La Universidad de Andrés Bello

21/09/2019

Retrato de Andrés Bello. S. XIX. Autor desconocido

Si la historia de nuestro país es apasionante por la riqueza humana, por la cantidad de hechos extraordinarios y personajes inigualables que la pueblan, puedo decir que la historia de las ideas en Venezuela es uno de los capítulos más atractivos, más complejos y menos estudiados de toda nuestra evolución como país y como pueblo. Creo que hemos prestado demasiada atención a los hechos de armas y reparado poquísimo en los procesos ideológicos que los preceden. Esta crítica se remonta a los tiempos de Picón Salas, en la reflexión venezolana de la primera mitad del siglo XX, pero se mantiene vigente como nunca. Encandilados por el fulgor de las batallas, aturdidos por la cursilería de las arengas, hemos obviado la importancia de los procesos ideológicos que han definido nuestra ruta como nación.

La primera universidad venezolana se creó relativamente tarde con relación a otras en América, pero esto no quiere decir que anteriormente no hubiera centros de estudio en la Venezuela colonial. En Caracas funcionaba el Colegio Seminario de Santa Rosa desde 1673 y en Mérida el Colegio de San Francisco Javier desde 1629. El 22 de diciembre de 1721 se crea, por Cédula de Felipe V, la Real Universidad de Caracas, que un año después, por bula de Inocencio XIII, será también Pontificia. Allí se estudiaba Filosofía, Teología, Derecho y Medicina, además de mucho, mucho latín. Aquella universidad era, lo hemos dicho en otros trabajos, dogmática y conservadora. En sus normas se contemplaba el estudio de la filosofía bajo las premisas de la escolástica medieval. Sin embargo, llama la atención el que, a pocos años de estar funcionando, ya comienzan a “colarse” textos y autores de la “moderna” filosofía. Descartes, Leibniz, Gassendi, Locke, Voltaire y otros están ya presentes en los cursos filosóficos, algunos incluso burlando la censura expresa, según el clásico estudio de Caracciolo Parra, Filosofía universitaria venezolana. En un trabajo anterior hablábamos de la primera controversia filosófica en la Universidad en 1770, a menos de cincuenta años de fundada. Allí, el profesor Suárez Valverde se despachaba a gusto contra las ideas aristotélicas, que defendía el Conde de San Javier, profesor también de filosofía. A pesar de que Valverde desafiaba la sacrosanta figura de Aristóteles, autoridad máxima de la antigua filosofía, la Universidad ni lo sancionó ni defendió al Conde de San Javier, lo que apunta a la presencia de cierto clima de tolerancia.

Años después, en 1788, tenía lugar la primera reforma universitaria venezolana. Acababa de ganar oposiciones para la cátedra de Filosofía el profesor Baltasar Marrero, quien, nomás encargarse, prohibió a sus alumnos que estudiaran por los viejos apuntes en latín y les exigió que leyeran a los filósofos modernos. De inmediato se armó tal escándalo que el asunto debió ser llevado al Consejo de Indias en Madrid. A Marrero lo llamaron “sedicioso” y “mal vasallo”. Sin embargo, sus reformas fueron continuadas por sus discípulos, y el maestro fue recordado como “el introductor de la filosofía moderna en Venezuela”. Bolívar le dará la razón cuando en 1827 establezca junto al rector Vargas los nuevos “Estatutos Republicanos” de la universidad. Entonces suprimirá el uso exclusivo del latín e introducirá el estudio de los autores modernos, así como de otros idiomas como el griego, el inglés y el francés.

Aquella era la Universidad de Caracas cuando el joven Andrés Bello entró a estudiar su Bachillerato en Artes, requisito para optar después por alguna licenciatura. Allí convivían, no siempre de manera armónica, el respeto por las viejas tradiciones junto con la apertura a las nuevas ideas, esa fascinación por lo innovador y novedoso que siempre hemos tenido. Bello ingresó a la Universidad el año de 1797, año convulso de la conspiración de Gual y España y la pérdida de Trinidad a manos de los ingleses. Su maestro fue el doctor Rafael Escalona, discípulo del maestro Marrero. Tiempo después, cuando el joven Bello sea preceptor del aún más joven Bolívar, le enseñará sin duda buena parte de lo aprendido en aquella Universidad.

Pero no solo Bolívar y Bello bebieron de allí. También Miranda, aunque no terminó sus estudios; y Miguel José Sanz, abogado y periodista que prestó innumerables servicios a la Venezuela independiente; y Juan Germán Roscio, primer Secretario de Relaciones Exteriores y Vicepresidente de Venezuela; y Francisco Javier de Ustáriz, uno de los redactores de nuestra primera constitución; y Vicente Salias, el médico compositor de nuestro himno, y también Juan Antonio Navarrete, el autor del Arca de Letras y Teatro Universal, especie de enciclopedia, una de las obras más originales de la literatura colonial venezolana, y otros muchos que forman una muy ilustre nómina. A ver si nos enteramos: que nuestra independencia no hubiera tenido lugar, o al menos no en los términos en que se dio, si no hubiera existido la Universidad de Caracas. Hoy, cuando escribo esto, en estos momentos tan difíciles para la academia en nuestro país pienso en la inmensa deuda que Venezuela sigue teniendo con sus universidades, sus maestros y sus hombres de ideas.


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