Perspectivas

La utopía de Macondo. El día que García Márquez leyó a Tomás Moro

Fotografía de Luis Acosta | AFP

28/05/2022

A don Jesús Lens, que no pudo escribir este artículo

 

Conocemos la historia: Úrsula Iguarán se casó con su primo José Arcadio Buendía y desde entonces vive obsesionada por el temor de engendrar un niño con cola de cochino a causa de su parentesco. Es por eso que se niega a consumar el matrimonio. Es por eso también que Prudencio Aguilar se burló de José Arcadio una noche de pelea de gallos, y éste, ofendido, mató al burlador para limpiar su honor. Desde entonces, el fantasma de Aguilar lo persigue, por lo que decide irse para siempre del pueblo. A dos años de camino, junto a un río pedregoso “cuyas aguas parecían un torrente de vidrio helado”, José Arcadio soñó con “una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo”. Se detuvo allí y fundó Macondo.

El entorno del pueblo también es conocido. Dice García Márquez que al oriente se encuentra “la sierra impenetrable”, pasando la cual queda la ciudad de Riohacha. “Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos carecía de límites. La ciénaga grande se confundía al occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de alcanzar el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del norte”. Por lo demás, García Márquez no aclara si las enormes tetas de las toninas de la ciénaga eran mayores que las de las sirenas que hechizaron a los compañeros de Odiseo.

En realidad el aislamiento, nunca total, resulta condición indispensable del territorio utópico. Aislamiento y lejanía son determinantes en la ubicación del no-lugar. En ese sentido, el agua cumple una función crucial. Una isla es la Atlántida, con sus círculos concéntricos separados por anchos canales, pues la polis, como el cosmos, ha de ser circular, tal y como la describe Platón en el Timeo (20 d-25 d) y el Critias (108 e-121 c). También Utopía es una isla, según la relación que hace el navegante Rafael Hythloday a Moro, y si no es de forma circular al menos tiene forma de “luna nueva”: “Entre estos dos cuernos penetra el mar, que los separa en una distancia de once millas aproximadamente y allí se extiende en un vasto y ancho mar que por razón de que la tierra a ambos lados le circunda y protege de los vientos no es encrespado ni invadido por grandes olas sino que fluye casi sin moverse”. Como con los gitanos de Macondo, la remotas islas utópicas están abiertas al comercio, no obstante su lejanía. Moro cuenta que la amplia bahía al centro de Utopía “se convierte en una especie de puerto y, para gran beneficio de los habitantes, recibe barcos en todas direcciones”. Platón incluso aporta las medidas de los canales que cruzan la Atlántida (Crit. 115 c): “cavaron un canal de trescientos pies de ancho, cien de profundidad y una extensión de cincuenta estadios hasta el anillo exterior (…) abriendo una desembocadura como para que pudieran entrar las naves más grandes”.

Pero las aguas del no-lugar no solo sirven para configurar la geografía inexpugnable. No todas las aguas son iguales, desde luego. García Márquez cuenta que Macondo estaba construida “a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”. También Platón cuenta que en la isla central de la Atlántida brotaban fuentes frías y calientes “que por naturaleza tenían abundante cantidad de agua en sabor y calidad excelente” (Crit. 117 a). Beber no es asunto menor para los antiguos, como sabemos. Ya en el mito de la fundación de Atenas, cuentan Apolodoro en su Biblioteca y Virgilio en la Georgica I, Atenea y Poseidón contienden por la ciudad. Poseidón, de un golpe de tridente, hizo brotar una fuente en plena Acrópolis, y Atenea hizo crecer un olivo que los mendaces guías aún muestran a los turistas crédulos y atónitos. También Heródoto (I 180) dice que Babilonia estaba atravesada por el río Éufrates, “muy caudaloso, muy hondo y de curso muy rápido”. E Hipócrates, en su tratado De los aires, aguas y lugares (7), llama la atención acerca de “cuántos males y bienes es natural que se produzcan a causa del agua, pues ésta contribuye muchísimo a la salud”.

En lo que concierne a Utopía, dice Moro que su ciudad principal, Amaurota (del griego, “la ciudad en las sombras”), está asentada junto al río Anhidro (“sin agua”), que era “dulce, fresco y agradable”. También había una fuente cerca de la ciudad que los amaurotenses vallaron “para que el agua no pueda ser detenida ni desviada ni emponzoñada”. En todo caso, la descripción de las aguas de una ciudad, verdadero topos del relato utópico, está presente incluso en la Crónica de Indias. López de Gómara, en su Historia de la conquista de México, dice que “todo el cuerpo de la ciudad está en agua. Tiene tres maneras de calles anchas y gentiles. Las unas son de agua sola, con muchísimos puentes; las otras de sola tierra, y las otras de tierra y agua, digo, la mitad de tierra, por donde andan los hombres a pie, y la mitad agua, por do andan los barcos. Las calles de agua, de suyo son limpias”. Y Oviedo y Baños, en la Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela, dice que Caracas está asentada “en el recinto que forman cuatro ríos, que porque no le faltase circunstancia para acreditarla paraíso, la cercan por todas partes, sin padecer sustos de que la aneguen”.

A la pureza de sus aguas hay que añadir la justicia con que los habitantes de Macondo pueden acceder a ellas. Dice García Márquez que José Arcadio Buendía, nuestro rey Utopo, “había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo”. Se trata de un rasgo típico de la utopía igualitaria: la ausencia de privilegios como rasgo de equidad. También en el relato de Moro las casas son iguales, “de bella y suntuosa construcción y se extienden juntas al lado de la calle en una extensa fila, sin ninguna partición o separación”. Dice Moro que tienen grandes ventanales “porque por este medio entra más luz y se resguardan más del viento”. También las calles de Macondo fueron trazadas “con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor”.

Tanto juicio y buen hacer no podía sino incidir en la emocionalidad de los ciudadanos. Dice García Márquez que Macondo “era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto”. La afirmación nos lleva directamente al mito de la Edad de Oro, uno de los relatos fundadores del imaginario utópico, pero también del latinoamericano. Dice Hesíodo (Op. 106-121) que “en tiempos de Cronos” existió una raza dorada de hombres bienaventurados. “Vivían como dioses, con el corazón libre de preocupaciones, sin fatiga ni miseria; y no se cernía sobre ellos la vejez despreciable, sino que, siempre con igual vitalidad en piernas y brazos, se recreaban con fiestas, ajenos a todo tipo de males. Morían como sumidos en un sueño”. Tampoco moría nadie en Delos, la isla sagrada donde había nacido Apolo, porque estaba prohibido morir allí. La felicidad como dimensión psicosocial resultará un verdadero topos del relato utópico, la condición eudaimonística del no-lugar. Platón (Rep. 372 c) dice que los ciudadanos de su República “celebrarán banquetes recostados en lechos naturales de nueza y mirto en compañía de sus hijos, beberán vino coronados de flores y cantarán loas a los dioses, satisfechos todos de estar juntos”. También Moro cuenta que en Utopía “no hay cena sin música, ni sus banquetes carecen de delicadezas ni golosinas. Queman resinas perfumadas y especias o perfumes y olores agradables y esparcen suaves ungüentos y aguas; no dejan de hacer nada que ayude al bienestar de la concurrencia”.

Qué duda cabe, Macondo es también una utopía. Es, sobre todo y entre tantas cosas, un homenaje a los relatos utópicos que marcaron desde sus inicios el imaginario latinoamericano. Una geografía mítica y asombrosa en la que ocurren sucesos milagrosos y extremos, metáfora de la América periférica y exótica. Relato de lo hiperbólico y de lo inverosímil, queda como una síntesis de las tradiciones que definen nuestra manera de vernos, de concebirnos a nosotros mismos, incluso de nuestra forma de ser.


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