merideños lo estaban aclamando en la Casa Consistorial, donde le dieron el título de Libertador y proveyeron de generosas contribuciones para la guerra. Bolívar había pasado la noche anterior en Ejido y pernoctó la siguiente en una casa en El Llano (hoy calle 30 con Av. 3, en pleno centro). Algunos cronistas como Quintero Strauss (“Simón Bolívar en Mérida. A 200 años de la llegada del Libertador”) notan el hecho de que, habiendo en Mérida casas más importantes y acomodadas, Bolívar hubiese preferido quedarse en las afueras de la ciudad, previendo la posibilidad de algún ataque. Diecisiete días después, el 10 de junio, Bolívar saldrá para Trujillo, no sin antes dejar una proclama “a los valerosos merideños” donde anunciaba que la guerra sería “a muerte”.
La segunda vez fue el 1º de octubre de 1820. Venía de San Cristóbal. La noche anterior había acampado cerca del pueblo de Lagunillas y al día siguiente entraba en la ciudad para alojarse en la casa del coronel Rangel (hoy avenida 3 con calle 24). Llegaba acompañado de Sucre, entonces miembro de su Estado Mayor, y permaneció en la ciudad cuatro días entre homenajes y agasajos. La tercera y última vez fue el 25 de febrero de 1821. Venía de Bailadores y partió al otro día también para Trujillo. Habiendo llegado siempre por el sur, Bolívar tuvo que haber entrado a Mérida por el viejo Camino Real, pasando frente a la hacienda Las Tapias.
No hay constancia histórica de que hubiera sufrido daños graves por los terremotos que en 1786, 1812 y 1894 se ensañaron con Mérida. Tampoco las guerras ni las montoneras dejaron mayor mella. En 1845, la hacienda fue adquirida por el Dr. Eloy Paredes, abuelo de Eloy Dávila Celis, quien fue rector de la Universidad de Los Andes y de la Universidad Central de Venezuela. En 1968 se inició un proyecto para hacer una gran vía en la entrada sur. La estrecha carretera sería una amplia avenida ajardinada y rodeada de parques. El viejo Camino Real que llevaba a Bogotá se convertía en la Avenida Andrés Bello. El proyecto estaba casi listo salvo por un detalle importante: faltaba la autorización para el paso frente a la hacienda. El doctor Dávila se negaba a que “las tapias que habían visto llegar al Libertador” fueran demolidas. Entonces el gobernador Briceño Ferrini tuvo que recurrir a sus amigos más cercanos para que intercedieran y obtuvieran la aprobación.
En 2007 se inauguró el Trolebús, y tenía que pasar precisamente sobre la avenida. Se destruyeron los jardines y se retiraron algunas estatuas para hacer espacio a las nuevas vías y a las modernas estaciones. De eso no hace quince años pero parece que fueran siglos. Hoy apenas se escuchan algunos carros y buses destartalados circulando entre las islas enmontadas, pasando frente a los parques abandonados o habitados por indigentes. Los últimos restos de la vieja tapia que daba al Camino Real fueron demolidos hace poco y la casa de la hacienda con el torreón del trapiche fueron rodeados por una cerca y un muro de adobe. Desde hace un tiempo parece que ya no les interesa ver nada de lo que pasa afuera.
Mariano Nava Contreras
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