Las ciudades literarias

14/01/2023

París. Foto cortesía del autor.

Lo primero que tendríamos que hacer es ponernos de acuerdo con lo que entendemos por “ciudad literaria”. Si buscamos en las redes nos enteramos de que la UNESCO creó en 2004 un premio llamado “Ciudad de la literatura” y hasta el presente lo ha entregado a una veintena de ciudades. La lista es variopinta y los méritos discutibles. Aparecen, cómo no, ciudades como Edimburgo, Dublín, Cracovia, Heidelberg, Granada, Barcelona, Praga, Montevideo o Bagdad; pero también otras como Melbourne, Reikiavik, Iowa City, Ulianovsk (queda en Rusia) o Dunedin (Nueva Zelanda). Cuando tratamos de enterarnos de las razones nos encontramos con que en Melbourne hay muchas librerías y en Reikiavik se edita la mayor cantidad de libros per cápita del mundo, en Iowa City se creó el primer máster de escritura creativa, en Ulianovsk nació Lenin y en Dunedin viven muchos escritores.

No es desde luego la definición que buscamos. Hay otra forma de entender la ciudad literaria y es en base a la cantidad de literatura que produce o ha producido, los escritores que la han habitado y la han hecho suya —ya sabemos que un escritor tiene muchas maneras de hacer suya una ciudad.

En ese sentido, sin duda no hay otra ciudad literaria como París. Desde los grandes salones de la Ilustración hasta la poesía “maldita” de finales del XIX y las vanguardias de comienzos del XX, París ha sido el gran centro de las artes y la literatura occidental, quizás mundial, al punto de que la relación entre la ciudad y la literatura se ha convertido casi en un cliché. Al punto, también en nuestro caso, de que podría hablarse de una literatura latinoamericana “hecha en París”. En su libro París, capital de Latinoamérica (Madrid, 2019), el historiador Jens Streckert hace un balance de la actividad de los artistas e intelectuales latinoamericanos en la ciudad donde precisamente nació el concepto de América Latina. Arturo Uslar Pietri escribió Las lanzas coloradas en París y allí vivió Mariano Picón Salas cuando fue embajador ante la UNESCO, pero también Rufino Blanco Fombona, César Vallejo, Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Alejo Carpentier, Cortázar, García Márquez y muchos otros. Asimismo Borges frecuentó la ciudad entre 1977 y 1984.

En este sentido, quién duda de que Edimburgo, ligada a los nombres de Scott o Stevenson; Dublín, al de Joyce pero también a Wilde, Swift, Stoker, Yeats, Beckett o Shaw; Heidelberg, unida a la obra de Goethe y Hölderlin, y Praga a la de Kafka, son ciudades literarias. Entre los nuestros, es imposible separar los nombres de Granada del de García Lorca, a Buenos Aires del de Borges y Sábato, o a México de Octavio Paz. Pero tampoco nos referimos a ese concepto. Con “ciudades literarias” nos referimos más bien a ciudades que han pasado a formar parte de la literatura, ciudades que han sido escritas y descritas, que son paisaje y entorno de novelas y poemas conocidos por todos, ciudades que, teniendo una existencia real y autónoma, han pasado a tener una segunda existencia en y desde la literatura. Quedan obviamente fuera de esta lista las ciudades imaginarias de la isla de Utopía, Comala de Pedro Páramo o la Tierra Media de El Señor de los anillos, y más aún los increíbles lugares de que hablan Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino. Las ciudades literarias tienen, pues, una existencia a caballo entre la realidad y la ficción, una mezcla inquietante y seductora a la vez. Sus calles y plazas existen, pero sirven de entorno a sucesos que nunca ocurrieron.

Construyendo la ciudad literaria

De ellas, la primera ciudad literaria, no de la literatura griega sino de toda nuestra literatura, sería Troya, tal y como aparece descrita en la Ilíada. En el poema de Homero se describen algunos lugares de esta ciudad con vívido detalle, como las murallas desde donde la bella Helena observaba, apretándose las manos y con los ojos húmedos, cómo griegos y troyanos se mataban por ella, o las célebres Puertas Esceas, que atravesaban los soldados cuando iban al combate en la explanada. Las descripciones homéricas de estos lugares fueron hechas con tan minucioso detalle que sirvieron como guía a Heinrich Schliemann para que a finales del siglo XIX pudiera ubicar las ruinas de la ciudad. Hoy los arqueólogos muestran convencidos lo poquísimo que queda de Troya VI, unas piedras chamuscadas que según la prueba del carbono 14 debieron quemarse hacia el 1.400 a.C., cuando ciertamente una coalición griega tomó la rica ciudad de Ilión; pero ¿cuánto conservan esas piedras de aquella historia de amor y guerras narrada por Homero?

Después el teatro ateniense, con su capacidad de transportar a los espectadores, convertirá a algunas ciudades griegas en escenario para sus historias. Las desgracias de Edipo y de Antígona ocurren en Tebas y la muerte de Agamenón en Argos, tal y como la cuenta la tragedia de Esquilo. Edipo morirá en Colono, un demo cercano a Atenas, Medea comete su espantoso crimen en Corinto y Fedra muere de amor en Trecén, en el Peloponeso y frente al mar. No solo ciudades griegas: los Persas, la primera tragedia conservada, transcurre en el palacio de Susa, la capital de Persia. 

Pero será más bien la comedia aristofánica la que convierta a Atenas en lugar usual de sus historias. Y aunque la acción de las Ranas transcurre en el infierno, será Atenas la verdadera protagonista de las comedias de Aristófanes: en Asambleístas, un grupo de mujeres capitaneadas por Praxágora toman la asamblea y dan un golpe de Estado; en las Nubes, Sócrates es un charlatán y un embaucador que corrompe a los jóvenes que van a su academia, una nube que flota sobre la ciudad; en Lisístrata las mujeres deciden iniciar una huelga sexual para forzar a los hombres a parar la guerra; en Acarnienses, Diceópolis, un campesino de Acarnas, demo cercano a Atenas, decide pactar su propia tregua privada con los espartanos. La obra por cierto comienza con la asamblea reunida y deliberando. Todas estas situaciones tienen como marco la ciudad de Atenas.

Sin embargo, será en los diálogos platónicos donde Atenas se consolide como entorno de acciones ficticias, en tanto que ciudad literaria. En un ya clásico estudio, Leer a Platón (Milán, 1977), el filósofo húngaro Thomas Szlezák cuenta como una de las características del diálogo platónico que “la conversación se desarrolla en un espacio y tiempo determinados”. En realidad, se trata de un aspecto principal de la técnica dramática de Platón. El diálogo está enmarcado en un aquí y un ahora, en un entorno identificable y creíble para dar la sensación de veracidad. Así, la detallada descripción del ambiente se convierte, como después dirá Aristóteles, en un recurso de la verosimilitud. 

Al comienzo de la República, Sócrates cuenta que había bajado “ayer a el Pireo”, con el propósito de “orar a la diosa y con ganas de ver cómo hacían la fiesta” (Rep. 327 a). Según los comentadores, se trata de las Bendidias, la fiesta en honor a la diosa tracia Bendis, que los griegos identificaban con Artemisa, y que se celebraba en El Pireo el día 19 del mes de targelión (más o menos en mayo). La narración comienza precisamente cuando Sócrates y sus amigos se disponen a “volver a la ciudad” después de haber presenciado la fiesta. También Apolodoro, el narrador del Banquete, comienza contando que “ayer venía subiendo a la ciudad desde mi casa de Falero” (Symp. 272 a). Se trata de un demo al este de El Pireo, uno de los tres puertos de Atenas. Asimismo, al comienzo del Fedro, Sócrates se encuentra con Fedro que viene de casa de Mórico, donde estaba reunido con Lisias y Acúmeno. El muchacho tiene la intención de caminar un rato fuera de las murallas (Phaed. 227 a ss.). Al parecer la “casa de Mórico” quedaba cerca del templo de Zeus, cuyas ruinas se conservan hoy en el extremo este de la vieja ciudad. Por su parte, Lisias y Acúmeno eran personajes históricos conocidos por los atenienses. Fedro se dispone a dar un paseo por los arrabales cercanos, junto a la fresca corriente del Iliso, en un paraje que los arqueólogos han identificado junto a la avenida Vassilios Konstantinos. Platón incluye elementos de la cotidianidad de los atenienses: personajes reales, referentes urbanos, el calor de aquella mañana veraniega. Va tejiendo una red de señales geoespaciales donde insertar su narración. Va delimitando –condición de la existencia material- la ciudad (Falero y El Pireo al oeste, las murallas y el templo de Zeus al este), que se convierte en teatro de sus ficciones ¿Tuvo realmente lugar el hermoso diálogo entre Sócrates y Fedro que se narra a continuación? A quién le importa.

Los modernos y nosotros

La técnica será imitada después en Roma, cuando Cicerón trate de dar verosimilitud a sus diálogos filosóficos, o cuando un poeta como Ovidio busque ambientar sus amores en los espacios de una Roma licenciosa. Al comienzo del Arte de amar, el poeta nos explica dónde y cuándo encontrar amantes, trazando así una cartografía erótica:

El mismo foro, ¿quién podría creerlo?

es propicio para el amor, y a menudo ha surgido

pasión en medio del bullicioso y estridente Foro,

al pie del templo de mármol consagrado a Venus (Ars Am. I 5).

Entre los modernos la construcción literaria de ciudades existentes es un recurso popular no solo para los que cultivan la novela histórica. La misma París de Victor Hugo y la Barcelona del Quijote son ejemplo. Pero, ¿qué tiene en común la Barcelona de Cervantes con la de George Orwell o la de Carlos Luís Zafón? ¿Cuál es más ficticia y cuál más verdadera, la Granada de los poemas de Lorca, la de las leyendas de Irving o la del Manuscrito carmesí de Gala? Lo mismo diremos de Madrid, recreada por los escritores del Siglo de Oro, pero también por los relatos  costumbristas de Mariano José de Larra y las novelas de Camilo José Cela. No interesa en el país de la literatura.

Entre los nuestros, la ciudad literaria por excelencia es, cómo negarlo, Caracas. En principio diremos que de la misma manera tímida y un poco a tientas de Homero y los preplatónicos, habría que buscar los primeros bosquejos para la configuración de Caracas como cuidad literaria en las más tempranas poesías de Andrés Bello, si queremos dar esta lectura a poemas como Oda al Anauco o A un samán. Allí hay ya unas primeras alusiones el entorno geográfico de la ciudad. Sin embargo, con la excepción de alguna novela como Ídolos rotos (1901), hay que decir también que el interés por la ciudad como espacio literario no surgirá en Venezuela sino más tarde, con el proceso de urbanización que sufre el país a partir de la segunda mitad del siglo XX. Son novelas que transitan un camino que va de la descomposición social y la lucha armada hasta propuestas abiertamente distópicas. Ya en Ídolos rotos se presenta a Caracas como escenario de destrucción y de barbarie. Pero también pienso en la ficcionalización del espacio urbano en la narrativa de Salvador Garmendia y en novelas como País portátil, de Adriano González León (1968), y más recientemente Latidos de Caracas (2007) de Gisela Kozak, Patria o muerte (2015) de Alberto Berrera Tyszka o The Night (2016) de Rodrigo Blanco Calderón, por solo nombrar unas pocas. En el caso de Maracaibo, no puedo dejar de pensar en Un vampiro en Maracaibo (2008) de Norberto José Olivar, cuyo original planteamiento no está exento de un toque de humor maracucho. Novelas que recogen y reelaboran una vieja tradición literaria, convirtiendo a nuestras ciudades en espacios para la ficción y la pesadilla.


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