Perspectivas

La venganza de Epicuro

22/02/2020

Epicuro. Detalle en “La escuela de Atenas” (1512), de Rafael Sanzio. Estancias Vaticanas, Roma

Suo cimitero da questa parte hanno
con Epicuro tutti suoi seguaci,
che l’anima col corpo morta fanno.

 Dante, Inferno X 13-15

En el libro décimo de sus Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, Diógenes Laercio cita un pequeño fragmento del libro tercero del Repertorio de Diocles de Magnesia, historiador de la filosofía que vivió tres siglos antes, en el que se refiere a la secta de los epicúreos de la siguiente manera: “llevaban una vida frugalísima y simplísima, y se contentaban con un poquito de vino, pero en general su bebida era el agua”. Sorprendente afirmación si se refiere a los seguidores de un filósofo señalado por haber enseñado que lo único que se debe buscar en la vida es el placer, cuyo nombre estuvo siempre asociado al hedonismo, la gula y el desenfreno. Sin embargo, la afirmación es rigurosamente cierta. A diferencia de algunos de sus antecesores como Platón o Aristóteles, Epicuro llevó una vida extremadamente austera, al borde mismo de la pobreza.

Los átomos y el placer

Hijo de un maestro de escuela de origen ateniense, Epicuro nació en la isla de Samos en el año 341 a.C., casi veinte después de la muerte de Aristóteles. Pronto se dedicó al estudio de la filosofía, aficionándose especialmente a las doctrinas de Demócrito de Abdera, quien enseñaba que el mundo y todo cuanto existe está compuesto de diminutas partículas llamadas “átomos” (en griego, “lo indivisible”). Pronto el joven Epicuro viajó por Mitilene de Lesbos y Lámpsaco, muy cerca de Troya, donde fundó pequeños círculos filosóficos. No fue sino hasta el 307 a.C., cuando ya tenía 34 años, que se estableció finalmente en Atenas. Allí compró una casa fuera de los muros y un pequeño terreno para plantar un huerto. De ahí que su escuela fuera conocida, errónea y malintencionadamente, como “el Jardín”. En el Jardín Epicuro enseñó el resto de su vida. Allí aceptaba, también a diferencia de Platón y Aristóteles, a mujeres y a esclavos de manera gratuita.

Epicuro fue un autor sumamente prolífico. Dice Diógenes Laercio que en eso aventajó a todos los demás filósofos. Escribió más de trescientos volúmenes, de los que el biógrafo solo cita los cuarenta y un títulos que le parecen más importantes. Sin embargo, Epicuro sabía que la mejor forma de predicar era con el ejemplo, cosa que apreciaban grandemente los atenienses. Enseñó, como su maestro Demócrito, que todo cuanto existe está compuesto de átomos, eternos, inmutables, indestructibles, diminutos, de todas las formas y colores, y que lo que no está compuesto de átomos simplemente no existe. Por ello la nada, el espacio, no existe. Sin embargo Epicuro llevó la teoría atómica de Demócrito hasta sus últimas consecuencias: los sentimientos, las sensaciones, los colores, los olores, los fenómenos naturales, todo son átomos. También el alma está compuesta de unos átomos ligeros y sutilísimos. La muerte, pues, no es más que la separación de los átomos que componen el alma y el cuerpo. Por eso el alma, según Epicuro, también es material y muere junto con el cuerpo. El alma es, pues, mortal.

Para Epicuro, la muerte y la vida, es decir, el devenir de las cosas, está marcado por el movimiento vertiginoso e incesante de los átomos, que se juntan y se separan según leyes que desconocemos. “La muerte no es nada para nosotros”, decía, “pues cuando ocurre ya no existimos, y por tanto no podemos sentirla”. A veces, los átomos se “desvían” de su trayectoria, lo que origina el azar y la libertad. Hay dos sensaciones principales que, causadas por los átomos, influyen en el comportamiento humano: el placer y el dolor. El hombre busca y debe buscar naturalmente el placer. Pero no cualquier tipo de placer, no el placer vulgarmente concebido, el “placer del vientre”, como solía decir, pues éste no es más que un falso placer. Se deben procurar los placeres del alma. En este sentido, Epicuro es el primero en desarrollar toda una teoría del placer, con implicaciones para la psicología y, cómo no, para la ética.

Una filosofía controversial

A estas alturas está claro que Epicuro ha enfilado sus baterías en contra del idealismo platónico. Nada existe fuera del mundo de los átomos, mucho menos unas ideas etéreas e inasibles. La justicia, por ejemplo, no existe por sí misma como idea abstracta, sino por el miedo que causa al injusto la posibilidad de ser descubierto y castigado. Y ese miedo está asociado al dolor. La belleza en sí tampoco existe, sino la sensación placentera que produce su contemplación. Por ello, para preservar el alma de cualquier tipo de dolor, Epicuro exhorta a sus seguidores a abstenerse de participar en política y a llevar en cambio una vida anónima y discreta. Láthê biôsas, “vive calladamente”, recomienda. El único vínculo válido entre los hombres, el que proporciona el verdadero placer, es la amistad, la philía. La filosofía se torna así una experiencia sencilla y cercana. Finalmente y en consecuencia, los dioses tampoco existen, y si existen no se ocupan de nosotros, pues, si se ocuparan, sufrirían, y si sufrieran dejarían de ser dioses. Todo se remite a una causa y a un efecto material. Todo obedece a una implacable geometría racional. Humanidad y rigor científico conviven paradójicamente en una síntesis imposible.

No habrá que explicar que la filosofía epicúrea, controversial donde las haya, tuvo desde sus inicios enconados detractores y enemigos. Los filósofos estoicos, que comenzaron a reunirse pocos años más tarde en el mercado de Atenas, enseñaban en cambio que la felicidad reside en la práctica de la virtud, y que por tanto el hombre sí debe participar en la política. Los estoicos sostuvieron, como antes Platón y muchísimo después Descartes, que las ideas sí tenían existencia independientemente de las personas y del pensamiento. Más tarde, el choque de los postulados epicúreos con los valores de la pía pero muy pragmática Roma fue frontal. Especialmente en lo tocante al placer y la virtud. En sus diálogos filosóficos, especialmente en el De finibus, Cicerón hizo mucho por construir la imagen del hedonista depravado, egoísta y amoral a la que desde entonces estuvo asociado Epicuro. Cicerón criticaba especialmente la doctrina del placer, pero también inventó una serie de calumnias acerca del tipo de vida que llevaban los discípulos en el Jardín. Habló de prácticas disipadas y licenciosas en medio de placeres inconfesables (graecus amor). Nada más falso. El llamado “Jardín” era simplemente un huerto donde se sembraban hortalizas para consumo del maestro y sus discípulos. La palabra kêpos, con la que Epicuro le llama, designa precisamente eso: un huerto. Así mismo la traduce Cicerón al latín: hortus. La palabra griega para designar un jardín es muy otra: parádeisos.

No es difícil comprender el que con el ascenso del cristianismo las doctrinas de Epicuro fueran perseguidas e invisibilizadas. No debe extrañarnos el que su vasto legado escrito prácticamente haya desaparecido, y que de tantos libros sólo se hayan conservado tres cartas y dos colecciones de apotegmas. En unos versos lapidarios, Dante no duda en reservar para Epicuro un lugar de su Infierno: “Su cementerio en esta parte tienen / con Epicuro todos sus secuaces, / que dicen que el alma junto al cuerpo muere”. Por su parte Rafael, en su Escuela de Atenas, lo presenta como un gordito coronado de vides y ensimismado en sus propias anotaciones, muy ajeno a la gran escena de los demás filósofos. No es casual el hecho de que La escuela de Atenas decora una de las estancias vaticanas.

Sin embargo no todo fueron ataques, y las doctrinas de Epicuro, en las que algunos supieron ver una formidable herramienta para que el hombre se libere del miedo y las supersticiones, también encontraron fervientes defensores. El impulso decisivo para su difusión en Roma lo dio sin duda la publicación, en el siglo I a.C., del poema de Tito Lucrecio, De rerum natura, un compendio en seis libros de todo el pensamiento epicúreo. Horacio por su parte, no sin humor en su Carta a Tibulo (Ep. I 4, 16) se confiesa orgulloso “un cerdo de la piara de Epicuro” (Epicuri de grege porcum). Tiempo después, en el siglo II d.C., un rico comerciante metido a filósofo de nombre Diógenes quiso regalar a su ciudad, Enoanda, la filosofía de Epicuro grabada en unas planchas de bronce que hizo adosar a los muros del mercado. Diógenes quería compartir con sus paisanos nada menos que el secreto de la vida feliz.

Epicuro y el pensamiento moderno

Para la modernidad, el materialismo de Epicuro y Lucrecio fue reivindicado paradójicamente por un sacerdote, Pierre Gassendi, quien publicó una biografía del filósofo (Vie et moeurs d’Épicure, Lyon, 1647) así como una exposición de su doctrina (Syntagma Philosophiae Epicuri, París, 1649). Gassendi, quien intentó conciliar el atomismo epicúreo con el pensamiento cristiano, tuvo estrecha relación con Hobbes, en cuyo Leviatán puede apreciarse la ascendencia epicúrea de su pensamiento político. Tampoco debe extrañarnos la inmensa deuda que guarda el materialismo moderno con el epicureísmo. Baste con recordar que la tesis doctoral presentada por el joven Marx en la Universidad de Jena en 1841 (pues no fue aceptada en la Universidad de Berlín) se titula “La diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y de Epicuro”. Entre los nuestros, es natural que el materialismo epicúreo y lucreciano haya servido de inspiración en la lucha contra la superstición y el atraso de nuestros pueblos, especialmente con el auge del positivismo a finales del siglo XIX. Cabe a nuestro Lisandro Alvarado el mérito de haber hecho la primera traducción completa al español del De rerum natura que se conoce en Hispanoamérica.

Injuriado, vilipendiado o cuando menos incomprendido, hoy la ciencia parece haber dado la razón a Epicuro, o al menos en parte. Sin embargo, resulta sugestivo observar cómo alguien que influyó de tal manera en el pensamiento filosófico se haya querido mostrar más bien como una persona cercana, como un hombre común y corriente que sufre y que lucha contra sus temores. Uno de sus apotegmas que atesoro con mayor cariño, la Sentencia Vaticana 41, dice: “Es preciso reír y al mismo tiempo filosofar, cuidar de los asuntos domésticos y mantener las demás relaciones cotidianas sin dejar de proclamar las máximas de la recta filosofía”. Es allí donde, pienso, radica el verdadero triunfo de Epicuro: la pervivencia del hombre más allá de la doctrina, la diatriba y la leyenda.


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