Literatura

La trilogía del encierro

26/10/2022

Der. a Izq.: Miguel Otero Silva, Nelson Himiob, Antonio Arraiz

Con el fin de la era gomecista se publicaron en años consecutivos La carretera (1937) de Nelson Himiob, Puros hombres (1938) de Antonio Arráiz y Fiebre (1939) de Miguel Otero Silva, novelas de irrefutable realismo. Con timidez, la escasa crítica que se ha acercado a estas obras las considera testimonios de lucha contra el punitivo régimen de Juan Vicente Gómez, sus desmanes, su culto por la brutalidad.

Insisto en estas novelas sin precedentes en la narrativa venezolana porque sin precedentes fue la época que exponen. Aunque no se trata de un proyecto originalmente pensado en conjunto, las propongo como trilogía. Me apoyo en el contexto y las obvias coincidencias temáticas, y también documentales: han sido inmerecidamente olvidadas.

Desde Peonía hasta las novelas de Rómulo Gallegos, pasando por la vanguardia histórica, la década violenta, hasta estas primeras décadas del siglo xxi, persiste en la narrativa criolla una vocación por representar la realidad social. «El novelista vive en un auténtico laboratorio de observación histórica y sociológica» escribe René Girard en Mentira romántica y verdad novelesca (1985, 107). Y apunta en su libro: «Al revelar el deseo de sus héroes, el novelista, como siempre, revela la sensibilidad de su época o de la época que le seguirá» (p. 256). Girard entiende la novela como un cosmos que cifra la sensibilidad de los seres humanos, desde luego, siempre y cuando la novela alcance un estimable valor literario.

En El realismo francés (1974), Harry Levin señala que esta corriente persigue retratar la vida, el mundo real, con precisión pictórica, sin metáforas que embellezcan lo que «realmente» se detalla. Insiste en que esa claridad en el estilo del autor es fundamental para atinar con su principal objetivo sin recurrir a estéticas o metáforas estridentes que contaminen la realidad tal cual es.

Cronista de lo cotidiano, el escritor asume un rol de observador tenaz: como un astrónomo escudriña en ese singular cosmos y expone en sus ficciones lo que ocurre en la plaza, las costumbres del pueblo, su lenguaje coloquial, el mercado, el hogar, la escuela, el cuartel, el puerto, el campo y la cárcel.

Y justamente es en el encierro donde los protagonistas de esta trilogía experimentan una transformación lacerante en su manera de ser y pensar, en su noción de realidad e identidad, en su físico y psique.

Incurriría en una lectura miope e insustancial, aunque válida, si solo me limito a enfocar La carretera como una obra testimonial y no tanto ficcional, literaria, desatendiendo, por demás, el profundo peso poético que implica, por el simple hecho de que en sus páginas se señalan lugares y personajes históricos y porque su protagonista es tocayo del autor, Nelson y, de igual modo, los otros quince estudiantes que lo acompañan a (y en) prisión corresponden a un referente real. Paso la lista: Antonio Sánchez Pacheco, Clemente Parpacén, Rafael Chirinos Lares, Enrique García Maldonado, Guillermo López Gallegos, Antonio Anzola, Luis Felipe Vargas, Herman Stelling (Paquito), José Antonio Marturet, Juan Gualberto Yanes, Inocente Palacios, Eduardo Celis Saune, Ricardo Razetti, Pedro Juliac, Luis Villalba (Lucho).

Antonio Arráiz escribe Puros hombres, obra inquietante y de áspera prosa, acaso la única posible para cifrar las torturas gomecistas. Miliani en Tríptico (2003: 119) inexplicablemente ignora La carretera y solo encuentra un antecedente a la desgarrada Puros hombres en la voluminosa Memorias de un venezolano de la decadencia, de Pocaterra. Miliani como Liscano erróneamente se refieren a Arráiz como un autor que elude la estética vanguardista, corriente estilística tardíamente en boga por aquel entonces en nuestra literatura, y no son pocos los ejemplos que se pueden señalar en Puros hombres. Miliani y Liscano sí aciertan en lo más evidente: ambos la conciben como obra testimonial, y se van a lo seguro para justificar su postura: toman en cuenta el paralelismo entre la vida del escritor y la novela. Liscano la cataloga, no sin razón, como el mejor trabajo narrativo de Arráiz.

Si encaminara estas páginas hacia una lectura necia y aburridamente académica para definir si estas obras son testimoniales o no, tal vez me interesaría apoyarme en las reflexiones de Miliani y Liscano. Las obras en cuestión no solo se tratan de meros testimonios arrebatados, y no menos auténticos, que denuncian la tiranía del chito. Hallamos en estas novelas la palabra macerada poéticamente, concebida como proyecto literario por aquellos que, urgidos por comunicar a las generaciones futuras los horrores vividos, abrigaban la esperanza de que estos no se repitieran. Vislumbran las señales del progresivo derrumbe del orden de su mundo y la represión institucionalizada del impulso originario de la libertad.

Cerraré mi ensayo con Fiebre, la obra de mayor difusión de la trilogía.

Las horas vacías:

La carretera

En el breve prólogo titulado «A los lectores extranjeros», desde su perspectiva de autor, testigo y víctima, Himiob presenta el contexto de la obra: estudiantes que lucharon de manera infructuosa contra el oprobioso Juan Vicente Gómez. Destaca las protestas de la Semana del Estudiante de 1928 y los doscientos jóvenes detenidos y apresados en Las Colonias. Con el transcurrir de los días, El Bagre, como era llamado el dictador, dio la orden de aislar a aquellos estudiantes a los que precisaba líderes de la revuelta.

«Las Colonias» es el título de la primera parte, seguida de «El viaje», «El primer día», «El segundo día» y «Vida interior». Cada una de las partes se puede resumir linealmente de este modo: captura, traslado, primer día de cárcel, los trabajos forzosos y el tedio, que no es otra cosa que el alarmante, pavoroso e implacable reino de la costumbre a los horrores: la miseria, el desamparo, la crueldad de los militares, donde el olor a muerte y a estiércol se promueven como algo tan cotidiano como el amanecer.

En el capítulo inicial se narra el trayecto a pie de los estudiantes hacia el presidio Las Colonias. Hacia el final, el autor recurre a un eficaz flashback: entre otros eventos, se explica la razón por la cual los jóvenes se encuentran tras las rejas, que ya he anticipado, y justifica la densidad reflexiva de la novela.

En medio de La carretera hallaremos ciertas resonancias con Fiebre. En este caso, se describe el reordenamiento de la cotidianidad adaptada a la cárcel. La configuración de ese nuevo, hacinado y amurallado universo. La sala, por ejemplo, donde permanecen treinta estudiantes, se llama Los Capacheros, por desarrollarse allí no pocas de las reyertas estudiantiles. El solar se llama La Tienda Roja; La Bomboniere es una sala de hileras largas de camas pulcras «que incitan al sueño». Y El Comando, es decir, la cocina de la casa, es el espacio «donde duermen apretujados cinco o seis».

Asimismo, es en el subcapítulo «¡Zigala ibajala!», cuando, entre consignas, se narra el traslado de los estudiantes hacia La Rotunda. Se describe cómo los jóvenes observan con desconfianza al coronel Varela, quien fuera preso del régimen. Coinciden en que se trata de un espía gomero. En este capítulo se puede establecer otra conexión con el inicio de Fiebre a través del eco libertario y de protesta que nace del «zigala ibajala / sacalapatalajá».

En «El viaje» los estudiantes son movilizados nuevamente, esta vez a un lugar incierto: sospechan que se trata de La Rotunda, en Maracay, donde supuestamente irán a parlamentar; o a La China, otra terrible cárcel. En cierto punto del trayecto no hay más carretera y retoman la marcha a pie. El destino se presenta ineludible, y se fija en Los Llanos. Por párrafos, la narración se ralentiza. Con pulsión naturalista se describen precarios pueblos a la orilla de la carretera.

En «El primer día» se relatan las penurias con las que los estudiantes deben lidiar en La China, a saber: la mezquina metodología con que les proveen alimentos: apenas cuatro anémicos platos a repartir, por lo que deciden turnarse para comer. Seguidamente en «El segundo día», los jóvenes encaran la primera jornada de trabajos forzosos.

¿Cuánto hemos andado? Uno, dos kilómetros. Ya apenas se mira la mancha negra del campamento y del jagüey.

—¿Cuánto nos falta? —pregunto a un preso que va delante de mí, casi desnudo.

—Como media hora, bachiller. Ahorita llegamos. La carretera está ahí mismito.

—¿Y cuánto tiempo hay que trabajar todos los días en la carretera?

—No es por tiempo, bachiller, es por tarea. Seis metros diarios hay que sacar. Mientras no lo saquen todos, no se puede ir nadie. (p. 98-99)

«En los días pasan» los estudiantes se amoldan a los rigores del presidio. Atareados, filtran el agua mediante la instalación de una estructura artesanal y se las ingenian para procurarse alimento. Se desmonta el atrasado sistema judicial venezolano mientras los crímenes cometidos por los demás presos lubrican con sangre la narración.

En el episodio «Una nueva organización política: zangania», corre el rumor de que los estudiantes, en combinación con otros presos, organizaban una sublevación y son reubicados en otro calabozo. En este nuevo espacio, deciden que cada uno deberá desempeñar un oficio pertinente para sobrellevar ese encierro dentro del mismo encierro, a saber: un barrendero, un lamparero, cocineros, un boticario, entre otras actividades que exijan las circunstancias. Organizan una especie de micro nación con reglas particulares, si bien remedo de la democracia, es quizá el único lugar del país donde esta es posible y honesta:

Todos los meses se nombrará a uno con plenos poderes por un día, en el transcurso del cual distribuirá los oficios según su personal criterio. Reducirá su labor en el resto del mes a cuidar de que los trabajos se realicen cabalmente. Llevará el nombre de Zángano. Nadie podrá rechazar el cargo asignado. El que haya salido una vez Zángano, quedará excluido para el nombramiento del siguiente mes.

Recurrimos al método ultrademocrático de la rifa para elegir al primero que ha de encargarse de la Zangania. (p. 139-140)

En «La conspiración», los estudiantes bosquejan estrategias retorcidas para asesinar a los militares de mayor rango y huir, liberar otras cárceles y finalmente alcanzar la frontera. Por desgracia sus planes son desarticulados. El soldado al que confiaron parte de sus maquinaciones los traiciona y son interrogados. Con astucia confunden a los militares y hacen caer toda la culpa y sospechas en el soldado que pensaban aliado.

A partir de este momento, la novela adquiere una atmósfera cada vez más tétrica. Los jóvenes se someten a tareas de inusitada crueldad, empujándolos hacia la enfermedad, la locura o la muerte. Se desmorona el temple de los estudiantes. Hacia el final del capítulo «Desmoralización», Nelson reflexiona:

El ambiente contaminado del presidio ha ejercido su influencia sobre nosotros, nos ha relajado la moralidad; el hecho de hallarnos sometidos desde hace tanto tiempo al despotismo de los jefes, nos ha infiltrado egoísmo, nos ha ido habituando a la pasividad frente a la injusticia, y lo que es más doloroso, ha ido despojando de rebeldía a nuestro espíritu, antes tan erguido, tan valiente. Algo semejante ocurre con el pueblo venezolano. El constante amordazamiento que sufre desde comienzos de siglo, el perenne atropellamiento de sus primordiales derechos realizado dentro de la mayor impunidad, el pernicioso egoísmo y la desvergonzada indiferencia por la legalidad de que dan ejemplo los políticos que rodean al Dictador, lo han ido desmoralizando paulatinamente, convirtiéndolo en pueblo esclavo. En diferente escala, son una misma cosa el ambiente del presidio y el de la Dictadura. (Himiob, 1937: 182)

Finalmente, en «Vida interior», Nelson percibe la naturaleza estática en su nuevo espacio dominado por el aburrimiento, donde solo se habla del pasado, o de difusos o inalcanzables planes futuros. El presente es un lugar inmóvil, sin tiempo. En el subcapítulo «Al borde de la locura», el protagonista sobrelleva un ataque de tristeza, furia y desesperación. Les grita a sus compañeros que quiere quedarse solo, que todos ellos estorban. Asimismo, en «Tedio» se describe ese agotador estado de constante lasitud de sentirse encadenados a un pensamiento constante de que ya nadie cuenta nada, ni habla de libertad, ni del pasado, mucho menos del futuro. Y este clima prevalecerá hasta el desenlace. Su atmósfera se resume con un plot twist surrealista: «El hueco negro y profundo de las horas vacías amenaza tragarnos» (p. 229).

La carretera culmina con una reflexión entre los estudiantes: qué pasará después de que los dejen libres. Nelson cree que el movimiento se dispersará por falta de una clara cohesión ideológica, otros se enfocarán en terminar sus estudios, a otros, inclusive, no les quede más opción que unirse a las filas del tirano.

Una nota al pie refiere el lapso de escritura de este libro: la fecha de inicio data de finales de 1929 y las últimas cuartillas hacia mediados de 1932. No obstante, la novela se nos antoja inmediata, familiar. Aún en Venezuela los verdugos ostentan el poder y persisten en el castigo.

La carretera es el testimonio inacabado de una nación inacabada, donde a cada construcción siempre le faltarán seis metros, y seis metros y otros seis metros más.

El refugio del desasosiego:

Puros hombres

No pocos amigos le advirtieron a Antonio Arráiz que el país no estaba preparado para una novela tan descarnada. Sin embargo, hacia 1938 escribió: «Este es un libro brutal, desarrollado en un ambiente sórdido y violento, entre personajes primitivos. He sentido tanto escrúpulo al escribir muchas de sus escenas, como ardorosa tristeza un día al presenciarlas». Se tratan de las páginas preliminares de Puros hombres. Arráiz dedica su novela a las generaciones del porvenir, esperanzado en que el horror gomecista nunca más volverá a repetirse. Concluye el prólogo con una sentencia lapidaria: «Este libro es la cárcel».

Desde el primer episodio, la narración está condicionada por una violencia inhumana. Con detalle quirúrgico, se describen degollamientos y puñaladas. La atmósfera es constreñida, y los personajes conviven entre la fetidez y la muerte, la enfermedad y la desesperanza: un lugar amurallado es el estricto reflejo de un país. Prevalece la descripción de lo rural y lo precario, de lo que ha sido despojado de cualquier presunción y lujo. Y Matías lucha por no desplomarse. Con innegable esfuerzo, entre la ebriedad y sus alucinaciones, articula una frase de aparente ingenuidad: «un hombre nunca se emborracha». A dicha frase le da una importancia trascendental. Multiplica su significado. Para Matías «la frase entera era una trayectoria luminosa en la cual había fragmentos fosforescentes y oscuros: una sucesión de cocuyos en vuelo». Matías, aún alterado por el alcohol, se imagina que su mujer le reclama que no ha llevado dinero a casa. Sin aspavientos, arremete contra ella y su pequeña bebé: «De repente, el hombre soltó a la mujer, fue hasta la puerta, cogió el machete, y ¡juaj!, le rebanó la cabeza a la muchachita». Por fortuna, Carlota, otra de sus hijas, esquivó los erráticos machetazos de su padre.

La trama de Puros hombres recae y se distribuye indistintamente en una docena de personajes. Cuando estos olvidan que su realidad es una asfixiante tiranía, resabio del mundo exterior, se permiten saberse vivos, dialogan y reflexionan sobre esa sociedad venezolana clausurada por los muros, sus muros. Acaso conversan desposeídos de esa vertical precaución cuando eran hombres libres. En la cárcel ya han perdido esa libertad, pero sus pensamientos siguen intactos. Si bien la historia se adhiere al espacio opresivo y hostil de la prisión, aquella cárcel llamada El Refugio es la protagonista indiscutible (recordemos: «Este libro es la cárcel»), es la protagonista como la montaña en La guaricha (1934) de Julián Padrón, como lo es el territorio hinchado de petróleo en Mene (1936) de Díaz Sánchez o la misteriosa isla en Cubagua (1931) de Núñez: estos espacios influyen en los personajes: regulan y transforman sus psicologías, enloquecen y atemorizan: «Después de unos cuantos días en la prisión nadie repara en el bullicio cotidiano. (…) Cada día transcurre en la niebla de lo pretérito». Todos rastrean las migajas de esa libertad pospuesta.

El Refugio es una fábrica de reflexiones, la metáfora se la debemos a Ricardo Piglia. La atmósfera recuerda el capítulo «La cárcel» de Canción de negros (1934) de Meneses. En este sentido, el capítulo x es clave para entender el propósito central de la novela: la cárcel engulle los bocados más nocivos de la sociedad, pero también, en el vientre de la bestia, se reciben estudiantes y hombres comunes que conspiraban contra Gómez.

El universo lógico que se propone se divide en los que están dentro de El Refugio (puros hombres) y los que están afuera de El Refugio (hombres puros). Los de adentro están despojados de esa pureza que, al menos, gozan aquellos hombres puros que resisten opresiones y luchan todavía por una libertad. La trama secreta que hila las historias nos lleva a entender a los «puros hombres» como seres que ya no pueden pelear por una libertad y a los que solo les queda reflexionar sobre los que están afuera: sus semejantes y, al mismo tiempo, sus contrarios libres.

Ya algo adelanté: la novela no sigue una trama precisa. No conduce de un punto a hasta un punto b, pues es pura y dura resistencia. La de los presos en su encierro que se oponen al tiempo y al espacio. Donde solo se admiten como únicos actos de libertad actividades psíquicas: reflexionar y recordar, y donde su único y tétrico anhelo es ser convocados para la construcción de carreteras. Allí sí pueden aspirar a una linealidad espacio temporal, ya que concretan algo que se extiende durante unas cuantas horas sobre un territorio. Así se les pasan los días, indefinidamente, idénticos unos a otros, mientras eluden enfermedades, bacterias, puñaladas, el hastío, conversaciones vacías o la mismísima muerte.

La sucesión de hechos capaces de registrar un desarrollo, clímax y desenlace se retrae en ese encierro. De cierta manera, también el lenguaje ha sido encadenado a ese vacío. Pero es en ese vacío espeso y entre esas cadenas, el lugar donde la palabra encuentra la resistencia inagotable.

La vida sigue un sentido centrífugo, detenido o en constante permanencia en el pasado, pero jamás lineal: se desconoce el destino de cada uno de los reos, aunque se intuye la desesperanza, la enfermedad o la muerte entre su llegada al recinto y la salida de él.

El espacio y tiempo estancados en El Refugio recuerda el aspecto abominable de un agujero negro, pues absorbe todo lo que ocurre en el horizonte de eventos de sus muros, los aplasta en la infinita densidad de su interior. Donde lo único ajeno al desasosiego es la muerte. Aquellos puros hombres que intentan fugarse y logran la ansiada libertad, esta finalmente se les hace intolerable. Apenas ponen un pie fuera de El Refugio su cuerpo se disuelve. Desaparecen. Se desmaterializan. Se vuelven nada en el éter.

«Tengo veinticuatro años,

estudio medicina y diseco cadáveres»

Fiebre

En las primeras cincuenta páginas de Fiebre, notamos la maestría estilística de Otero Silva y la tendencia ideológica de sus personajes, su ingenuidad y vehemencia juvenil: los amigos de Vidal Rojas, el protagonista, discuten sobre política, trazan una radiografía de la situación del país, de cómo son percibidos los estudiantes, de cómo los estudiantes sopesan la sociedad en la que viven, sufren o, en el caso de algunos pocos, se benefician, ya que sus padres se reparten una porción del saqueo. Cada uno esboza su opinión, sin temor a sus contradicciones. Avanzada la novela, estas discusiones se realizarán en el encierro.

En el capítulo vi leemos: «Todo estaba quieto, lastimosamente quieto. La palabra protesta era un muñón sangrante. La cárcel significaba cementerio» (p. 61). El capítulo denuncia la hostil realidad carcelaria que ya se asomaba en Puros hombres, donde un grillete de setenta libras es más común que el oxígeno, la férrea dictadura y su talento incuestionable para perfeccionar procedimientos de tortura: «El fantasma del hombre que murió de hambre y sed. El fantasma del hombre que dejó los órganos genitales y la vida en el cordel del tormento. El fantasma del hombre a quien los mil latigazos convirtieron en masa deforme y ensangrentada. El que recibió la ración de arsénico en la escudilla de café» (p. 62).

La universidad se instala en la cárcel. Así se abre el capítulo iv: las escenas habituales de la universidad se escenifican: «Somos presos políticos venezolanos y tenemos un hambre aguda de veinticuatro horas» (p. 65).

En «Montonera» Vidal Rojas viaja a caballo hacia un campamento y reflexiona sobre su nueva etapa combatiente. Ya en el campamento, se adiestra en los manejos del fusil: en cuatro lecciones aprende «la fórmula para enviarle un recado de muerte al prójimo». Como dato curioso, el diálogo entre un colega combatiente, Anselmo, y Vidal Rojas, es estrechamente similar a otro que se deja leer en el capítulo 10 de Las lanzas coloradas. Se puede hallar una respuesta en este diálogo a esa discusión de la novela de Uslar Pietri.

—Bueno, Anselmo, ¿y tú por qué te alistas en la revolución?

—¡Guá! Es muy sencillo. Porque el coronel Urrutia se alza y me mandó a llamá.

—¿Solamente por eso?

—¿Y por qué más va a sé, pues?

—Pero, ¿qué harías tú si el coronel Urrutia, en vez de alzarse, fuera jefe civil en este mismo gobierno?

—Pues en tal vez yo sería comisario.

—¿Serías tú capaz de hacerte cómplice de este gobierno de ladrones y asesinos?

—Si usté supone que el coronel juera jefe civil, pues yo sería comisario. Yo no tengo que hacé con los gobiernos sino con el coronel Urrutia. Pá eso soy oficial suyo.

—¿Pero tú no tienes criterio propio?

—¿Criterio propio? ¡Uhm! ¿Qué pájaro es ése? (p. 145)

Y la respuesta es el conformismo. Un conformismo que se desliza en distintas épocas auspiciado por animales de guerra, que se hila por personajes como Presentación Campos o Anselmo entre las páginas de Las lanzas coloradas y Fiebre.

El capítulo vii de «Montonera» gravita sobre la pesadumbre en Palenque. Se cuentan tres historias enlazadas por un síntoma común: la enfermedad de los presos; tres historias trágicas, absurdas e irónicas. La primera refiere las vicisitudes de tres franceses, en especial uno de ellos, que ha robado y, por su culpa, han apresado a sus compatriotas. Desde que llegó a Palenque está moribundo y solo tiene consigo una débil disposición por vivir: los cien bolívares que engarrota en una de sus manos y se niega a soltar. La segunda, la historia del indio y su culebra doméstica que amenaza el sueño de los otros. Y la tercera es la historia de Belisario, que padece los estragos de la disentería. Se sabe enfermo, desanimado y débil para trabajar en la carretera. El sargento lo diagnóstica con ojo clínico y cínico: afirma que lo de Belisario es flojera y le ordena ponerse de pie y trabajar duro. Belisario muere poco después bajo el sol abrasivo.

Y así llegamos a la tercera parte, «Fiebre», donde Vidal Rojas observa que una docena de presos políticos ha llegado procedente de los calabozos de La Rotunda. Entre ellos atisba, con emoción, pues ya empezaba a enloquecer de soledad, a sus amigos Robledillo y Figueras. Robledillo le cuenta que los esbirros de Gómez lo involucraban con unos panfletos antigobierno y sospechaban que él era el redactor. Cuando allanaron su casa no encontraron evidencia alguna que lo vinculara a esos panfletos, excepto cinco revólveres. A Figueras lo han acusado de organizar una red clandestina de distribución de panfletos. En este punto, la narración se articula hacia su desenlace.

La geometría cuadrangular de la cárcel es una forma del abismo. Vidal Rojas y sus compañeros terminan por hundirse en ese encierro. Con las reservas de lucidez que les quedan, reflexionan sobre su realidad y las adversidades que atraviesan. Preciso aquí retomar La carretera, y detenerme en una escena pavorosa. Una imagen que tanto en Fiebre o Puros hombres como en nuestros días sigue fustigándonos. De improviso, mientras los estudiantes resisten el sol y amasan el asfalto, avistan a lo lejos a un hombre con semblante cadavérico que se les aproxima:

«Lleva el esqueleto íntegro a la vista: el mismo grosor tienen las piernas en los tobillos que en los muslos; las nalgas no existen; el abdomen, brotado, es la única parte carnosa que se le percibe; el tórax se dibuja claramente bajo la piel delgadísima; los anillos de la tráquea podrían contarse desde lejos; el rostro es una calavera con ojos brillantes». (p. 74)

Los reos presienten el horror por venir. Un horror que campean de novela en novela de esta trilogía. La proyección de un pueblo abatido y desorientado:

—Es el límite de la ruina fisiológica.

—Es un cadáver que anda.

—¡Qué cadáver va a ser! ¡Es sólo un esqueleto!

—Eso es hambre.

—Y disentería.

—Y paludismo.

—Y tuberculosis.

—En síntesis: Gómez.»

(p. 75)

Prosigo con el desenlace de Fiebre y el delirio de Vidal Rojas (probablemente solo superado en nuestra literatura por el delirio de otro presidente atroz: el de Simón Bolívar en el Chimborazo). La medianoche se presenta como un escenario atiborrado de pesadillas. Vidal se pregunta bajo la fiebre promovida por el paludismo si «¿existirá un mundo diferente al que vivimos en este presidio?, ¿no se habrá convertido la humanidad en un semillero de campamentos idénticos a este?».

Pese a los furores de la fiebre, Vidal redacta una carta. Esta puede leerse como un tratado que resume el sufrimiento de su generación. Una generación inocente y valerosa que decidió entre dilatados pasajes de retórica ideológica e insensatos planes predestinados al fracaso, enfrentarse contra un enemigo totalitario, depravado, funesto e invencible. También es una carta que bien pudiera estar dirigida a los personajes de Puros hombres y La carretera. Y al país. A cualquiera de sus épocas. Al desengaño perpetuo al que hemos estado encadenados.

Pese a todo, Vidal Rojas, aquel estudiante que se nos presenta al estilo parco de Tinder de hoy día: «Tengo veinticuatro años, estudio medicina y diseco cadáveres…», aún abriga una sólida fe. Ha cambiado, sí, porque la cárcel transforma, cataliza, enferma, desmenuza la vida. Y en Fiebre detallamos con crudeza los abusos de la dictadura. Y cómo los presos políticos tienden a cambiar su forma de sentir y pensar el mundo, pensarse a sí mismos desde la hacinada objetividad del encierro. Pero la fe de Vidal persiste, incorruptible, pese a residir en las «entrañas del horror».

Vidal Rojas atraviesa el manto poroso de su agitada fiebre y rasguña pliegues de cordura, se deshace de los espejismos bruñidos por sentimentalismos mal llevados. Encara un futuro incierto con la madurez curtida por el dolor y esa temporada en el infierno, en el encierro. Sueña con rescatar y defender la vitalidad irrefrenable de la libertad, resurgente e insurgente de la palabra. Del decir. Que no es otra cosa que la forma más genuina de la existencia.

Las voces de MOS, Arraiz y Nelson Himiob están más vigentes y vivas que nunca. Sus novelas: una carta a seis manos destinada a los estudiantes venezolanos del porvenir. A los del 2007, 2012, 2014, 2017, 2019… Y 2022… ¿2028?


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