Perspectivas

Las humanidades contra la tentación totalitaria

25/07/2018
“La cultura es la suma de arte, amor y de pensamiento, que, en el curso de los siglos, han permitido al hombre ser menos esclavizado”
André Malraux.

Charles Dickens, en su novela Tiempos difíciles, creó el vívido retrato de un personaje, Thomas Gradgrind, un terco utilitarista, para quien la educación era asunto de enseñar hechos y aplicar habilidades aritméticas a todos los problemas. Para Gradgrind, la imaginación, así como las artes y las humanidades eran lujosas irrelevancias. Dickens parecía dar carne literaria a un desafortunado pensamiento de Hume:

“¿Contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad y el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de cuestiones de hecho o existencia? No. Tírese entonces (ese libro) a las llamas, pues no puede contener más que sofistería e ilusión”. (Investigación sobre el conocimiento humano, 1748, p.192).

Ante esas expresiones teóricas de intolerancia contra la sensibilidad y la imaginación, suenan como música las frases de Einstein: “La imaginación es más importante que el conocimiento” o “La experiencia más hermosa que podemos tener es el misterio. Es la emoción fundamental que está en la cuna del verdadero arte y la verdadera ciencia”.

Las humanidades y las ciencias son dos formas necesarias e inseparables del espíritu humano.  Cada una tiene una función diferente y, a la vez, complementaria. Las ciencias nos hacen ampliar nuestros horizontes respecto a la naturaleza, de forma de poder descubrir sus maravillas, mientras que las humanidades limpian las puertas de nuestra percepción, como diría Blake, para aprehender lo más propio del ser humano: los valores del bien y la belleza.

El propósito de las humanidades es ayudar a comprender el proceso de la vida en su totalidad. La meta es trascender lo dado y  la utilidad material, para ir en busca del valor de la vida. A pesar de su importancia para la constitución del ser humano, las humanidades han tenido feroces enemigos en la historia de la filosofía.

El mecanicismo cartesiano

La conspiración contra los valores humanos se puede remontar, en la época moderna, a Descartes. Este gran filósofo racionalista descalifica a las humanidades y proclama que solo es valioso el conocimiento que muestre certeza matemática. Las humanidades no poseen dicha certeza. Este primer momento, cartesiano, es de segregación.

Luego, en el siglo XIX, se radicalizó la conspiración con el positivismo de Augusto Comte. Según el positivismo, solo hay conocimiento de los hechos empíricos y sus leyes. Los valores son subjetivos, relativos y arbitrarios. A las humanidades se les permitirá existir en tanto se conviertan en conocimiento positivo, es decir, que se nieguen a sí mismas y se transformen en ciencias humanas. Este segundo momento, cientificista, lo podríamos llamar de conversión forzada.

La tercera etapa está protagonizada por el posmodernismo de estas últimas décadas, el cual ha rechazado la racionalidad científica, pero ha seguido identificando a las humanidades con las ciencias humanas. Del camino fáctico de las ciencias humanas ha extraído el relativismo cultural, del cual ha destilado el escepticismo. En otras palabras, el posmodernismo acepta el hecho del relativismo cultural basado en el dogma según el cual no es posible captar los valores. Este tercer momento es de trivialización.

La alienación contras las humanidades

Para comprender el éxito del posmodernismo, es necesario arrojar luz sobre los actuales conflictos en la psicología social. En su encantador ensayo La torre y el abismo (1957), Eric Kahler nos describe la escisión que caracteriza la mente contemporánea. Tal escisión tiene un aspecto externo y un aspecto interno. El aspecto exterior toma la forma de colectivización, la cual se expresa en racionalización y mercantilización. Estas formas se dan en sentido eminente en la cultura capitalista, especialmente la mercantilización. Se puede hablar aquí de un primer nivel de alienación.

La mentalidad capitalista vulgar piensa, fascinada por los adelantos tecnológicos y empujada por la búsqueda de efectividad, que el estudio de las humanidades es tiempo perdido y un esfuerzo inútil. Para este capitalismo y sus epígonos, las humanidades no son una mercancía valiosa.

Para evitar este primer nivel de alienación, se puede tomar un camino equivocado que nos conduce a empeorar la situación. Es como la sardina que, para escapar de la sartén, cae en la brasa. Se trata de la escisión interior, el segundo nivel de alienación, y, por tanto de profundización en la locura: el totalitarismo, es decir, el fascismo o el comunismo. Bajo las condiciones del totalitarismo, la persona deja de existir para convertirse en parte anónima de la masa, trayendo como consecuencia la pérdida del sentido de la vida, así como la frustración existencial.

Según Hannah Arendt, el totalitarismo es un fenómeno antipolítico caracterizado por el adoctrinamiento ideológico y controlado por el terror que destruye tanto el dominio público como las identidades privadas. La coerción totalitaria manipula la educación para sustituir las auténticas humanidades por propaganda política, lo que significa obediencia ciega al poder dictatorial. Para los totalitarismos, las humanidades son un obstáculo a la dominación total del individuo, quien no solo debe obedecer, sino que, además, debe amar la obediencia.

La tecnocracia totalitaria

¿Cuáles son las condiciones intelectuales que han provocado el advenimiento del totalitarismo? En el ensayo Dos conceptos de libertad (1958), Isaiah Berlin nos advierte que el bien unívocamente considerado da lugar a la falsa idea de que está resuelto el problema de los principios de la acción. Por tanto, solo hay que ocuparse de los medios. Se puede caer en dicha tentación de dos maneras: la primera es el caso de las utopías, a las cuales se caracterizan como tecnocráticas, pues si el bien es unívoco, no hay problema con el fin, y su realización solo es asunto técnico.

La segunda es la indiferencia política de los intelectuales. La aspiración de los intelectuales es que el bien sea unívoco, y al no encontrarlo, descuidan tal investigación, lo que provoca desinterés por lo político. Esta indiferencia trae como consecuencia el sueño de la razón que produce monstruos: el surgimiento de los fanatismos contra las libertades.

Berlin pasa a explicar qué se necesita para que el intelectual sea responsable. Primero, en acuerdo con Heine, hay que tomar conciencia del poder de las ideas en la sociedad. En segundo lugar, de acuerdo con Cole, hay que considerar a la política como una extensión de la moral. En tercer lugar, y como una combinación de los aspectos anteriores, hay que tomar conciencia de que las ideas hacen inteligibles los procesos políticos. No es que los determinen de forma absoluta, como sugiere el idealismo hegeliano, pero sí lo condicionan desde el punto de vista de la intencionalidad.

Aunque Berlin no habla explícitamente de las humanidades, ellas son las que pueden formar a la persona como ciudadano democrático. Esto supone aprender a dialogar civilizadamente para llegar a acuerdos sobre el bien común, pues no hay un fin que esté dado de antemano. De esta forma, podríamos evitar las utopías tecnocráticas. También las humanidades pueden enseñar a los intelectuales su responsabilidad con la democracia, y evitar la indiferencia política o, peor aún, las pasiones políticas.

En defensa de las humanidades

Hay dos formas de defender a las humanidades. Una es la estrategia que sigue David Roochnik, quien reafirma la aparente inutilidad de las humanidades. Ellas no sirven para lograr cosas diferentes de sí mismas. Su función es hacernos más humanos, no más ricos ni más poderosos.

«Sin embargo, las humanidades no son inútiles. Precisamente en el ser y en la celebración de su propia falta de instrumentalidad, al proclamar desafiantemente su propia naturaleza auto-télica, sirven a un propósito: exponer un paradigma a una comunidad que está ocupada por preocupaciones más ‘prácticas’. Hacerlo apenas conduce a beneficios inmediatos o específicos. Leer Shakespeare no resolverá el calentamiento global. Pero sin las humanidades, sin la búsqueda de lo que Aristóteles llamó conocimiento teórico, la ciudad estaría compuesta sólo por ciudadanos que están constantemente en busca de bienes cuyo logro sólo lleva a la búsqueda de más de lo mismo”. (“The Useful Uselessness of the Humanities”, 2008).

La otra forma es la que desarrolla Martha Nussbaum (Sin fines de lucro, 2010). Según esta autora, las humanidades son útiles para la consolidación de las libertades y la democracia. Una sociedad saludablemente democrática exige mentes independientes y creativas que poseen el carácter y la confianza para resistir la autoridad arbitraria y los abusos jerárquicos. Con el propósito de producir tales personas, necesitamos una educación que promueva el diálogo activo y desarrolle el método socrático de hacer preguntas que develen dogmas y prejuicios.

Ambas estrategias son igualmente válidas. La primera acentúa el papel de las humanidades en la vida individual. La segunda destaca el aspecto social: robustece la conciencia política. En todo caso, ambas coinciden en que la visión humanista nos enseña a disfrutar integralmente de la vida, la cual no es dominio sobre las personas y las cosas, sino armoniosa convivencia consigo mismo y con nuestros semejantes, atentos a resistir a la tentación totalitaria.

 


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