Perspectivas

Las dos Bolivias: tensiones regionalistas, étnicas y religiosas

Fotografía de Ronaldo Schemidt | AFP

01/01/2020

“Si quieren paro, no hay problema, lo vamos a acompañar con cerco en las ciudades”, decía a finales de octubre el expresidente boliviano Evo Morales, aludiendo a un bloqueo de campesinos que impidiese la entrada de alimentos y personas a los centros urbanos. “A ver si aguantan”. La convocatoria del mandatario demostraba las tensiones políticas, regionalistas, étnicas y religiosas que, tras su renuncia, han resurgido de las entrañas Bolivia.

Bolivia es un estado fracturado que, al igual que Perú, está definido por la existencia de dos ‘naciones’ dentro de sus bordes. Por un lado, las tierras altas y el Altiplano, en el oeste. Andino, “colla” y pobre. Por el otro, la Media Luna, en el oriente. Llanero, “camba” y rico.

El oeste coincide con los departamentos de Cochabamba, Potosí, Oruro y la Paz y su población es de mayoría indígena (grupo que llega a componer el 37% de la población nacional). Pertenecientes principalmente a las etnias aymara y quechua, superando el millón de hablantes de la lengua aymara, la población indígena llega a rozar el 70% de la población en el Potosí. Aunque la región cuenta con el peso del poder político y financiero de La Paz, este es considerablemente menor al poder económico de la llamada Media Luna.

Poseedor de yacimientos de hidrocarburos –sobre todo de gas– e industrias agrícolas y ganaderas, la Media Luna ha protagonizado un rol crucial en la política interna de Bolivia: fue el bastión de oposición al gobierno de Morales y es cuna de importantes movimientos autonomistas y secesionistas. Coincidiendo con los departamentos de Tarija, Beni, Pando y Santa Cruz, la Media Luna representa la mitad del PIB boliviano y su PIB per cápita está por encima al resto del territorio: de hecho, su Índice de Desarrollo Humano es superior (entre 0.703 y 0.758 por provincia) al de Bolivia como nación (0.639). A diferencia del Altiplano, la población de la Media Luna es mestiza y blanca (y su componente indígena es guaraní) –además de una importante sección alemana menonita– y habla con un dialecto característico definido por el voseo.

Resultado de la tensión de las dos “naciones”, las visiones racistas y regionalistas se han incrementado en Bolivia. En 2004, una Miss Bolivia, Gabriela Oviedo –nativa de Santa Cruz, el corazón de la Media Luna– dijo que “desafortunadamente, la gente que no sabe mucho sobre Bolivia, piensa que todos somos indios del lado oeste del país; es La Paz la que refleja esa imagen, esa gente pobre y gente baja y gente india… Yo soy del otro lado del país, del lado este, que no es frío, es muy caliente; nosotros somos altos y somos gente blanca, sabemos inglés, así que este concepto erróneo de que Bolivia es solo un país andino está equivocado”.

De igual manera, el grupo autonomista oriental, Movimiento Nación Camba de Liberación, dice en su página web que se conoce a Bolivia como “una especie de Tíbet sudamericano constituido por las etnias aymara-quechua, atrasado y miserable, donde prevalece la cultura del conflicto, comunalista, pre-republicana, iliberal, sindicalista y conservadora”, definiendo a la Media Luna como una “colonia interna”.

Con la caída de Morales, el conflicto se ha avivado entre diferentes grupos y regiones. los cocaleros del Trópico de Cochabamba –un bastión del MAS, el partido del expresidente– se han declarado en paro. Igualmente los ponchos rojos –un grupo aymara de simpatizantes de Morales– han bajado a La paz desde El Alto, ciudad andina cercana a la capital, para atacar comercios, quemar autobuses municipales, tomar unidades policiales e incendiar casas de opositores a Morales, al grito de “¡Ahora sí, guerra civil!”.

Aunque el conflicto boliviano no se rige por líneas estrictamente étnicas o regionalistas (mucho menos de clase) –como demuestra el paro cívico en la ciudad andina del Potosí, más duradero que el organizado en el corazón opositor de Santa Cruz, encabezado por el líder indígena Marco Pumari– la presidencia de Morales, al igual que su colapso, ha estado enmarcada en el resurgimiento de la identidad indígena y la lucha oriental por la autonomía.

La idea del separatismo cruceño ha estado presente casi a lo largo del siglo XX, como han demostrado los historiadores Hernán Pruden y Stephen Cote. En 2008, durante los primeros años de su presidencia, Morales enfrentó levantamientos autonomistas y secesionistas de la Media Luna, que deseaban tener mayor control sobre sus recursos económicos ante las reformas del gobierno, y llevó a cabo un referéndum autonómico (con la gran mayoría votando a favor de la autonomía), el cual fue considerado ilegal por Morales, pero apoyado por la OEA. Posteriormente, el gobierno de Morales procedió a negociar con las élites cruceñas que “perdieron la batalla política, pero ganaron la batalla económica que consistió en el perdonazo, por parte del gobierno, de los desmontes ilegales que emprendieron hacendados y madereros entre 1996 y 2011, la legalización de los transgénicos, y la ampliación de la frontera agrícola”, según la historiadora boliviana Maria Carmen Soliz Urrutia, de la Universidad de Carolina del Norte en Charlotte.

Simultáneamente, una vez superada la crisis, el gobierno de Morales fomentó la migración campesina de origen indígena quechua y aymara del Altiplano hacia la Media Luna. Según Soliz, esta medida ha hecho que sea “mucho más difícil construir un proyecto político secesionista sin negociar con esta numerosa población indígena/campesina/migrante y con sus fortalecidos sindicatos”.

En 2009 –con una nueva Constitución aprobada– Morales cambió su actitud y apoyó múltiples referendos de autonomía como parte de su nuevo concepto de “Estado Pluricultural”, pues potenciar las autonomías indígenas contrarrestaría las demandas autonómicas departamentales. Así, descentralizando el Estado, se le concedió diferentes niveles de autonomía política y económica a los departamentos, regiones subdepartamentales autodefinidas, municipalidades y comunidades indígenas. De todos modos, según Soliz, el gobierno de Morales fue “profundamente centralista” y mantuvo el control de los recursos estratégicos naturales e hidrocarburíferos.

Con el Estado Pluricultural también vino la aprobación de la whipala, la bandera cuadricular y de siete colores de los indígenas aymara, y posteriormente de las 36 comunidades indígenas reconocidas por la Constitución del 2009, como símbolo nacional junto a la bandera tradicional tricolor de Bolivia adoptada en 1851.

La guerra de las banderas

En un contexto de protestas y violencia plagadas de consignas racistas, desde “indio de mierda” hasta “culito blanco” y “khara” (un término quechua usado de manera despectiva contra la gente blanca), las banderas nacionales y regionales de Bolivia han tomado un rol protagónico en el conflicto.

Nos han hecho creer que hay dos Bolivias y nosotros siempre hemos pensado que Bolivia es una sola”, dijo Miguel Mercado, el comandante de la policía de Santa Cruz, en cuanto a su decisión de retirar la whipala de su uniforme, “Que el rojo, el amarillo y el verde es el que nos tiene que cobijar a todos”. Simultáneamente, circularon videos de oficiales de la policía cortando los parches de la whipala de sus uniformes, mientras varios manifestantes radicalizados quemaban la whipala en las calles y la retiraban del Palacio de Gobierno tras la renuncia de Morales.

El líder opositor boliviano Carlos Mesa, del partido de centroizquierda Frente Revolucionario de Izquierda, condenó la quema de la whipala, pidió a los autores de las acciones disculparse, y culpó a Morales de promover el racismo. Igualmente, el activista Luis Fernando Camacho (uno de los protagonistas de las protestas contra Morales) del partido conservador y nacionalista Movimiento Nacionalista Revolucionario, pidió respeto y tolerancia para “quienes se sienten representados con la bandera de los pueblos indígenas” así como se respeta “la bandera de los bolivianos.” La policía boliviana se disculpó públicamente por los hechos y guardó un minuto de silencio por los actos.

Por su parte, los ponchos rojos de El Alto manifestaron contra la policía al grito de “la whipala se respeta, carajo”, forzando a módulos policiales e instituciones a poner whipalas para evitar ser apedreados o incendiados. También, los grupos alteños recurrieron a quemar la bandera verdiblanca de Santa Cruz.

El retorno de la Biblia al Palacio de Gobierno 

Aunque la mayoría de la población boliviana se autodenomina cristiana (76,8% adherentes de la Iglesia Católica, 7,1% pertenecientes a la minoría pentecostal y 1% asociados a otras variables protestantes), muchos sectores andinos sincretizan creencias indígenas tradicionales con el catolicismo. Así, la Pachamama (diosa andina de la ‘Madre Tierra’) se identifica con la Virgen de Copacabana en La Paz, la Virgen de Urkupiña en Cochabamba y la Virgen del Socavón en Oruro, mientras que El Tío (una deidad minera en Cerro Rico) se asocia con el diablo, sacrificándole llamas y haciéndole ofrendas para evitar su venganza contra los mineros. Por su parte, el catolicismo tradicional tiene su asiento en la Media Luna, particularmente en las ciudades de Trinidad (de donde es oriunda la presidenta interina, Jeanine Añez) y Santa Cruz (la ciudad de Fernando Camacho). En este contexto, la Biblia ha resultado ser foco de controversia en la crisis boliviana.

El debate boliviano en torno a pensarse como una nación multicultural, abierta a diversas tradiciones religiosas, se inició a principios de la década de 1990, en gran parte promovido por la Iglesia Católica y los medios de comunicación y ONG afines a esta. Hasta 2009, cuando la nueva Constitución transformó a Bolivia en un Estado laico. La Constitución boliviana indicaba que “el Estado reconoce y sostiene la religión católica, apostólica y romana” aunque reconociese “el ejercicio público de todo otro culto”. De igual forma, en 2006, se abandonó la tradición presidencial de jurar ante la Biblia al inicio de un nuevo mandato presidencial, cuando Morales se juramentó en un ritual indígena. Similarmente, en 2016, agradeció a la Pachamama y al Tata Inti (padre Sol) por sus diez años de gobierno.

Pero tras la renuncia de Morales, el grito “la Biblia ha vuelto al Palacio” se ha popularizado desde que el líder opositor Luis Fernando Camacho entró al Palacio de Gobierno con una Biblia, una bandera boliviana y una carta de renuncia, y afirmó que “no tumbamos un gobierno, liberamos a un pueblo en fe”. Uno de sus seguidores gritaba a los medios que: “Ha vuelto a entrar la Biblia al palacio. Nunca más volverá la Pachamama”.

De igual forma, Jeanine Añez acudió posteriormente al Palacio de Gobierno con una Biblia en mano al grito de “la Biblia ha vuelto al Palacio” mientras simpatizantes daban “glorias a Dios” y seguidores de Morales la pitaban. La presidenta interina ha sido criticada por dos supuestos tweets de antiguos anti-indigenistas, esparcidos por medios como Telesur, aunque solo uno ha podido ser confirmado como cierto: “que año nuevo aymara ni lucero del alba!! satánicos, a Dios nadie lo reemplaza!!” (sic.)

Para Fernando Cajías, catedrático e historiador boliviano, el incidente de la Biblia en el Palacio es normal en un país al que considera tremendamente religioso y místico, y donde predomina el providencialismo: la creencia de que toda actividad es controlada por Dios o las divinidades. De todos modos, el apoyo a movimientos ultracatólicos y evangélicos ha tomado fuerza en Bolivia (al igual que en toda América Latina, como lo demuestran tanto los partidos pentecostales y el apoyo evangélico a Jair Bolsonaro, Nicolás Maduro y AMLO, como también la guerra católica contra la “ideología de género” en Colombia) en los últimos meses. A pesar de su súbita irrupción en la escena política, Chi Hyun Chung, pastor presbiteriano del Partido Demócrata Cristiano, logró obtener el 9% de los votos en las elecciones presidenciales con un discurso homofóbico y conservador. Del mismo modo, el grupo cristiano de derecha Unión Juvenil Cruceñista –una suerte de grupo paramilitar– ha crecido en protagonismo en Santa Cruz.

El repliegue de los sectores católicos y cristianos moderados a las filas políticamente conservadoras se puede adjudicar a las reformas progresistas del gobierno de Morales, pues Bolivia “tiene una larga tradición política progresista de izquierda en las ciudades, en las minas y en los campos”, afirma Soliz, “pero combinada con una tradición social conservadora, machista y patriarcal.” Entre las reformas progresistas figuran la aprobación de una norma que amplió las causales legales del aborto (aunque no se aprobó el aborto), la legalización del cambio de cédula para personas transexuales y la designación de Manuel Canelas –un intelectual abiertamente homosexual– como Ministro de Informaciones. Así, un componente social homofóbico y antiaborto presente en la sociedad boliviana se unió a sectores reaccionarios o racistas.

La aparición de un nuevo conservadurismo cristiano en Bolivia ha coincidido a su vez con la mengua de la autoidentificación indígena: entre 2001 y 2012, la autoidentificación indígena en el censo boliviano pasó de 62% a 41%. Mientras que el tope de la autoidentificación indígena se dio bajo el gobierno neoliberal de Tuto Quiroga, mientras que el descenso coincidió con la presidencia de Evo Morales. De acuerdo a Soliz, muchos analistas leyeron este momento como una muestra del desencanto ante Morales, que se empezaba a sentir en la población debido a los notorios casos de corrupción, las políticas de corto plazo que achicaron la desigualdad pero no resolvieron demandas de desempleo y de salud de largo alcance y la arbitrariedad de gastos públicos ostentosos.

La complejidad de lo indígena: Bolivia multicolor

A principios de diciembre de 2019, una “orden de servicio” (fechada del 26 de noviembre) en la que Marcelo Arias de la Vega, el director del Ceremonial de la Cancillería, pedía al personal masculino vestir con “traje oscuro y corbata”, y al femenino con “traje entero, falda o pantalón”, fue publicada por medios afines a Morales. Según estos, la orden era una forma implícita de restringir los atuendos típicos indígenas. Por su parte, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Bolivia comunicó que no había restricción alguna a los trajes indígenas en la Cancillería, que la orden había sido “emitida unilateralmente” y que prevalecía la Ley de Servicio Exterior que reconoce “las prácticas de los pueblos y naciones indígenas”.

De todos modos, Morales aprovechó la controversia para advertir de un supuesto intento para “restaurar el Estado colonial” y prohibir los ponchos, el aguayo, las polleras y el tipoy. Así, con instancias como esta, Morales ha buscado vigorizar la visión homogénea que se tiene en el exterior del componente indígena y campesino boliviano como un grupo adepto y beneficiado por sus políticas, borrando la complejidad y diversidad de estos grupos.

Aunque ciertos grupos indígenas y campesinos ganaron derechos económicos y espacios políticos bajo la administración de Morales, otros retrocedieron en la consolidación de sus demandas. Entre los ganadores figuran los colonizadores (nombre boliviano para los migrantes de tierras altas a tierras bajas), los productores de hoja de coca del Chapare (en Cochabamba) y las federaciones campesinas de las tierras altas organizadas bajo la Confederación de Sindicatos Campesinos de Bolivia. Por el otro lado, perdieron los indígenas de la Media Luna organizados bajo la Confederación de Indígenas del Oriente de Bolivia y los cocaleros de los Yungas, al noreste de La Paz.

Así, el gobierno de Morales frenó la distribución de tierras a indígenas de oriente (iniciada en 1996 por la Ley Inra, que había consolidado 8 millones de hectáreas como territorios indígenas) por poner en riesgo el acceso a tierra de parte de los ‘colonizadores’. Incluso, las bases del MAS se refirieron a los indígenas de oriente como los “nuevos latifundistas” en una reunión de ese partido en el Chapare, en 2011. De igual forma, Morales protegió los intereses de los productores de coca de Chapare y mermó los de los cocaleros de los Yungas.

“Vamos a ver el retroceso de ciertas agendas indígenas pero el posible fortalecimiento de otras agendas indígenas y campesinas”, dice Soliz sobre el escenario pos-Morales, “Por el peso demográfico y la influencia política que tienen los sectores indígenas y campesinos en el país, es muy difícil en el presente lograr gobernabilidad si no hay algún tipo de alianza con alguno de estos sectores”. Por ende, “incluso estos grupos o partidos de derecha van a tener que hacer alianzas con los grupos indígenas para tener algún grado de legitimidad.”

Para la historiadora, “es muy difícil defender la narrativa política de Evo Morales de que la oposición a Evo es una oposición de una élite blanca, criolla y racista, contra una mayoría indígena, progresista de izquierda, que es el retrato de la situación actual que exitosamente ha consolidado Evo Morales en los medios internacionales” aunque “no podemos perder de vista que la derecha en Bolivia ha tomado ventaja de la crisis política actual, y que el descontento social boliviano que tiene múltiples vertientes ha favorecido la emergencia de un gobierno de derecha como el de Jeanine Añez.”


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