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[He aquí el célebre discurso de Cecilio Acosta, uno de los intelectuales más importantes del siglo XIX venezolano, sobre el papel de la literatura en la formación del ciudadano. Fue publicado en La Opinión Nacional (Caracas), 18 de agosto de 1869.]
“La Academia de Ciencias Sociales y Bellas Letras ha tenido a bien celebrar este acto en obsequio de la Real Academia Española. En cuanto a mí, me toca por gratitud hacer la propia ofrenda, la cual es mi voluntad extender a la memoria de mi buen padre y a mi excelente madre, a quienes tanto debo, como un pequeño tributo para ambos de mi inmenso amor filial; y además para que me bendigan en este trance. La bendición de los padres (lo sé por experiencia) allana todos los caminos y fecunda todas las obras. Vosotros no vais a hallar mal el haberme visto pagar así esta deuda del corazón”.
Y luego dijo:
Señor Director:
Me siento profundamente conmovido. Al subir a la tribuna, osé contar con algunas fuerzas para este instante solemne y noto que me faltan todas. Las grandes impresiones descargan todo su peso sobre el alma, y algunas veces hasta la oprimen. Esta Academia venezolana, compuesta de tantos amantes del saber, identificados todos en el propósito de rendir el presente culto a las letras; este concurso que se congrega como para un objeto nuevo; este certamen del ingenio que acabamos de presenciar, como una especie de aspiración a la gloria; el sexo encantador asistiendo como un juez llamado a distribuirla; la reunión especial de hoy, hecha con el fin de tributar un homenaje de respeto y reconocimiento a la Real Academia Española, y el ser la causa de ello el haberme ese Cuerpo, de tradiciones tan gloriosas, distinguido con la altísima honra de Socio suyo en la clase de Académico Correspondiente extranjero: todo esto tiene para mí tanto de extraordinario, que (si he de decirlo con llaneza) me busco a mí mismo y no me encuentro. ¿Por qué no tengo yo a mi disposición la elocuencia varonil de los Jovellanos, que supo siempre encerrar en cláusulas de oro tanta rica joya de pensamiento sublime, o la palabra fácil, abundante y tersa de nuestro malogrado Baralt, abeja querida de todas las flores, cuando ambos en su recepción llenaron el recinto de aquella ilustre Real Academia con su voz, para llenar yo ahora este salón con la mía y poder así dar noble hospedaje al noble obsequio académico?
¡Ah! ¡Si tal fuese! Hallara yo entonces manera, con mano ya más firme y acertada, de derramar aquí y exponer a vuestra vista nuestros más ricos tesoros. Presentaría a Bello, el que lo supo todo, Virgilio sin Augusto y pintor de nuestra zona. Presentaría la zona suya bañada en luz y en rocío, émula de la del cielo. Presentaría a Vargas y a Cagigal, sumos sacerdotes de las ciencias. Presentaría a Bolívar, la cabeza de los milagros y la lengua de las maravillas; a Peña, rival de la elocuencia antigua; a Manuel Felipe Tovar, varón ilustrado que llevó siempre puesta armadura para el honor y el honor sin mancilla como fianza del deber; a Gual, inglés por escuela y americano por sentimiento; a Ángel Quintero, hombre de líneas rectas, de voluntad incontrastable, y figura sublime de estadista; a los dos Limardo, padre e hijo, ornamentos ambos de la Patria, de las ciencias y de las letras y ambos pertenecientes (yo puedo decirlo) a una familia predestinada para la gloria; a Juan Vicente González, escritor de brillante colorido, el Tirteo de nuestra política y el Hércules de la polémica; a Ávila, nuestro Basilio, especie de ángel con don de lenguas; A Toro, el gran pensador artista y el poeta filósofo; a José Hermenegildo García, pluma encarnada en el carácter y alma de romano con epidermis de acero; a los dos Fortiques los talentos de la diplomacia y de la estética; a los obispos Méndez y Talavera, controversista el uno y orador brillante el otro; a José María Rojas, generalizador profundo y publicista; a Andrés Eusebio Level, especie de urna donde cabía todo lo bello; a Espinal, bizarro paladín de parlamento y político con el oído puesto siempre a la opinión; al doctor Arvelo, médico sagacísimo y oráculo del diagnóstico; a Porras, que por su inmensidad no podía reducirse a ninguna esfera científica y las invadía todas audaz; al doctor Cristóbal Mendoza, ilustre abogado, gran patricio y grande administrador; a José Luis Ramos, humanista como pocos; a Revenga, Santos Michelena y Francisco Aranda, vaciados en molde para gabinete, y el último de ellos además nacido para hablar en libro siempre; a mis maestros todos, sobre quienes por la modestia que de ellos me alcanza como a su alumno, me contento con echar un mismo manto de gloria. Por último, presentaría a la inmortal Teresa Carreño, que tiene hoy suspenso al mundo, hasta oír de su boca la misteriosa palabra del arte y ver salir de sus manos, convertido en armonías, el magnífico drama social contemporáneo. Mas, evocaría en masa a la antigua Colombia, que nos pertenece; haría ostentación de sus hombres, su historia y su esplendor; levantara en alto todo ese conjunto, como para colgar en el espacio la gran vía láctea de nuestro espléndido cielo; y ya así y hombreándome hasta donde me fuese posible con la Real Academia Española, podría decirle con justo orgullo patrio: “El orador es pequeño, pero Venezuela es grande; y puesto que para ella es esa condecoración con que se me ha distinguido, bien cabe en su pecho”.
Pero está visto: yo no puedo hacer tanto y la ofrenda viene a ahogarme con su magnificencia. Reconozco el deber contraído, la responsabilidad abrumadora, el peso enorme echado sobre mis débiles hombros. ¿Dónde hallaré yo fianza o caudal bastante para la paga? ¿Cómo ha podido ser que el último de los venezolanos haya sido candidato y luego favorito de tal gloria? Vamos, ya adivino: los pueblos de un mismo origen al fin lo reclaman; las razas se unifican por el espíritu; y yo, en el proceso de la actual civilización hispano-americana, no soy más que un accidente, un punto de mira, como hubiera podido serlo cualquier otro compatriota mío, en este último lazo que hoy estrecha la patria de Pelayo y de Isabel la Católica con la patria de Bolívar, de Mariño, de Urdaneta, de Ribas y de Sucre.
Ese acontecimiento lo considero yo feliz, no sólo porque multiplica nuestros puntos de contacto con el gran mundo, sino porque, si la civilización va bien por todas partes, va mejor y gana más por el camino de las letras.
Las letras lo son todo. Las letras viajan, son la luz que inunda en un instante el espacio y lo colora, la arista que lleva el grano de la idea y que es arrebatada por el viento de las edades, para llevar a todas partes germen, árbol, flor y frutos. Las letras crean: Homero ha dado origen a mundos en que él no soñó y que hoy ruedan en el vacío de la gloria; sin la palabra de Demóstenes, la suerte de Grecia no llega a Queronea: sin la de Ciceron, Catilina suplanta a César y precipita el tiempo de Farsalia; y el siglo de Julio II y León X es grande, y Cánovas hubiera podido poblar el museo Pío-Clementino de obras suyas, porque había libros santos que hablan maravillas, e historiadores y poetas que son dechados. ¡Qué siglo ese! Las galerías del Vaticano son historias del cielo; y se alcanzó a ver, entre otros genios, a un Miguel Ángel, que pudo desbaratar el orbe para llamarlo a juicio, y a un Rafael, que por la fuerza sola de su mano, hizo encarnar la Virgen en colores, tras de los cuales ve uno su misma gracia divina. Las letras han engendrado el canto y la armonía: Beethoven, Haydn y Mozart, los maestros profundos y Rossini, Bellini y Donizetti, los maestros melodiosos, creadores todos ellos de un poder incontrastable que va derecho al alma y la cautiva, y después que la cautiva la enseña, han calcado en su mayor parte las obras maestras que los ilustran, en las obras maestras de la poesía y de las letras; la poesía precede siempre a la música, como el rayo de luz al arco iris. Las letras son el tesoro inagotable de las bibliotecas, que ocupan hoy los palacios mudos del saber, así como son el oleaje incesante del periodismo, que baña, agita y fecunda industrias, opiniones, costumbres y creencias. Las letras han producido en las artes la estética, ciencia que encanta, naturaleza que ríe, especie de creación, donde no hay sonidos sin acordes, ni formas sin belleza. Las letras son en la amargura de la vida miel, en la vida de los pueblos aliento, en el espíritu cultura, en los anales del género humano la única página sin mancha, y en la corriente de los siglos el único bajel que no hace estadía ni naufraga. Las letras son las que han venido librando este progreso que tenemos, esta civilización que nos honra, esta libertad que es nuestro orgullo. Las letras, por fin, han necesitado del fósforo para domesticar y poner a logro el fuego, del ferrocarril para transportar el fruto que da el tipo de imprenta, y del alambre para poner a su servicio la electricidad, el único órgano capaz de transmitir, con la rapidez que él tiene, el rayo fecundador del pensamiento.
Y aquí, señores, me siento como con alas, como llevado por el hipogrifo de Astolfo, para recorrer de un vuelo los siglos. ¿Qué queda de Roma? —Sus libros. ¿Qué de la Edad Media? —Sus crónicas. ¿Qué del siglo XV? —El Renacimiento. ¿Qué de la edad horrible de César Borgia? —Maquiavelo. ¿Qué de la Italia humillada del siglo XVI? —Ariosto y Tasso… Ved: hay en la larga jornada de la humanidad, como se nota ahondando un poco, y a veces sin ello, una estrella que siempre va, un rastro que siempre queda, de luz todo. ¿Será esta la aguja misteriosa que marca sin cesar el rumbo del viaje, la voz de alerta dada a la peregrinación del porvenir, o el hilo de la Providencia, que, oculto a veces, a veces ostensible, burla todas las lógicas para hacer triunfar la suya y hace precipitar la corriente de los sucesos hacia sí, como hacia un centro absorbente? Mirad el siglo de Pericles: la musa del drama y de la historia deja más para la Grecia y para el mundo, que las batallas de Maratón y Salamina; Tucídides casi fue el maestro de Tácito, y Eurípides fue tan grande, que había de ser corona histórica suya que el adusto Sócrates asistiese a la presentación de sus obras y que más tarde hubiese de inmortalizar sus páginas la sangre preciosa de Tulio, que las leía, derramada sobre ellas por los sicarios de Antonio. ¡Hermosos días esos, en que los juegos olímpicos fueron también palestra a ingenios lidiadores, hubo en ellos susurro de aplauso en el concurso, voz de grata fama corriendo de boca en boca, y en el autor afortunado, rubor de gloria bañando sus mejillas!…
¡Oh! ¡Me siento transportado! Quisiera hacer alto delante de esa edad florida, y que levantásemos aquí tres tabernáculos, para contemplar de nuevo esa transfiguración del espíritu que todavía, después de más de veintidós siglos, se ve pasar por sobre nuestras cabezas como un meteoro brillante. ¿Qué dirá ahora la barbarie (yo la interpelo para que comparezca a este lugar), qué dirá cuando, en presencia de ese espectáculo espléndido, vea ella por sus propios ojos, que la sangre no deja sino sangre, las tinieblas sino olvido, y que en la posteridad, sólo para la virtud hay honra y para el talento laurel?…
Mi conmoción es extrema, pero prosigo. Augusto, soberano astuto y frío, para cuyo gobierno sensual y despótico no hay más explicación que el haberse encontrado al fin sin rivales o el haberse deshecho de ellos en tiempo, halló su ilustración en los varones de letras de su época, y su mejor título a la vida póstera en la inmortal lisonja de Horacio y de Virgilio. El reinado de Isabel de Inglaterra se nombra menos por su infame conducta con María Estuardo, que por Francisco Bacón y Shakespeare. El de Luis XIV es célebre por el esplendor del espíritu, que iluminó más su gusto regio que sus triunfos; todavía, después de casi dos centurias, ese faro se alcanza a ver lo mismo: la soberbia pasó, el rastro de luz se mira aún; y si el gran monarca hace gran figura en la historia, es porque lleva de la mano al gran Bossuet. Ese mismo siglo XVII fue el siglo de las ciencias, así como lo fue también el siglo XVIII, siendo éste además, por lo que hace a la religión y a las ciencias sociales, el de los espíritus fuertes, el de los libres pensadores. Del fondo del último saltó la chispa que produjo el incendio de la Revolución francesa, el acontecimiento más grande del mundo político, bautismo ese de todas las ideas, piscina probática para todos los errores, gran biblia donde hay para la libertad anales, para el derecho enseñanzas y para el progreso humano advertimientos.
España fue un tiempo la monarquía universal; no estaría mal dicho de ella que el sol se fatigaba para recorrerla. De Carlos V, en quien recayó por muerte de su abuelo materno, pudo escribir en significativa frase Montesquieu, aunque comprendiendo la Alemania también, que la tierra se había ensanchado para dar espacio a su grandeza. Felipe II, su hijo, salvo la dignidad imperial que tocó a Fernando su tío, todo lo demás lo heredó: dominios colosales que se extendían a la Península, aumentados éstos después en vida suya por la adquisición de Portugal, a Holanda, Bélgica, Oceanía, Asia, África y América. Este monarca poderoso pudo en su reinado hacer oír su voz de las islas Chiloé a las islas Filipinas, hacer hablar por gala su lengua en casi todas las cortes, poblar los mares con sus flotas, obtener la mano de María, triunfar en San Quintín, poner espanto a Inglaterra y colmar a España con el oro de Perú. ¿Qué queda de todo eso y de lo demás del poderío español? Queda sólo (por no hablar más de esos tiempos) la abundantísima cosecha de las letras en los siglos XVI y XVII, llena, rica y varia, de rubios granos y jugosos vinos, cosecha que casi no cabía en los trojes y que rebosaba en los lagares. Quedan las obras de erudición e inventiva, muchas de ellas inimitables, que llenaron las bibliotecas y los teatros. Quedan los escritores distinguidos y los ingenios de primer orden, algunos de ellos, puede decirse, únicos: Santa Teresa de Jesús, que habló de la santidad en formas tan castas como castizas; Hurtado de Mendoza, de frase atildada, si bien concisa por extremo a fuerza de recortes. Melo, historiador cultísimo y capaz de asuntos más vastos, como si dijéramos, Roma; Garcilaso, cuyos versos deben leerse en medio de un jardín de tomillos, que tenga nardos por cerca; Solís, estilo de filigrana; Ercilla, que componía bajo el pabellón del campamento el libro que le dio inmortalidad; Herrera, águila siempre entre las nubes; Fray Luis de León, rival de Horacio hasta en la lengua; Fray Luis de Granada, escritor de epítetos espléndidos y enamorado del amor divino, que él sabía encerrar siempre, como dentro de cajas de música, en sus cláusulas cantantes; Calderón, río de cascadas sonoras, por la armonía, y Cervantes, cuya creación es un mundo, que sacó de la nada, y cuya inmortal obra será siempre la desesperación de los demás, porque casi no puede tener imitadores. ¡Tesoros todos ésos preciosos, que forman como un museo en los anales de las grandezas humanas!
Heme aquí, señores, de vuelta ya de mi largo, si bien rapidísimo viaje por el ancho campo de la historia. Vengo contento, muy contento, porque os traigo lo que buscaba. Os traigo, que eso que hemos aprendido y leemos diariamente en los libros del progreso, es todo cierto: que la civilización marcha; que la conciencia humana es tribunal; que la justicia es código; que la libertad triunfa y que el espíritu reina. He interrogado a los fastos de todos los siglos y todos me han respondido lo mismo. He atravesado la espesa noche de la barbarie y sólo silencio he hallado allí: la historia misma calla. He extendido a la humanidad delante de mí, como si fuese un mapa de estudio, para examinar lo que contiene y he visto, de un lado fósiles sólo, osamentas, las petrificaciones y cenizas del error, que no sabe dejar por donde pasa sino escombros, cementerios, osarios, y del otro, el panteón de la inmortalidad, donde se ven viviendo en galerías espléndidas todas las conquistas del trabajo y del talento: la industria que independiza, la riqueza que sustenta, las ciencias que ilustran, las artes que adornan, el libro que enseña, el periódico que difunde, el vapor que viaja, el rayo que obedece, y el derecho que va siendo ya, por los triunfos que cuenta, patrimonio común y, lo que es más, blasón acariciado de las clases oprimidas. ¡Qué porvenir, señores! ¡Qué gloria!
Este es el punto adonde yo deseaba llegar para apostrofaros; ahí lo tenéis: esas son las letras, que representan realmente en el pueblo que las cultiva, el cultivo de su espíritu. Aunque con desmaña, que debe perdonárseme en gracia siquiera del noble empeño que he puesto, no me ha sido difícil el haber logrado confirmar, si bien por modos diversos, el tema del certamen. Yo hubiera querido otra cosa. Hubiera querido tener voz de hechizo para evocar de sus tumbas los muertos ilustres, ojos de águila para penetrar desde la altura en los abismos del tiempo, y alas de fuego para penetrar sin fatiga la prolongadísima extensión; hubiera querido ser Plutarco, que cuenta con candor, Tito Livio que pinta con elegancia, Tácito que castiga con azote, Bossuet que crea y magnifica, y Guizot que generaliza y abarca; hubiera querido recoger hechos, deducir leyes y amontonar fastos, para de esta manera, y con tal mundo grandioso a nuestra vista, poderos decir: esa luz que deja como un rastro de estrellas detrás y lleva como un camino de estrellas delante, es la luz de la civilización: ved, no se extingue; ese esplendor de la ciudades, ese afán de los mercados, ese hervir de los caminos, esa facilidad de tener cada uno, por su salario, pan y goces, es el aprovechamiento de la naturaleza por la industria y el rescate del hombre infeliz por el trabajo; ved: ni la una se cansa, ni el otro cede; ese espíritu que va es la libertad; este concierto que queda es el orden; esa justicia que se distribuye es el derecho. Después de todo lo cual, si me alcanzaran las fuerzas para tanto, salvando el tiempo presente y ahondando más, divisando más y viendo abrirse en sucesión continua, como para dar paso al progreso, horizonte tras horizonte y bóveda tras bóveda, hasta tocar con el linde temporal de lo futuro, podría agregaros por último con voz de aliento y esperanza: ese camino inmenso, casi infinito, que recorro sólo en idea, es el camino de la humanidad, y este palacio de cielos el palacio de las letras. Esto hubiera yo querido; pero mis fuerzas son flacas, me encuentro además por las impresiones un tanto cansado, sobre que no quiero cansaros a vosotros, y hago alto aquí. Por una razón tan principal como la dicha me gusta esta parada; porque con haberla hecho, he podido tropezar de nuevo con mi patria, con mi querida patria. He dicho mal: éste no es un accidente, sino un hallazgo voluntario y feliz, porque yo la buscaba adrede, a fin de decir sobre ellas algunas cosas que siento aquí, aquí dentro del pecho. ¿Cómo, en el gran festín del espíritu, quedarse ella sin entrar, cuando tiene cubierto y silla? ¿Cómo, en el vistoso alarde de la civilización, no formar en fila ella, cuando tiene honra ganada y prez que lleva al pecho? Yo la amo con ese cariño que se tiene al lugar donde uno nació; donde atravesó en infantiles juegos el verde alfombrado de la menuda yerba; donde corrió tras las pintadas mariposas; donde se ve subir el humo del hogar y le sale a uno al encuentro el perro de la familia, que le halaga y le conduce donde está el árbol, el río, la cascada, la loma, a que subió de niño uno para ver despuntar el sol de la mañana; donde oyó por la primera vez la voz del amor materno, tan dulce y al mismo tiempo tan desinteresado, historia ésta la única que se lee todos los días y que jamás se va del corazón. Amo además a mi patria, porque es un patrimonio espléndido. ¿Sabéis, señores, lo que existe de una manera casi visible en este lugar donde hablo? Dios, que levantó su trono de regalo y pasatiempo sobre esta naturaleza colosal. Aquí son los cielos palacios de luz y de zafir, tienen los mares por asiento perlas, pisan las bestias oro y es pan cuanto se toca con las manos. ¿Sabéis lo demás que tenemos? Casi todo: aquí se conocen las cosas sin los libros, se escribe sin modelos y se va adelante sin vapor; aquí hay una precocidad que adivina, un gusto que pule, un entendimiento que abarca, una imaginación que pinta y un espíritu que vuela.
Pero todo está en bruto aún, y es preciso desprender el cuarzo para dejar el oro puro, llamar la industria con garantías, que es como viene, llamar el capital con halagos, que es como viaja, y ofrecer a la civilización domicilio de paz, que es donde crece, para de este modo aprovechar en nuestro suelo tanto tesoro oculto y tanta riqueza natural. ¡Oh! éste será con el tiempo un gran pueblo, y yo asisto en idea al espectáculo. Entre tanto, y en cierto sentido, el genio nacional duerme, las alas plegadas, el aliento ansioso, aguardando sólo aire en que sostenerse y espacio que devorar.
He aquí por qué debemos estrechar alianzas y cultivar relaciones y por qué celebro yo, y debemos celebrar todos, este nuevo vínculo que por medio de la Real Academia Española nos une ahora de un modo más estrecho con España. Causas ya olvidadas nos pusieron un tiempo en desacuerdo; pero ahí está la historia para decirnos que somos una misma raza, y el destino que nos promete que seremos una misma familia.
Ha llegado ya el momento de poner punto. Este mío no es discurso de incorporación, ni es tampoco el discurso de orden, que ha tocado hacer con tanto brillo y sabiduría a mi digno e ilustrado colega, caro amigo y condiscípulo el señor doctor Rafael Seijas, en los cuales cabe materia más amplia, exornación más pulida, y compromisos más serios, sino meramente una expresión de gratitud, en que las palabras deben ser sencillas, el tiempo de que se disponga modesto y los sentimientos candorosos. Esta gratitud es la que me empeña, por una parte, con la Academia de Ciencias Sociales y Bellas Letras, que se ha dignado con tal generosidad colmarme de favores; y por otra, con la Real Academia Española, que tanto me ha distinguido, por haberme incorporado a su seno. Dos cosas he notado: la una, que en esta ofrenda solemne que acabamos de hacer a los estudios, todos los dones han sido ricos, menos el mío; sólo que es puro y el único tesoro de mi casa: no tengo más; la otra, que en los magníficos discursos que acaban de pronunciarse, he oído a mi favor muchos e inmerecidos elogios, que yo quiero considerar como esos ramilletes de flores que algunas veces se dan por obsequio o porque hay de sobra en los jardines. A mí no me queda otra cosa que tejer con esas flores guirnaldas, para colgarlas en los muros de éste que yo quisiera llamar templo del saber, a fin de que mañana, cuando venga la posteridad, pueda decir con justicia, que si no hubo quien las mereciese, sí hubo quien las prodigase, por generoso culto del espíritu. Y ya al descender de esta tribuna, he de expresar un voto que me sale de lo hondo del pecho: que las ciencias y las letras se difundan tanto en mi país, que formen como una atmósfera social; que mis conciudadanos respiren por todas partes el aire de la civilización; y que sobrevenga por fin el reinado de paz, dicha y gloria a que está llamando, por índole y por suerte, un pueblo tan espiritual como Venezuela.
Cecilio Acosta
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