Artes

Las memorias inéditas de Sándor Márai

28/04/2018

Desciende, Ángel, desde las estrellas

llégate a Budapest, en este momento entre

ruinas, quemadas y heladas, donde

callan las campanas entre los tanques

de los rusos. La Navidad no existe,

ni brillan las luces en los árboles,

sólo queda el frío, el hielo y el hambre.

Estos versos, rimados en el original húngaro, fueron escritos por Sándor Márai durante la Navidad de 1956, el año aciago del levantamiento húngaro en contra de Stalin y de la feroz invasión del ejército soviético. No debe haber sorprendido al gran escritor, desterrado en ese momento en Nueva York, la violenta respuesta de Moscú. La había conocido, y reseñado de manera ajustada, en las páginas de su autobiografía dedicadas a la ocupación de su Hungría natal por parte del victorioso ejército rojo. Una biografía que sería ampliamente difundida, años después de su muerte, al ser traducida a las principales lenguas europeas. Confesiones de un burgués y ¡Tierra, tierra!, como la llamó, son de los testimonios más lúcidos y apasionados de los años del horror nazi, durante los cuales se produjeron la decadencia y desaparición de la ilustrada burguesía húngara, la misma que protagonizó sus mejores ficciones, desde Divorcio en Buda y Los rebeldes hasta La gaviota o La hermana. Ahora, gracias a la publicación de Lo que no quise decir, las secciones inéditas de sus memorias, se confirma la intuición de que la escenografía, a veces imprecisa y nebulosa, y otras de un minucioso realismo, de sus novelas se corresponde la mayoría de las veces con las coordenadas de su ciudad natal, amada y perdida dolorosamente cuando se vio en la necesidad de optar por el exilio:

Pero la ciudad [después de su anexión a Checoslovaquia]

había permanecido donde siempre estuvo, pero, incluso

en los años en los que ya no pude volver, cuando ya ni siquiera

habitaban allí mis padres, cuando la antigua casa en la que había

crecido había sido vendida, soñaba a menudo con mi ciudad natal.

Sin embargo, ni siquiera despierto me daban tregua su destino

y sus recuerdos; he escrito libros y obras de teatro sobre aquella ciudad,

camuflándola o llamándola por su verdadero nombre.

Todo, es decir, el inevitable destino de la burguesía a la cual perteneció, habría comenzado el 12 de marzo de 1934, el día de la Anschluss nefasta que vio el recibimiento festivo de las huestes del ejército alemán en Viena. Lo que ocurrió durante esa jornada, y sus consecuencias en Hungría, es el asunto de Lo que no quise decir (según su traducción cacofónica española, mientras que la italiana utiliza la más eufónica Volevo tacere), tres capítulos de la autobiografía que el autor prefirió no incluir en la edición definitiva y que fueran redactadas entre 1949 y 1950. En una página de su Diario de esos años, Márai expuso sus razones: “No quisiera que esta triste confesión, esta acusación entre húngaros, sea malentendida al ser leída por extraños”. Lo que no quise decir, en sus escasas ciento cuarenta y siete páginas en la versión italiana, se extiende desde 1934 a 1945, con la entrada de las tropas alemanas a Budapest, con una breve excursión en 1948, cuando, con su esposa e hijo, el autor se decide por un exilio que sería definitivo, y en cuya borrosa geografía se quitaría la vida a los ochenta y nueve años. En las primeras líneas de Lo que no quise decir, Márai se detiene en el objetivo de su empresa:

Quise callarlo. Sin embargo, el tiempo me obligó a reflexionar y me

di cuenta de que no era posible. Quisiera contar lo que sucedió

 con la cultura burguesa durante los diez años que

se iniciaron con la Anschluss, símbolo del fin de la independencia

del estado austriaco. En esos diez años no sólo hubo países enteros

que se desintegraron y desaparecieron del mapa, tronos y poderosos

regímenes aniquilados. Desapareció también una forma

de vida y una cultura. Yo había nacido en el seno de esa forma

de vida y esa cultura.

Que Márai sea húngaro le otorga una urgencia adicional a su narrativa. De todos los países de Europa Central, la famosa Mitteleuropa, tal vez sea Hungría la menos conocida. Poco es lo que se conoce en Occidente de los ciento cincuenta años de ocupación turca que marcó para siempre, de acuerdo con Márai, el destino del país. O de la anexión del reino de Hungría al Imperio Austriaco después de Napoleón. O del compromiso que llevó a la formación del Imperio Austro-Húngaro, más austriaco que húngaro. O de las repercusiones del Tratado de Trianón, en el que se decidió que Hungría perdía parte de su territorio incorporado a Checoslovaquia, incluida la ciudad natal de nuestro autor. Tal vez más conocida, por reciente y sonora, puede ser la Revolución de los Consejos de 1919 encabezada por el esforzado camarada Béla Kun, cuyo ministro de Educación no era otro que el hoy preterido György Lukács y que fuera tan efímera como necesaria.

Las memorias inéditas de Márai, recogidas en Lo que no quise decir, son las memorias de la Hungría de la primera mitad del novecientos. Como consecuencia de su derrota, como integrante del Imperio Austro-Húngaro en la Primera Guerra, las potencias occidentales, una vez más apelando a su estulticia ancestral, no por reiterada menos lamentable, penalizaron a Hungría con el ya mencionado despojo de vastos territorios y de un continente de novecientos mil habitantes de acuerdo con las condiciones del Tratado de Trianón. Replegados en una porción de lo que fuera la Gran Hungría, los húngaros mantuvieron, hasta entrada la cuarta década del siglo XX, un sistema feudal improbable. El contraste con sus vecinos prusianos era alarmante: para 1861, el 62% de los berlineses trabajaban incorporados a las nuevas funciones de la Revolución Industrial. Leyendo a Márai en estas páginas entiende uno mejor la conducta de personajes como los “amigos” de El último encuentro, o a los esquemáticos personajes de La gaviota, o el implacable comportamiento de La mujer justa y la resignación de La herencia de Eszter. Hungría era un gran anacronismo en medio de una Europa moderna, modernizada y modernista.

El violento despojo formalizado en el Trianón estimularía entre los húngaros un sentimiento antioccidental y aislacionista. Por una parte, la incomprensión y la indiferencia de Francia e Inglaterra y, por la otra, la amenaza soviética. Márai perteneció al revisionismo que solicitaba a las potencias occidentales una modificación de los acuerdos de Trianón. La arrogante negativa fomentó una simpatía hacia la Alemania nazi, que se consolidaría con la restitución de territorios y poblaciones una vez que la Wehrmacht ocupó Checoslovaquia. Como aliadas fueron recibidas las tropas en Hungría en 1944. ¿Cómo negarse?, se pregunta Márai a este anhelado regalo de Hitler. Como se sabe, nada en política es gratis, y el apoyo a los nazis será cobrado largamente por los rusos a partir de 1945. La ocupación soviética de Hungría será especialmente dura, como se lo merecía, en el pensamiento de los ocupadores, una población colaboracionista y “reaccionaria” (el término fue el empleado por los rusos). La represión sostenida está en la raíz del heroico levantamiento de 1956. Todo habría comenzado, en la opinión de Márai, aquel día de temprana primavera de 1934, cuando la población vienesa celebraba con euforia anexión de su país a Alemania.

Sobre la “cuestión judía” Márai se detiene durante varias páginas. Sin dejar de reconocer el marcado carácter antisemita, que era el de toda Europa, escribe que sobre la sociedad húngara que, a diferencia de los demás países ocupados o aliados, Hungría, en medio de insondables ambigüedades, mantuvo una solidaridad particular con los miembros de la comunidad hebrea:

Y, sin embargo, este antisemitismo al final suministró una especie

de paradójico refugio a los hebreos húngaros y de otros países

vecinos. Perseguidos políticos y judíos llegaron en masa de Eslovaquia,

Polonia, Rumania a buscar refugio en Hungría… Allí fueron acogidos

no sólo por los privados, quienes los escondieron y ayudaron, sino

incluso las autoridades les proporcionaron medios para salvarse

hasta el último de ellos.

Esta actitud se habría mantenido hasta 1944 cuando, con la llegada de las tropas nazis, la persecución y deportación de judíos y opositores se desataría con el mismo rigor implacable conocido en casi toda la geografía de la ocupación.

No es poco lo que interesa y sorprende de Lo que no quise decir. Una de las más inquietantes es el tono casi profético que Márai asume al considerar el destino de una Europa de fronteras borrosas y desplazadas poblaciones. Hacia 1949, cuando todavía Europa salía de las ruinas, con la holgada ayuda de las autoridades estadounidenses, nuestro autor se detuvo para proponer los fundamentos de lo que sería la comunidad europea:

Yo esperaba que las tremendas enseñanzas de dos guerras mundiales

hubiesen madurado en el ánimo de las personas las exigencias de una

solidaridad recíproca, de la necesidad de participar en una unidad más

amplia. El desarrollo tecnológico del transporte, el moderno sistema

de información, el estado actual de la industria y la creación de unidades

económicas más grandes estimularían experimentos de cooperación

política e intelectual. Si un día en Europa logra la unión aduanal

entre territorios más vastos, entre países distintos, con una moneda

común, esto bastaría para que, con el tiempo las fronteras nacionales,

se conviertan en algo puramente virtual.

Por desgracia, no le correspondió a este visionario vivir en la Europa comunitaria de tiempos recientes. Su destino quiso que la muerte desterrada se le presentara de forma violenta en los Estados Unidos en 1989, el mismo año que, con la caída del Muro, las fronteras europeas extendieran hacia el este la virtualización con la que soñó. Al final, la fecha marcadora del Anschluss terminaría alcanzándolo en su exilio norteamericano, perdida para siempre su comarca natal. Sin embargo, durante los cuarenta años de su «orfandad», Márai no dejó de sentirse en su única casa, la casa del ser que es el lenguaje. A pesar de sus posibilidades para escribir en otro idioma más extendido -alemán, francés, inglés-, no dejó de escribir en esa lengua «marginal» y distinta que es el húngaro, su parlar materno, el cual, gracias a él y otros como Némirovsky y, más recientemente, Krasznahorkai, tiene garantizada su permanencia en los asuntos de la tribu humana. Con esas palabras y expresiones terminó de escribir, en el Nueva York helado de 1956, su nostálgico poema sobre la Navidad en Budapest:

Ángel, recuérdales que de la sangre surge

siempre la vida nueva. Ya son varias las veces

que se han encontrado el Niño, el asno y el pastor.

En el pesebre, en el sueño, cuando la vida

ha dado a luz para preservar el milagro.

Porque la estrella brilla y despunta la aurora.

Ángel del cielo, llévales la noticia.


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