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Ya ha corrido suficiente agua en los años que nos separan del 18 de octubre de 1945 como para seguir insistiendo en muchas de las viejas polémicas que siempre lo han acompañado. Más allá de lo que pueda decirse sobre lo apresurado (o no) del golpe y la revolución que lo siguió, de la honestidad, que ya nadie discute, del presidente Isaías Medina Angarita, o de los pasos hacia la modernización que sin duda impulsó, hay un hecho central que no debe distraernos y que deja en segundo plano todo lo demás: el voto, principal consecuencia de la jornada. Centrarnos en él nos ayudará a definir históricamente el hecho, apartándonos de juicios morales, anécdotas sobre personas o ejercicios de imaginación sobre lo que pudo haber sido y no fue. El voto no sólo cambió el destino de los venezolanos de una forma definitiva, sino que sigue siendo un aspecto esencial para la definición de nuestro porvenir. En momentos en los que nos encaminamos hacia unas elecciones que pudieran tener un impacto significativo para toda la nación, lo que el voto, y con él el 18 de octubre, significa, se demuestra en toda su amplitud.
Con el voto universal, secreto y directo que la Junta Revolucionaria de Gobierno estableció en 1946, la estructura de la república venezolana experimentó su transformación más importante desde su fundación. Ni el federalismo, que nunca se vivió realmente; ni el triunfo de la “anti-república” durante la larga era de dominio caudillista (entre 1870 y 1935) representaron una mutación en las reglas de juego tan honda. Y no porque antes de 1946 no se lo ejerciera, sino que su peso político para definir la vida de la sociedad era, por decir lo menos, extremadamente restringido, como expresión de un sistema que Germán Carrera Damas ha llamado “liberal autocrático” (o, agregamos nosotros, en todo caso oligárquico entre 1830 y 1870, que es cuando comienza una autocracia en toda ley). Es decir una república dirigida por una élite que aspiraba a implementar reformas liberales, pero cuyo origen y ejercicio del poder no estaba en la aprobación de las mayorías. Aunque en 1830 la constitución venezolana era tan amplia como la de los países más democráticos del mundo entonces, cosa que los críticos posteriores no suelen considerar; en conjunto el voto fue débil por su carácter censitario en una sociedad carente de una burguesía amplia, es decir, sin una clase media agraria y urbana numerosa. Por eso, a diferencia de lo que pudiera haber ocurrido en Inglaterra o los Estados Unidos donde las condiciones de ser propietario o profesional con un nivel de ingresos relativamente elevado abarcaba a un sector significativo de la población, para 1846 en una Venezuela de casi un millón de habitantes había sólo 8.798 electores de segundo grado (y ese año sólo votaron 342). Después que el ensayo oligárquico quiebra durante la Guerra Federal (1859-63), el voto estuvo muy mediatizado por el poder de los caudillos, que impedía el ejercicio libre de la democracia. Aunque en 1864 se estableció el voto universal para varones que supieran leer y escribir (algo así como el 10% de la población), rápidamente se le cortó las alas con el voto público y firmado en 1874 (¿quién en su sano juicio iba a hacerle un firmazo a Guzmán Blanco? Firmaba el que quería manifestar su apoyo). La Constitución Suiza de 1881 puso aún más distancia entre el elector y la elección presidencial: éste habría de votar por unos diputados, que a su vez elegirían los miembros de un Consejo Federal que a su vez escogerían entre ellos mismos al presidente. Y aunque en 1893 se volvió al voto universal, las dictaduras andinas se encargaron de irlo estrangulando. En 1901 se estableció el complicadísimo sistema de segundo grado que se mantuvo hasta 1945. Los electores (hombres, alfabetos, mayores de 21 años) elegían al Concejo Municipal, éste a los diputados y las Asambleas Legislativas estadales; después los primeros elegían al presidente y los segundos a los senadores. Si le sumamos a estos procedimientos de toma y daca el hecho de que las elecciones estaban supervisadas por los jefes civiles de Juan Vicente Gómez, podemos comprender no sólo la manera en que siempre ganó sin grandes problemas (al cabo, solía ser candidato único, “candidato de la nación”), sino el motivo por el que a casi nadie le interesaban los comicios.
Ante este panorama muchos de los nudos que caracterizan los debates en torno al 18 de octubre adquieren otra perspectiva. Por ejemplo, uno muy manido: el de la afirmación de que los gobiernos de López Contreras y Medina Angarita fueron democráticos; incluso que el primero fue el que fundó la democracia. Sin duda los dos tuvieron el enorme mérito de liberalizar el sistema gomecista, limpiarlo de sus aspectos más odiosos (Elías Pino Iturrieta llama a López Contreras “el tintorero”), de permitir una libertad política y ciudadana impensable pocos años atrás, de legalizar partidos y sindicatos, desatar reformas educativas y sanitarias de entidad, de suprimir la tortura, el homicidio político y el exilio como prácticas; de adecentar, hasta donde les fue posible, un sistema hundido en la corrupción; y de demostrar unas honorabilidad y honestidad personales de las que no hay dudas importantes, pero eso no niega que ni tuvieron su origen ni establecieron para su sucesión un sistema auténticamente democrático. En el gobierno de Medina Angarita se dio el paso histórico de permitirles a las mujeres votar en unas elecciones municipales cada vez más libres, pero el complicado sistema de segundo grado, restringido a la minoría letrada, no se puso en duda y por el contrario lo que continúo funcionando fue una especie de sistema “antonino”, donde un presidente nombraba a dedo un sucesor (eso sí, uno de gran calibre) y eso en el marco, dentro del medinismo, de una especie de aristocracia ilustrada que se arrogaba el derecho de tutorar al pueblo ignorante hacia su bienestar.
El 18 de octubre cambia eso. Aun cuando no entremos en detalle sobre lo acertada o no que estuvo el “Ala Lumninosa” del medinismo (después de todo, las vanguardias políticas siempre se consideran a sí mismas con ese derecho), se trata de un hecho que por sí solo representa un parte aguas. Ya en el acta constitutiva de la Junta, el día 19, se habla de la convocatoria a elecciones generales. Aunque eso suele declararse después de casi todos los golpes, en este caso hubo la diferencia de que sí se cumplió: tan temprano como en el Decreto No. 1 de la Junta (20 de octubre 1945) se establece la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, en el Decreto No. 9 (el “Decreto Harakiri”, 22 de octubre) se inhabilita a los miembros de la Junta a presentarse a las elecciones (nunca se había visto a unos políticos renunciando al poder: por eso se acogió la imagen empleada por Betancourt de un harakiri) y, finalmente, el Decreto 216 (15 de marzo de 1946) establece un Estatuto Electoral que le da el derecho al voto a todos los venezolanos mayores de 18 años.
Desde entonces, y salvo en los grandes fraudes perpetrados por los militares en 1952 y 1957, los poderes públicos venezolanos han sido expresión de la voluntad mayoritaria del país. Incluso las mayorías han sido capaces de imponer sus candidatos en contra de la voluntad de las clases medias y altas, como pasó con Acción Democrática en 1946 (y en menor medida en los años 60s) y con Hugo Chávez a partir de las elecciones de 2001 (a pesar de las dudas razonables sobre la pulcritud de las elecciones durante el chavismo, todas las evidencias apuntan a que fue mayoritario hasta la muerte del Comandante). Esto puede significar muchas cosas, no todas necesariamente complacientes con el pueblo venezolano, ya que al contrario del manido expediente de que “los políticos nos engañaron” o de que ellos “se llevaron la plata”, aparece como un colectivo mucho más responsable de su suerte de lo que parece estar dispuesto a reconocer. Lo cual nos conduce a otro de los típicos nudos que se han tejido en torno al 18 de octubre: que fue precipitado, que el pueblo aún no estaba preparado. Tal fue el argumento esencial del medinismo y merece ser analizado sin rodeos. Por una parte, está el desmentido de quienes señalan que sólo se aprende a vivir en democracia ejerciéndola, que si no se lo entrenaba nunca iba a ser un verdadero ciudadano (de hecho, el medinismo lo sostuvo con las “repúblicas escolares” que se crearon entonces, aunque en el esquema de que esos ciudadanos del futuro se entrenarían en ellas para cuando, algún día, llegara la democracia). Pero por la otra está la evidencia de que no siempre los venezolanos hemos sido lo suficientemente severos con los políticos corruptos e ineficientes, que nos suelen seducir los cantos de sirena del populismo y que nos pocas veces, al contrario de quienes ven una dicotomía entre pueblo-honesto y políticos-corruptos, hemos aceptado ser cómplices en sus negociados, aunque sea obteniendo migajas (un cargo de bedel acá, una plancha se zinc allá, la ayuda para sacar a un sobrino malandro de la cárcel, etc.).
Es, como vemos, un tema en el que hay mucha tela que cortar, pero que restringiéndonos a la coyuntura de 1945 demuestra en el fondo, al ser formulado de esta forma, cierta falta de sentido histórico. Primero, sólo podríamos saber si se trató de una decisión precipitada si pudiéramos ver la película alternativa en la que el medinismo triunfa y Diógenes Escalante llega a la presidencia, poco a poco hace algunas reformas y le entregara el poder quizás a Arturo Uslar Pietri en 1951 en unas elecciones universales y directas, aunque probablemente sólo de varones que supieran leer. Pero eso es contra-factual y escapa del análisis histórico, que debe estar centrado en lo que efectivamente ocurrió, o al menos en lo que las evidencias nos insinúan al respecto. En segundo lugar, se suele callar o minimizar que el golpe lo dieron los militares por razones netamente pretorianas. Betancourt entró al reparto más o menos en último momento. El cierre de la presidencia como coronación de la carrera militar, que Medina Angarita propició al escoger al muy civil embajador Escalante (gesto cívico que no debe despreciarse, más allá de que fuera tachirense y de joven haya combatido en una guerra civil), fue un detonante para que jóvenes y ambiciosos oficiales de la Unión Patriótica Militar (UPM) terminaran de movilizarse. Como la otra opción era regresar a López Contreras y los viejos “chopo de piedra” (militares surgidos en las guerras civiles de finales de siglo), decidieron aliarse con el principal partido de oposición. Eran, como veremos, sus interlocutores naturales, históricamente naturales.
Tercero, aunque puede acusarse de inmoral el argumento de Betancourt de que aceptó participar porque el golpe era ya un hecho consumado cuando se enteró de los planes (¿por qué no salió entonces a denunciarlo, a defender la institucionalidad que, imperfecta y todo, era la que había?), en términos políticos e históricos su apuesta de surfear la ola y tratar de canalizarla hacia una democracia, como a la larga logró, parece levantarle la mano. De hecho, cuarto, el pueblo salió a votar masivamente, con alacridad, por Acción Democrática, cosa que demuestra hasta qué medida el 18 de octubre liberó las obstrucciones que para las aspiraciones de la mayoría era la lenta evolución propuesta por el medinismo. Tal es a nuestro juicio el quid del asunto. Es razonable pensar que la legitimidad del medinismo, como representantes de la nación, era muy limitada. Eso significa que ni las virtudes personales del presidente Medina Angarita (Manuel Caballero hablaba del problema que él suscitaba entre la idea “el presidente bueno” y la del “buen presidente”) ni las aprehensiones que nos generan el que lo hayan tumbado siendo tan simpático y honesto, deben desviarnos de lo esencial: los jóvenes oficiales de la Unión Patriótica Militar y los líderes de Acción Democrática sí representaban a los nuevos sectores sociales (la clase obrera, aunque entonces aún tenía una gran influencia comunista; las clases medias urbanas, la burguesía en ascenso por la renta petrolera) y políticos (los nuevos partidos, las Fuerzas Armadas) que no se identificaban con el medinismo y que no veían en su lenta evolución la posibilidad de llegar al poder. El golpe del 18 de octubre y la revolución que detonó se la dieron. Por eso la abrumadora mayoría apoyó la acción, ratificándola con los votos; por eso los medinistas no lograron nunca reagruparse como una fuerza importante (el movimiento de Uslar Pietri en 1963 no fue precisamente su resurrección, sino otra cosa); y por eso hasta el día de hoy seguimos creyendo en lo más revolucionario de la “Revolución de Octubre”: el voto, la restructuración de la república en términos democráticos.
Por último, hay otro nudo más, en este caso dado por omisión. En lo que es una tendencia lamentablemente generalizada en nuestra sociedad, se estudia el caso de un modo aislado, como si el 17 de octubre de 1945 no se hubieran dado los disturbios que llevaron a Juan Domingo Perón al poder; como si no hubiera ocurrido ya otra Revolución de Octubre en Guatemala un año antes, que tendría una honda repercusión entre nosotros; como si en 1944 una revolución no hubiera llevado a José María Velasco Ibarra al poder en Ecuador; como si el Frente Nacional Democrático no hubiera ganado las elecciones en Perú en el mes de mayo del 45; como si en breve la Guerra Civil de Costa Rica (1948) no hubiera fundado la Segunda República en aquel país. ¡Qué cortos se quedan quienes ven acontecimiento sólo en términos venezolanos sin contextualizarlo en una ola regional! En todo el continente habían cambiado las sociedades, habían aparecido nuevas demandas y nuevos actores políticos y, teniendo como fondo la Segunda Guerra Mundial y la “lucha por la democracia” asumida de las manos de los Estados Unidos, iban conquistando el poder.
No se trata, por lo tanto, de un asunto de buenos y malos. Como siempre en la historia, a nivel de los personajes, hay un abanico de moralidades e intenciones, no siempre confesables; pero todas ellas a lo sumo representaron formas de insertarse en un proceso mucho más amplio, que se llevó a Medina Angarita en su talante. “Presidente bueno” no supo o no pudo ser los suficientemente “buen presidente”, es decir, estar a la altura de los cambios que reclamaba una sociedad cada vez más compleja, que no se sentía representada por él ni mucho menos por su “ala luminosa” (hay que dejar a cada quien la conclusión si eso fue para su bien o para su mal). Tal vez en al menos un sentido las cosas sí se precipitaron efectivamente cuando Escalante, acaso la última esperanza de consenso, enferma y los jóvenes de la UPM resuelven lanzarse al golpe, pero esto no alteró lo esencial de las tendencias sociohistóricas que a lo sumo tomaron un atajo el 18 de octubre. Una nueva Venezuela había emergido y quería al menos sentirse representada en el poder. Los venezolanos de hoy debemos leer todo aquello de cara a nuestros propios problemas. Debemos evitar que a nosotros también nos arrastren las circunstancias. A setenta años volvemos a estar en una coyuntura en la que el destino venezolano parece estar, más que nunca, asociado al voto. Es el legado que nos dejó la “Revolución de Octubre” y está en nuestras manos usarlo o enfrentarnos a la posibilidad de que la estructura de la república se encamine hacia otra dirección.
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Este texto fue publicado por primera vez en Prodavinci el 20 de octubre de 2015.
Tomás Straka
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